Por P. Fernando Pascual
A cincuenta años de la muerte de Vasili Grossman (el 14 de septiembre de 1964), releer sus denuncias estimula a comprender a uno de los personajes que más huella han dejado en la historia humana: Vladímir Ilich, alias “Lenin”. No sólo por el sorprendente triunfo político del padre de la revolución (la conquista de un poder despótico y aplastante) sino por la fascinación que causó en quienes se declaraban intelectuales y exaltaron durante décadas las “glorias” de la revolución comunista rusa.
La figura de Lenin resulta difícil de valorar. En parte, porque sigue en pie en muchos lugares el estereotipo “Lenin bueno, Stalin malo”. En parte, porque millones de hombres y de mujeres fueron sometidos a una educación que exaltaba al “padre” de la gran revolución. En parte, porque sus discursos sobre la justicia y sus denuncias a grandes males de la humanidad muestran un especial atractivo.
Pero Lenin llevaba dentro de su mente un principio terriblemente peligroso: todo vale con tal de alcanzar las propias metas.
Esa es la denuncia que Vasili Grossman hizo en su novela “Todo fluye” (especialmente en los capítulos 21-23). A lo largo de diversas reflexiones de su protagonista, Iván Grigórievich, Grossman señala la presencia en Lenin de la raíz del enorme dolor que vivieron millones de personas desde que dio inicio la Revolución de octubre de 1917.
Las primeras líneas son una denuncia sin medias tintas: “Todas las victorias del Partido y del Estado estaban ligadas al nombre de Lenin. Pero también Vladímir Ilich cargaba a sus espaldas con todas las crueldades cometidas en el país”.
Aquel hombre, sencillo, amante de la música y de la literatura, marcó profundamente la vida de lo que luego se convirtió en la Unión Soviética. Según Grossman, en el corazón de Lenin estaban juntos el amor al pueblo y “otros rasgos diametralmente opuestos, también presentes en muchos revolucionarios reformadores rusos: el desprecio y la inflexibilidad hacia el sufrimiento humano, la admiración por el principio abstracto, la firme voluntad de aniquilar no sólo a los enemigos sino también a los compañeros de causa apenas se desviasen un poco en la interpretación de aquellos principios abstractos. La sectaria dedicación a alcanzar el fin propuesto, la disposición a aplastar la libertad viva, la libertad presente, en nombre de una libertad imaginaria, a destruir los principios morales cotidianos por los del futuro, se manifiestan con claridad en el carácter de Pestel, Bakunin, Nekáyev, en algunos actos y en algunas declaraciones de los miembros de Naródnaya Volia”.
En el corazón de Lenin había un único deseo: vencer, costase lo que costase. Eso se notaba de un modo particular en los debates. “En la discusión Lenin no buscaba la verdad, buscaba la victoria. Tenía que ganar a toda costa y, para conseguirlo, muchos medios eran buenos: la zancadilla inesperada, la bofetada simbólica, atizar un mamporro en la cabeza”.
Las denuncias del personaje de “Todo fluye” son continuas: “La intolerancia de Lenin, su perseverancia inquebrantable para alcanzar el objetivo, el desprecio a la libertad, la crueldad hacia los que pensaban diferente a él […] Todas sus capacidades, su voluntad, su pasión estaban subordinadas a un único objetivo: hacerse con el poder”.
Ahí se explica el mayor delito de Lenin: “para alcanzar el poder inmoló, mató lo más sagrado que Rusia poseía: la libertad”.
Lenin triunfó, y su triunfo marcó la historia de la humanidad y penetró profundamente en la vida de millones de personas. Pero, continúa Grossman, “la victoria de Lenin acabó siendo su derrota”. Mientras, sus ideas provocaron una conmoción inimaginable: “La síntesis leninista entre la ausencia de libertad y el socialismo aturdió más al mundo que el descubrimiento de la energía atómica”.
La muerte de Lenin no acabó con el leninismo. “El poder conquistado por Lenin no se escapó de las manos del Partido. Los camaradas de Lenin, sus colaboradores, sus compañeros de lucha y sus discípulos continuaron su obra”. Por eso murieron millones y millones de seres humanos, sobre todo con represiones como las de Stalin y, años más tarde, las de Mao en la China comunista.
Muy lejos de la propaganda barata y de tantos “intelectuales” que se dejaron engañar (o que se vendieron a la mentira) y que alabaron al gran comunista, la gente común en la Unión Soviética moría de hambre, o era perseguida y encarcelada no por lo que hubiera hecho, sino por lo que podría hacer: bastaba con ser declarado “kulak” para terminar en el destierro o bajo balas disparadas en nombre de la Revolución.
Pero por encima del odio que genera mentiras, un ser humano sigue siendo humano. Lo recuerda el mismo Grossman en unas líneas que pone en boca de Anna Serguéyevna, otra protagonista de “Todo fluye” (capítulo 14). Se trata de una mujer que primero sucumbió a la mentira leninista, pero que supo superarla con la mirada puesta en la dignidad de tantas víctimas injustamente perseguidas:
“Ahora, cuando recuerdo la deskulakización, lo veo todo de otra manera; el hechizo pasó y veo a los seres humanos. ¿Por qué me endurecí tanto? ¡Cuánto sufrió esa gente, cómo los trataron! Pero yo decía: no son seres humanos, son kulaks. Y recuerdo, recuerdo y pienso: ¿quién inventó esta palabra, kulaks? ¿Fue Lenin? Cuántos tormentos padecieron. Para matarlos, era preciso declarar: los kulaks no son seres humanos. Sí, igual que cuando los alemanes decían que los judíos no eran seres humanos. Lo mismo dijeron Lenin y Stalin: los kulaks no son seres humanos. Pero ¡es una mentira! ¡Hombres! ¡Eran hombres! Eso es lo que empecé a entender. ¡Todos eran hombres!”.