Vivimos en una época de creciente crispación, una crispación que parece extenderse a todos los ámbitos de la vida social.
La política internacional prescinde cada vez más de la diplomacia para hacer uso de la violencia, como evidencian la guerra ruso-ucraniana, las masacres en el Próximo Oriente y el delirante derroche de recursos en gastos militares.
En la política interna de muchísimos países los enfrentamientos entre partidos e ideologías se vuelven cada vez más irrespetuosos y feroces: recordemos por ejemplo los intentos de asesinato de Donald Trump en la campaña electoral estadounidense, por supuesto sin pasar por alto las groserías y los disparates del mismo Trump.
En los medios de comunicación, la falta de respeto hacia el que no comparte las propias opiniones y la muy mal disimulada censura en forma de “cancelación” se están volviendo asfixiantes. En el mundo de los negocios la codicia parece ser el móvil principal sino único, lo que conduce a un darwinismo social cruel y profundamente destructivo. Y estos son solo unos pocos de los incontables ejemplos que podrían ilustrar este estado de cosas.
Paradójicamente, nunca se ha hablado tanto de tolerancia como en nuestros días, en los que al calor de esta crispación social florece toda una gama de totalitarismos de muy variado signo ideológico, algunos en miniatura, unos cuantos de tamaño medio, otros gigantes, pero todos amenazadores y peligrosos.
Entre los síntomas de totalitarismo más diminutos hallamos los bonsáis de la corrección política en el lenguaje (“las alumnas y los alumnos”, etc.) y otros fenómenos semejantes, mezquinas cursiladas laboriosamente cultivadas por pequeños burgueses mojigatos cuyo horizonte intelectual tiene las dimensiones de un tiesto.
Este totalitarismo bonsái crece a la sombra de verdaderas secuoyas totalitarias, de las que sujetos como Klaus Schwab y sus amigos del Foro Económico Mundial querrían cubrir toda la superficie terrestre, convirtiendo al planeta en una pesadilla de monocultivo transhumanista para mayor gloria y lucro de una docena de insaciables consorcios bancarios y empresariales. Y también aquí no hemos hecho más que citar dos ejemplos entre muchos posibles.
Evidentemente el adoctrinamiento, directo e indirecto, mediante la repetición de lemas y de pseudoargumentos tiene como fin primordial el llegar a calar en la mayor parte de la población, convirtiendo a algunos en seguidores pasivos que se dejan arrastrar por la corriente; a otros en convencidos partidarios de la ideología que les ha sido inoculada; y a un tercer grupo en sus exaltados activistas.
Ahora bien, la infección totalitaria no se queda en esto. Siempre hay y habrá grupos e individuos que se resistan al lavado de cerebro. Pero esta resistencia no los libra de ser burlados de modo perverso, sin que ellos mismos lo perciban. Es decir, de tal manera que involuntariamente contribuyan a consolidar el poder de quienes los manipulan. Aquí de lo que se trata es de radicalizar al “disidente”, de conseguir que se fanatice, de hacerle perder la cabeza, de transformarlo en adalid de un totalitarismo de signo contrario.
un totalitarismo facilita involuntariamente la autojustificación del totalitarismo enemigo.
De este modo se logra, por una parte, consolidar y normalizar la universalidad del totalitarismo como única opción: no hay nada más que totalitarismos, los totalitarismos (por muy enemistados que estén entre sí) constituyen el único horizonte, nada es posible fuera de ellos. Por otra parte, el descarrío totalitario del disidente permite que se lo demonice por intolerante, irracional, agresivo y peligroso. La respuesta debe ser un contraataque severo y, cómo no, necesariamente totalitario: así funciona, en gran medida, el enfrentamiento entre Israel y sus contrincantes. En resumen, un totalitarismo facilita involuntariamente la autojustificación del totalitarismo enemigo.
Esta técnica no es nueva, ha sido empleada durante largos periodos de la historia, en especial en los dos últimos siglos.
El recurso a la radicalización del oponente inducida por medio de provocaciones fue un ardid al que recurrieron frecuentemente tanto la derecha como la izquierda en el siglo pasado. Una dinámica de este tipo se pudo observar, por ejemplo, en la Argentina de la década de 1970, cuando se produjo una espiral de violencia entre las fuerzas armadas, representantes de una derecha cada vez más extremista, y unas guerrillas izquierdistas igualmente exacerbadas. Las provocaciones y el continuo endurecimiento de las posiciones de ambos bandos terminaron en la muy sangrienta dictadura militar de Videla y sus sucesores.
