Es viernes santo, un momento de pausa y reflexión para los católicos de todo el mundo. Es un día en el que nos enfrentamos directamente a la realidad del sacrificio supremo, el sacrificio que redimió a la humanidad de sus pecados.
Al mirar a Cristo en la cruz, no podemos evitar sentir una profunda conmoción. Su sufrimiento y entrega nos recuerdan la inmensidad del amor divino. En este día, somos llamados a mirar a Cristo a la cara, no con la distracción de nuestros propios asuntos mundanos o con el peso de nuestra incapacidad y miseria humana. Sino con la mirada sincera de agradecer su sacrificio para regalarnos un deseo de eternidad y la redención de nuestros pecados. Mirar a Jesús en la cruz, cara a cara, cambia todo “Mira que yo hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21,5). Ya no somos nosotros con nuestros proyectos, nuestros planes y nuestros logros. Sino que es Él, con una voluntad pensada, vencedora y buena para cada uno de sus hijos.
La muerte de Jesucristo en la cruz es el centro mismo de la fe cristiana. Es un recordatorio clave del amor incondicional de Dios por la humanidad y de la profundidad de nuestra propia necesidad de Dios.
El Señor es mi roca y mi fortaleza; es mi libertador y es mi Dios, es la roca que me da seguridad; es mi escudo y me da la victoria. (Salmo 18, 3)
En este viernes santo, que podamos abrir nuestros corazones a la gracia de Dios y permitir que la verdad y el significado de la pasión de Cristo penetre en lo más profundo de nuestra alma. Ojalá podamos mirar a Cristo a la cara con sinceridad, gratitud y devoción, reconociendo la fatalidad de considerarnos como el epicentro absoluto de nuestras vidas. Señor, líbranos de la ilusión absurda de que todo debe adaptarse a nuestros deseos, pensamientos y expectativas…
Al contemplar la cruz, somos confrontados con la realidad y ante esa realidad, aunque el mundo esté sordo, sólo hay una clara respuesta para nuestra alma: Todo lo espero en el Señor.
