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Existe ya una importante corriente en el ámbito científico que quiere tomar en consideración los planteamientos filosóficos. Por su parte, los dedicados a este ámbito del conocimiento hace tiempo que tienen su atención fijada en el mundo científico, aunque en ocasiones algunos lo hagan desde un complejo de inferioridad. Pero una parte importante de este debate -que puede ser de gran interés- se hace sobre unos presupuestos que culturalmente son muy poca cosa. Existe en el fondo del pensar de los especialistas en ciencia, y de demasiados filósofos, la huella de la fragmentación del saber que castiga nuestra época. Por ejemplo, se empeñan en insistir en que hay que volver a los presocráticos, cuando prácticamente se partía de cero en el pensar, y esto en función de un razonamiento: los presocráticos pensaban sobre la naturaleza y las cosas que la rodeaban, y lo hacían precisamente por vez primera. Y esto es lo que debe hacer la ciencia en términos filosóficos y la filosofía en términos científicos. Al concebir las cosas en estos términos, se prescinde de la reflexión de más de veinte siglos, lo que pasa es que empezar de cero tiene una ventaja: permite el trabajo de reflexionar sobre lo pensado. Pero, ¿por qué vamos a borrar este inmenso bagaje? Una vez más nos encontramos ante una posición adanista que en su simplicidad implica un brutal desconocimiento de la cultura humana, de nuestra propia tradición cultural.
Hay otra corriente en este ámbito de coincidencia filosófico-científica que da un paso más y se reclama partidaria de tener como referencia a Aristóteles porque él examinó la naturaleza. Así es, pero hizo algo más, mucho más, y si Aristóteles hoy está bien vivo no es tanto por sus estudios de la naturaleza como por sus aportaciones a la política y a la ética. Pero esto es lo que se olvida.
En realidad, en todas estas reflexiones científico-filosóficas se omite una cuestión que es central. Imaginemos que extrapolamos muchas de las principales corrientes de los distintos campos del saber en el mundo científico, desde la neurobiología a la biología evolucionista, pasando por la inteligencia artificial y la Cosmología. Las preguntas son: ¿a qué tipo de sociedad daría lugar?, ¿cuáles serían sus fundamentos?, ¿qué pautas darían a las mujeres y a los hombres para actuar?, ¿cómo podría existir una sociedad humana basada en que somos una pura circunstancia de la naturaleza, que el papel de cada persona y cada generación es simplemente el de ser unos vectores inconscientes de la transmisión de los genes de la especie, y que no tenemos más valor que este?, ¿que no existe el libre albedrio, que el ser humano es un mecanismo de pensar?, y así sucesivamente.
Buena parte de la ciencia que quiere convertirse en filosofía y en ética, que surge de la fragmentación del saber que hace tabla rasa de nuestra tradición cultural, puesta en el plano de la política, de la economía, tiene como resultado una sociedad simplemente brutal, radicalmente inhumana. Incluso cuando exaltan la cooperación lo hacen en términos de un hormiguero. Detrás de todos estos extraños planteamientos existe una obsesión innecesaria por negar a Dios desde el punto de vista científico. Venga o no al caso, en la mayoría de declaraciones de estas formas de pensar aparece siempre una descalificación a lo que llaman Creacionismo, a la existencia de un ser Creador y, añado, personal.
La ciencia, incluso en este pensar filosófico, no tiene por qué partir de esta predeterminación. Es más, precisamente, en la medida en que la ciencia avanza y que nuevos descubrimientos generan nuevas fronteras que demuestran el gran desconocimiento que se posee del universo, del ser humano, de las relaciones interpersonales, crece la idea de Dios. No sé si alguna vez han reflexionado sobre ello, pero el concepto de la relatividad del tiempo, de la existencia de este como una dimensión más, facilita la comprensión de la eternidad, del papel de Dios, de la relación que existe entre el conocimiento de Dios, de nuestra salvación o condena, y de la libertad humana. Porque el mundo, nuestro mundo, es una realidad limitada por unas dimensiones, una de las cuales es el tiempo.
En el mundo de Dios tales dimensiones no existen. Y lo mismo podríamos añadir de la física cuántica. Las paradojas que presenta para la forma racional en la que estamos acostumbrados a pensar las cosas, abren espacios al sentido de Dios. Como lo hace uno de los más recientes experimentos sobre el teletransporte, la transmisión de estado cuántico de unas partículas entre dos puntos tan distantes como se desee. También esta idea nos ayuda a entender mejor los atributos de Dios. No lo define, no lo delimita, pero facilita en la forma de nuestro pensar humano el trazar rasgos que nos permiten concebirlo mejor, hacerlo más inteligible a nuestros ojos. Y esto es bueno, sobre todo para aquellos que sin estar dotados del don de la fe pueden, si quieren, aproximarse a la idea de Dios; y también para aquellos otros que teniendo fe han de bregar en un mundo materialista que en ocasiones necesita de argumentos de este mismo tipo.
Josep Miró i Ardèvol, presidente de E-Cristians y miembro del Consejo Pontificio para los Laicos