Les he de confesar que me es imposible escribir un artículo técnico. Mi pensamiento continúa absorbido por la pandemia del coronavirus y sus dramáticos efectos.
Y lo está porque tengo la terrible impresión de que muchos responsables políticos desconocen el impacto humano de lo que un ERTE representa, los efectos negativos que la Covid-19 tiene en la economía de muchas familias, el dramático aumento de la pobreza vinculado a él, la desesperación que la falta de ingresos supone, y, en definitiva, del drama económico, humano y psicológico que tales situaciones suponen; desconocimiento que, en la mayoría de los casos, está asociado a la falta de experiencia en situaciones similares.
Dudo, incluso, que sean realmente conscientes de la enorme magnitud y consecuencias de la dramática y gravísima situación que el sector privado sufre y que día a día se extiende de forma irremediable e irreparable. Desconocen, creo, lo que se siente y sufre en tales circunstancias.
Tampoco escucho ningún tipo de autocrítica con relación a la situación de insolvencia en la que España, y otros Estados denominados del “sur”, viven, y que es la principal razón del porqué estos no actúan como Alemania, Austria, Países Bajos, o Dinamarca.
Nada se dice tampoco de que la propuesta de un Fondo de Reconstrucción europeo, que como muy pronto estará aprobado en el último trimestre de 2020, se va a financiar con impuestos.
Entre tanto, cierran empresas, las ayudas y prestaciones llegan tarde, el número de trabajadores afectados por los ERTEs es más que preocupante, aumenta la incertidumbre y la inquietud de los españoles por su estabilidad laboral, se desmorona la recaudación, se incrementa el paro, el déficit estructural se dispara, nuestro endeudamiento supera ya el PIB, y la caída de este último se sitúa en porcentajes nunca vistos. Pero tampoco pasa nada.
Aplaudimos, sin reflexión previa, las líneas de crédito aprobadas ignorando que el problema no es la falta de oxígeno, sino de sangre, y que, una vez hecha la transfusión, esta no se puede volver a extraer salvo riesgo de muerte. Se afirma, así, que España ha concedido más avales que Alemania. Cierto. Pero se olvida decir que la razón de ello obedece a que el antídoto para combatir la pandemia no son los avales sino las ayudas directas. Y en esto, claro está, Alemania nos gana por goleada.
En esta misma línea, nada se dice de la incoherencia de que España reclame a Europa ayudas directas, y no aplique idéntico antídoto con sus empresas.
La verdad, como decíamos, es que pocos ciudadanos entienden qué impacto tiene para ellos que España tenga la situación económica que tiene; que nuestra deuda personal con el Estado ha aumentado. Y es cierto. La crisis del coronavirus nada tiene que ver con la inmediatamente anterior. La prima de riesgo, hoy, se mantiene bajo control. Pero ello no es óbice para reconocer que nuestra solvencia económica no es precisamente óptima y que limita nuestro margen de maniobra.
¿Y cómo es posible que no pase nada? Pues muy sencillo. Las ayudas del Estado lo acallan todo.
Y la verdad es que, día tras día, pedimos más protección del Estado, más ayudas, más subsidios. Los exigimos. Los aplaudimos. Y derecho tras derecho, la necesidad de recursos es cada vez mayor.
El problema de fondo, digámoslo claro, es que no se quiere reconocer que la economía privada, y no el Estado, es la base del bienestar. Que la economía es la que crea y destruye empleo; que es esta, y no el Sector Público, la que permite tener una vida digna. Que es la economía la que financia al Estado cuya función es la de promover el marco social y económico para que la economía funcione en libre competencia; exenta de privilegios; economía cuya esencia es la libre iniciativa e igualdad de oportunidades y un Estado que ha de regular, controlar y promover, pero no intervenir ni competir con el sector privado.
No nos atrevemos a reconocer que nuestra situación económica no nos ha permitido que el Estado ayude a las empresas transfiriéndoles los ingresos que han dejado de percibir por la obligada hibernación económica con la obligación, claro está, de cumplir con sus obligaciones, incluido el personal.
Pero la verdad es que la pobreza se combate promoviendo la riqueza en igualdad de oportunidades; sin privilegios; promoviendo el esfuerzo, el compromiso y la responsabilidad individual; aplicando el principio de subsidiariedad y que supone la primacía de la persona respecto al Estado, y no a la inversa.
De ser así, la prioridad absoluta es proteger el empleo y nuestro tejido productivo. Si la economía funciona, hay riqueza. Y si hay riqueza, la necesidad de recursos públicos es menor.
Si la economía no funciona, la destrucción de empleo aumenta y la necesidad de prestaciones también.
Es pues urgente y prioritario ayudar a las empresas para que el problema se solucione y, en definitiva, para que la liquidez fluya con normalidad.
Mientras no lo hagamos, mayor será la pobreza; la miseria; el cierre de empresas; el número de despidos; los impagos; y un largo etcétera.
Y que quede claro. Los subsidios, que son necesarios, no son la solución al problema, sino a sus consecuencias.
Reconozcamos pues que las limitaciones para superar nuestra pandemia económica son, en gran parte, fruto de nuestra insolvencia, prioricemos, y pongámonos a trabajar. Avancemos, con paso firme, hacia un verdadero modelo de economía social de mercado.
El problema de fondo, digámoslo claro, es que no se quiere reconocer que la economía privada, y no el Estado, es la base del bienestar Share on X
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