Uno de los problemas que plantea la información actual es que, siendo abundante y exhaustiva, es fugaz y efímera. Es bien sabido: las noticias vienen y van, son extraordinariamente volátiles, de manera que lo que es portada durante una semana, a la semana siguiente está casi completamente olvidado.
De esta manera, se van encadenando las noticias sin mayor reflexión, porque la nueva no deja sitio a la anterior, ni en los medios ni dentro de nuestras cabezas. Y ese es el mayor problema, que no hay tiempo para la reflexión, no hay poso ni hondura de pensamiento en todo el proceso, por trágica o trascendente que sea la noticia. ¿Quién tiene tiempo para pensar? Estamos más informados que nunca pero, muy probablemente, reflexionamos y pensamos también menos que nunca.
Pues bien, hace ya un mes que se produjo la trágica resolución del Parlamento Europeo sobre el aborto
Pues bien, hace ya un mes que se produjo la trágica resolución del Parlamento Europeo sobre el aborto y, tal y como avisé en el anterior artículo sobre el tema, aquí estamos, de vuelta con lo mismo. Naturalmente, porque nuestra misión no es ofrecer al lector un escaparate para estar continuamente al día de cada noticia que surge, sino brindarle distintas oportunidades de reflexión y formación a partir de la actualidad diaria, todo ello enfocado desde un punto de vista católico.
Pues bien, volvamos de nuevo a esta Europa que se descompone. Una Europa que se la conoció durante siglos como la Cristiandad, sin más añadidos. ¡Bendita Cristiandad!, entregada desde hace años a la causa de la muerte y al desprecio más absoluto a la vida, y precisamente a la vida de aquellos que requieren y exigen la mayor de las protecciones posibles, la vida de los seres humanos más débiles, inocentes e indefensos que hay.
Contemplando la degradación moral del viejo continente, me venía estos días a la memoria el memorable discurso de san Juan Pablo II en Santiago de Compostela del año 1982, con esa llamada enorme que hacía el papa santo a Europa para que recuperase sus raíces cristianas:
“Mi mirada se extiende en estos instantes sobre el continente europeo… no puedo silenciar el estado de crisis en el que se encuentra… Por esto, yo, Juan Pablo, hijo de la nación polaca que se ha considerado siempre europea, por sus orígenes, tradiciones, cultura y relaciones vitales; eslava entre los latinos y latina entre los eslavos; Yo, Sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una Sede que Cristo quiso colocar en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del cristianismo en todo el mundo. Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades”.
Acto Europeo en Santiago de Compostela, 9 de noviembre de 1982
Muy pocos días antes, en esa misma visita a España, la primera que Juan Pablo II realizaba a nuestro país, el papa celebró una Misa en Madrid y habló del aborto en su homilía con unas palabras que han sido muchas veces citadas:
“Hablo del respeto absoluto a la vida humana, que ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar. Por ello, quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad. ¿Qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales, si no se protege a un inocente, o se llega incluso a facilitar los medios o servicios, privados o públicos, para destruir vidas humanas indefensas?”
San Juan Pablo II, Homilía en la Misa de las familias.
Madrid, 2 de noviembre de 1982
Permítanme que acuda a un recuerdo personal:
Yo estaba presente en el Paseo de la Castellana esa tarde, y recuerdo perfectamente ese momento y esas frases exactas: les aseguro que no olvidaré en toda mi vida la fuerza con la que el Santo Padre las pronunció. No me olvido, no, y voy a darles más detalles, por si les pudieran interesar. Antes del inicio de la Misa, habían recordado por megafonía un ruego del Santo Padre, “que nadie interrumpiese la homilía con aplausos” (era su primera visita a España; en las siguientes el bueno de Wojtyla ya conocía algo mejor a los españoles, y se dio cuenta que era inútil…).
Pues bien, según avanzaba la homilía, recuerdo bien la sorpresa que me produjo el ver que la gente aplaudía con bastante frecuencia y entusiasmo. Yo, en mi mentalidad aún infantil, no entendía bien eso, puesto que el papa había pedido expresamente que no se le aplaudiese, no concebía que se pudiese desobedecer al papa de esa manera. Y veía con orgullo a mis padres a mi lado, que escuchaban con atención, pero sin aplaudir, obedeciendo diligentemente a las indicaciones recibidas.
Pues bien, al pronunciar esas frases el papa, a gritos –porque las dijo a gritos–, mi sorpresa creció, porque todo el Paseo de la Castellana rompió en un cerrado aplauso mucho más intenso aún que los anteriores, aplauso que obligó al papa a hacer una pausa en su homilía. Y, ¡oh maravilla!, he aquí que mi asombro fue aún mayor cuando miré a mi padre ¡y estaba aplaudiendo a rabiar! Mi mirada hacia él debió ser algo acusatoria y de un cierto reproche porque, en ese momento, y sin dejar de aplaudir, mi padre me dijo –recuerdo su voz como si fuese ayer: ”Ya lo sé, hijo, ya lo sé, pero ahora hay que aplaudir, ahora hay que aplaudir”.
Me emociona recordar esos instantes de aquella tarde, porque constituyen para mí momentos vividos con dos personas fundamentales en mi vida, aunque a distintos niveles, evidentemente –mi padre y el papa Juan Pablo–, y son recuerdos que guardo en el corazón y en la memoria como de extraordinario valor, y por los que he dado gracias a Dios muchas veces, como lo hago ahora. Extraordinaria lección la que recibí esa tarde, de mi padre y del papa polaco, venido de un país lejano.
No quiero cerrar hoy esta columna sin otro recuerdo personal, esta vez algo más templado: recuerdo bien que, cuando falleció Juan Pablo II pensé lo apropiado que sería que el Paseo de la Castellana de Madrid, donde le recibimos por primera vez en el año 1982 y le despedimos en el 2003, pasase a llamarse Paseo de Juan Pablo II. En fin, ya ven ustedes que, después de cuarenta años, mi mentalidad sigue en muchos aspectos siendo bastante cándida e infantil.
San Juan Pablo II, que debería ser nombrado cuanto antes co-patrono de Europa, terminaba su discurso en Santiago de Compostela transmitiendo al mundo un mensaje de esperanza. Con sus palabras, y encomendando Europa a su intercesión, quiero cerrar estas líneas:
“La ayuda de Dios está con nosotros. La oración de todos los creyentes nos acompaña. La buena voluntad de muchas personas desconocidas artífices de paz y de progreso, está presente en medio de nosotros, como una garantía de que este Mensaje dirigido a los pueblos de Europa va a caer en un terreno fértil”.
Volvamos de nuevo a esta Europa que se descompone. Una Europa que se la conoció durante siglos como la Cristiandad, sin más añadidos Share on X