No fue muy diferente el proceso que condujo a la Guerra Civil Española: los rasgos totalitarios estuvieron presentes tanto en la izquierda como en la derecha, tanto en el nacionalismo centralista como en los nacionalismos autonomistas y secesionistas. Cuando se llega a este punto, la sociedad se sume en un círculo vicioso en el que apenas hay espacio para la esperanza.
El totalitarismo que nos asedia actualmente con sus ramificaciones como los brazos de un pulpo (sean “bonsáis” o “secuoyas”) emplea la misma técnica, pero de modo más sutil y por desgracia con éxito.
A menudo vemos cómo reacciones en principio justas se desvirtúan por culpa de la exageración, la desmesura, la falta de sentido común o el impulso descontrolado. En esta trampa caen muchos, tanto de izquierda como de derecha, conservadores como progresistas, agnósticos como religiosos, lo vemos cada día. Que haya cristianos que de esta manera se dejen engañar y se conviertan en juguetes de sus propias pasiones y en instrumentos de sus enemigos parece particularmente lamentable y difícil de justificar, pues en los mismos Evangelios tenemos enseñanzas que pueden ayudarnos a huir de esta triste suerte. En efecto, las Escrituras no contienen solo un magisterio espiritual y moral, sino que en algunos pasajes también nos ofrecen enseñanzas “prácticas”, incluso para el ámbito político. En el relato de la Pasión de Cristo hay un episodio que puede ayudarnos en este sentido.
Cuando Jesús va a ser prendido en el Monte de los Olivos, Pedro desenvaina una espada y corta una oreja a uno de los esbirros que van a tomarlo prisionero. De este modo cae en la provocación, en la trampa que le tiende el enemigo, actúa de modo violento, se radicaliza, con su acto desvirtúa la enseñanza de Jesús y da argumentos a sus adversarios, que ahora pueden decir de Él que es el jefe de una banda de matones armados. Pero Jesús reacciona de inmediato, le ordena envainar la espada y cura milagrosamente al herido.
¿Habría habido cristianismo si Pedro no hubiera vuelto a envainar la espada, si también los demás discípulos hubieran atacado a los soldados, si Jesús les hubiera permitido hacer uso de la fuerza?
En todo su periplo por este mundo, Jesús se muestra siempre contrario a radicalizaciones y extremismos. Solo la codicia de los mercaderes que insultan a Dios profanando el templo le produce escándalo e indignación. Con sus enemigos y con todos los demás se muestra siempre misericordioso y amable, sin por ello dejar de reprenderlos severa, pero compasivamente si pecan. Jamás se deja llevar por una provocación de las muchas con las que lo acechan. Atiende a ricos y a pobres, a pecadores y a virtuosos, a judíos y a gentiles, no cae nunca en el puritanismo, ni en la estrechez de miras, ni en la exigencia totalitaria. La lección de Jesús en toda Su vida y especialmente en el Monte de los Olivos no es solo moral, contiene también una enseñanza práctica, aplicable incluso a la política: es una lección de prudencia, justicia e inteligencia.
Me temo que con demasiada frecuencia reaccionamos como Pedro y acabamos regalando argumentos al adversario e igualándonos a él inadvertidamente. De ningún modo se trata de renunciar a la firmeza ni a las propias convicciones. Lo que se debe evitar es dejarse arrastrar por ellas a los extremos, perder la serenidad, abolir la tolerancia, olvidar el sentido de la proporción, caer en el puritanismo y la mojigatería, renunciar a la discusión y al razonamiento… La cortesía y la valentía, como la frialdad en la cabeza y la calidez en el corazón no se excluyen, se complementan. Responder a un totalitarismo con otro contrario solo conduce a la perdición. Aunque parezca una obviedad, es algo que olvidamos muy a menudo.
Paradójicamente, nunca se ha hablado tanto de tolerancia como en nuestros días, en los que al calor de esta crispación social florece toda una gama de totalitarismos de muy variado signo ideológico Share on X