“España era católica”, lloran muchos que añoran viejas glorias. Viejas, sí, diremos; pero de glorias, pocas. Porque antaño refulgía el oro bañado, pero el interior de hierro oxidado corrompía el alma de tantas personas que ni vivían ni sabían lo que decían… si es que sabían algo más que alguna respuesta de catecismo.
Expliquémonos. “¿Para qué sirve?”, se preguntan algunos sobre el sentido de ser católico, y les debemos responder. Sabemos todos que una cosa es decir, y otra hacer; de la misma manera que muchos cantaban gregoriano sin conocer el significado de lo que cantaban. Lo mismo ocurre hoy (y ocurrirá siempre), pero muchísimo menos: es muy fácil repetir la letra (que ya es algo), pero lo que cuenta es el espíritu que canta, asociándose a esa vida externa expresión de la interna que tantos encontramos a faltar.
Quizás sea una bendición. Lo sabremos cuando caiga el velo de la vida que ya será eterna, “porque lo viejo habrá pasado” (2 Cor 5,17). Pues, aunque hoy hay (y habrá siempre) hipócritas entre los católicos, los hay muchos menos, tanto por fingir como por dejarse llevar. En algo hemos ganado quemando la paja. Además, antes se sabía que lo que se hacía era pecado, mientras que hoy esa sapiencia ha desaparecido del mapa. Por eso, aunque hoy el pecado es social, seguro que Dios nos mira con ojos bondadosos y no exige oro de una piedra, pues “Dios es capaz de sacar hijos de Abraham de estas piedras” (Mt 3,8).
No es nuestro cometido entremeternos en ello. Dios sabrá lo que hace. Eso sí, los culpables de que el patio esté como está recibirán más azotes según su propia responsabilidad (“Es inevitable que haya escándalos, pero ¡hay de aquel por el que viene el escándalo!”: Mt 18,7; “El cridado que sabe lo que quiere su amo y no está dispuesto a ponerlo por obra, recibirá muchos azotes; el que no lo sabe pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos”: Lc 12,47-48).
En efecto, los que practican hoy el catolicismo suelen vivirlo más intensamente, de manera acrisolada, y se preocupan por saber la letra discerniendo lo que dicen y cantan, encarnándolo frente a los que pecan y los que dudan: ahí está el signo de nuestro tiempo. Si antes sabían algo, a la vista de cómo tenemos el patio, quizás no lo vivían tanto como parecía. Ahora no saben ni que pecan, pero antes sabían que pecaban, sí, aunque pecaban (¿tantos? No lo sé). Otros (pocos, como en todas las épocas) vivían como tocaba para que los otros no pecaran: no había escándalo, que ya era mucho, al tiempo que había en ellos la vida interna que lo evitaba. Ahora, quizás, haya más y más grandes santos, porque serlo cuesta más.
Vivir lo que se dice
Efectivamente, hemos pasado del “ser por ser” al “soy porque quiero serlo”. Ahí, en ese cambio de agujas, se forjan los santos. Al mismo tiempo, surgen aún (y seguirán surgiendo) espíritus envidiosos que quieren “ser como” el vecino, aquel que nos habla del Dios que busca con sus buenas obras; las obras buenas atraen, y aquel que las practica brilla: por eso algunos se le abalanzan para probarlo en el crisol.
Por ahí deambula el Espíritu Santo a veces, cicateando a las almas en una admiración que sienten (“¿por qué yo no?”), incitando a crecer en un conocimiento que puede acabar en práctica; pero hay que estar en guardia, porque, como el Enemigo usa hasta el bien para hacer el mal −para pervertir más almas aún, inspirando celotipias hasta en ese “¿por qué yo no?”−, es la hora de que el vecino que las inspira encienda en esa alma el fuego del amor que prende cuanto toca.
Tenemos que salir a cantar. Pero, en esta época de pactos con lo siniestro, no nos limitemos a vocalizarlo. Debemos aprender lo que cantamos, y luego, vivirlo. Es la “Iglesia en salida” del papa Francisco. Es la nueva evangelización a que llaman los últimos papas. Aquel “Y tú, ¿a quién sirves?” retumba a veces y prende las brasas del Espíritu en tantas almas, y debemos aprovechar ese embate para hacer crecer ese calor en amor de Dios. Es la importancia de vivir la fe en todos los ambientes −también el público−, pues este es la expresión fidedigna del privado. ¡No debemos permitir que recluyan nuestra fe en la sacristía!
Debemos salir a cantar con nuestras obras hasta en los ambientes más modernistas, seguros de la posibilidad de prender lo que quizás no veremos, pero que un día encenderá el canto en ardor divino, esa ansia, esa sed de Dios que todos llevamos (por más oxidada que esté por fuera) en nuestro interior sagrado.
Porque el diablo lo sabe, ha conseguido demoler ese ardor con el bienestar, y ahora pretende arrasarlo con la colaboración de sus congéneres que pretenden imponer la inteligencia artificial con el humo del infierno y subiendo nuestra conciencia a un ordenador central que controle hasta nuestros más recónditos pensamientos. Sabe que controlando el pensamiento controla la persona, pero no puede ni podrá nunca (aunque la fuerce) hacerse con nuestra conciencia: es íntima entre Dios y el alma. El diablo (tan torpe es) solo ve de la conciencia su movimiento.
Apúntate esa, hermano, mi hermana del alma. Debemos cantar. Debemos preguntar y preguntarnos: “Y tú, ¿a quién sirves?”. Y no esperar, solo sembrar, lanzando la semilla al vuelo para que enraíce donde toque. La respuesta será la sorpresa de Dios en el alma de quien quiera cantar, aunque no sepa gregoriano, si sabe amar. −¿Le enseñas?
Twitter: @jordimariada
Los que practican hoy el catolicismo suelen vivirlo más intensamente, de manera acrisolada, y se preocupan por saber la letra discerniendo lo que dicen y cantan Compartir en X