Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas. Tralará. Es curioso, en un mundo donde se vende la libertad por todos sitios, estamos cada vez más esclavizados. Se nos entusiasma con una libertad libertaria con la que nos da la impresión de dominar la situación, de ser nosotros mismos, cuando en realidad nos tiene aprisionados en nuestras ocurrencias, en nuestro “me da la gana”. Y somos cómodos y somos caprichosos. ¿No se trata de eso? Secuestremos la libertad, Bienvenidos los sucedáneos, el pensamiento único, lo que se lleva, lo que está de moda, lo que marcan las redes sociales. Y todos tan contentos.
Luego la igualdad. Todos iguales, con una igualdad de perfil bajo en la que resultan molestos los que se apartan de la medianía y suben el nivel. La excelencia, con estos planteamientos, acaba siendo sospechosa: no hay que salirse del guión, porque, si no, parecería que vamos por libre y no acogemos los ideales del mundo en el que nos movemos: la democracia, el progreso, la ciencia que lo explica todo…
Con todo este tsunami que nos va arrastrando, uno se mira al espejo y se pregunta si el raro no será él. Si será cierto que somos culpables de agarrarnos a cosas que uno diría que le sirven: la lealtad, la naturalidad de trabajar con alegría y sin que obsesione, el llamar a los padres padres, a las madres madres, el creer en el matrimonio entre el hombre y la mujer, así, tal cual, el valorar la vida y defenderla…
¿Será que soy retrógrado, fascista, y no me he enterado? Líbranos Señor, de tan gran pecado.