En uno de sus cotidianos resúmenes de filosofía moral que “El Roto” publica bajo la forma de dibujo ocurrente, escribía: “la lucha de género ha sustituido a la lucha de clases. ¡Estamos salvados!”. Al leerlo entendí mejor las encendidas declaraciones de Ana Botín a favor del feminismo (de género, of course). Ana Botín, 10,58 millones de euros en 2017 entre sueldo y pensión, un 6,9% más que el año anterior, con lo que acumula ya 45,87 millones de euros en su fondo de pensiones, según la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Este decidido apoyo de nuestra banquera sigue la misma lógica del 1% de la élite financiera mundial, y el de las mayores empresas de la bolsa de Estados Unidos, el NASDAQ. Todas ellas militan decididamente en el feminismo de género.
No es de extrañar. La teoría gender desvía las causas reales de la desigualdad hacia una confrontación entre hombres y mujeres. Bajo este enfoque las limpiadoras de habitaciones de hotel pertenecen al mismo colectivo de reivindicación que las mujeres directivas, las de menores ingresos que las del nivel más alto. Es algo fantástico para la lógica neoliberal porque abandona la categoría de trabajadores como reivindicación unitaria, y se evapora el debate sobre cómo se distribuye la ganancia y los aumentos de productividad en la empresa, y cómo se redistribuye la renta en el país. El aumento de la desigualdad económica y de oportunidades, la precariedad laboral y el desempleo de los jóvenes, al ser mirado desde la perspectiva de género se difumina, y solo aparece la llamada brecha de género, en definitiva, toma un cariz que lo aleja de la comprensión de la realidad, que no es otra que esta:
Mientras en las empresas del Ibex los directivos en 2017 ganaron -sin pensiones- 938.026 euros al año con un aumento del 3,72%, y los consejeros alcanzaron los 623.000, un 14% más, los trabajadores se quedaron en 51.258 euros, y un aumento de solo el 0,03%, es decir, nada. Esa es la cuestión, aunque no solo es ella, porque a esta diferencia hay que añadirle otra acumulativa y por tanto heredable: la disponibilidad de capital inversor solo al alcance de los niveles de ingresos superiores a la mediana. No hace falta seguir al discutido Piketty, para constatar que la rentabilidad de las inversiones de capital, riesgo incluido, añaden un plus a la desigualdad de los ingresos, con independencia de si se es hombre o mujer.
La desigualdad económica para la perspectiva de género se reduce a la brecha salarial entre hombres y mujeres. Observemos cual es esta realidad:
La brecha salarial en España según el discurso gender se sitúa entre el 15% y el 23%. Pero esto es solo un promedio del conjunto de las retribuciones. Si partimos del principio que a igual trabajo igual salario, debemos medirlo por hora trabajada. Y en este caso la diferencia global se reduce al 11,6%. Si además el ajuste se hace por sectores, industria, administración, servicios, todavía se hace menor en ciertos casos. La mayor parte de la diferencia que persiste después de estos ajustes tiene una causa bien concreta: la maternidad y el ulterior cuidado de los niños. La edad en la que la mujer tiene el primer hijo se sitúa ligeramente por encima de los 30 años, precisamente cuando se inicia la curva que conduce al periodo de máxima productividad, que tiene su reflejo, desplazado unos años en el tiempo, en la curva salarial. La madre sale del mercado del trabajo cuando se inicia su época de ascenso, y cuando regresa a él lo hace desde niveles inferiores a los hombres de su misma edad. Esta es la causa básica de la “brecha de género”: la maternidad. Existen datos que lo avalan sobradamente, y lo constata el estudio más grande realizado sobre esta materia dado que comprende el conjunto de la población de Dinamarca (puede leerlo aquí).
¿Pero entonces si la brecha salarial se explica en razón de la maternidad, por qué esta cuestión y las políticas dirigidas a compatibilizar la opción de ser madre con la vida profesional están tan ausentes del debate político? Pues porque la perspectiva de género, la ideología hegemónica que lo mediatiza, y atemoriza y presiona con sus descalificaciones, instrumentaliza esta desigualdad como argumento de una discriminación estructural de los hombres contra las mujeres, la del “conflicto de género”, en lugar del de clases. No le interesan las medidas prácticas para reducir y suprimir la brecha salarial, sino utilizarla como combustible político.
Las mejores políticas contra esta desigualdad y a favor de la realización de la mujer, se concentran en tres ejes, que precisamente son marginales para la perspectiva de género. El primero está relacionado con el trabajo, salario, y vivienda de los jóvenes para que puedan emanciparse antes, y así anticipar la edad en la que tienen el primer hijo si así lo desean. Ahora, en los casos en que esta sea su voluntad, resulta muy difícil que puedan cumplirla.
El segundo es el que siguen la mayoría de países con un buen estado del bienestar y una buena natalidad como Suecia o Francia, que ofrecen un conjunto de servicios y apoyos económicos que permiten que la mujer compense el hándicap económico de ser madre y facilite la recuperación de su posición laboral. También son decisivos el horario laboral y la compatibilidad con la vida familiar. El tercero es necesario para revolucionar el papel de la mujer y el hombre en su dedicación familiar, y pasa por legislar que el trabajo doméstico, y en especial el relacionado con los hijos, dé lugar al derecho sobre una parte proporcional del ingreso que se produzca en el hogar, y a la fracción correspondiente del ahorro en caso de que exista. Esto significa que no importa quien trabaje fuera, hombre o mujer, porque quien lo hace en menor medida por dedicarse a la familia, obtiene un ingreso subrogado de quien aporta la máxima renta. Esto significa también el fin de la dependencia de un miembro de la pareja sobre el otro por razón del ingreso, el forzamiento a entrar en el mercado laboral a cualquier precio para garantizar una cierta autonomía personal por si acaso la relación se rompe, una mayor responsabilidad mutua en la formación del emparejamiento, así como una revalorización económica y social de la importancia decisiva de la gestión doméstica, y especialmente del cuidado de los hijos.
El uso que hace de las desigualdades sociales la perspectiva de género perjudica de manera especial a las mujeres con menos ingresos, que solo verán mejorada su retribución en cuanto a su condición común de clase trabajadora y no de mujeres. Daña las perspectivas de promoción de toda la condición femenina, a menos que renuncie a ser madre, y perjudica a estas porque abandona el tipo de reivindicación que podría mejorar su situación. Globalmente debilita la acción por una mejor distribución y redistribución de los salarios y la renta, facilitando así el crecimiento de la desigualdad.
Publicado por Josep Miró i Ardèvol en La Vanguardia