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La Sociedad Desvinculada (40). Una época inestable: las rupturas culturales

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Es decisivo vislumbrar toda la secuencia que atraviesan los dos siglos precedentes para constatar algo fundamental de lo que nuestro tiempo es el resultado: la modernidad es inestable en su naturaleza intrínseca como se observa en la ininterrumpida serie de rupturas que se dan en Europa en el plano cultural, económico y bélico, desde la Revolución Francesa a nuestros días, con el intervalo de paz y desarrollo que se produce entre la consumación de la II Guerra Mundial y finales de la década de los sesenta.

Los siglos XIX y XX son los de la sucesiva ruptura cultural, crisis económicas, revoluciones, grandes guerras y uso del terror en masa.

Constituyen un periodo único en nuestra historia del que surge la cultura actual, porque el arte contemporáneo no fue una evolución sino que surgió de las rupturas que en el plano artístico van a sucederse en el último tercio del XIX, dando lugar a las vanguardias.

La primera y más poderosa ruptura, el primer gran adversario de la modernidad, fue el romanticismo.

Un fenómeno extraordinariamente nuevo, hostil con el pasado reciente, la Ilustración de la razón instrumental, y dirigido al rescate del vilipendiado pasado lejano, la Edad Media. El movimiento se extendió con fuerza y velocidad por Europa sacando aquella época del menosprecio a la que la había condenado la Ilustración.

Rescataba el espíritu nacional contra el cosmopolitismo del «Siglo de las luces». Surgía la nostalgia de lo perdido, de la espiritualidad medieval, su alegría real, su sentimiento. Lo que para los Ilustrados fue calificado de obscuro, los románticos lo presentan en términos luminosos. Surge así una religiosidad inspirada en lo medieval hasta el mito.

En Francia, y sobre todo en Alemania, se desarrolla una renovación católica de inspiración romántica. En arquitectura los artistas se enamoran del estilo gótico, estudian con entusiasmo las técnicas constructivas medievales y descubren soluciones imprevistas y muy perfectas. El romanticismo no se cree obligado a plantear una nueva arquitectura, le basta con imitar el arte gótico como sucede en Francia e Inglaterra. El Ayuntamiento y la Biblioteca Nacional de París son una buena muestra.

Por otra parte, y como consecuencia de la frustración generada por el fracaso de la vía revolucionaria, surgió a partir de 1848 el denominado realismo.

Los románticos estaban vueltos hacia un pasado recreado, hacia una evasión. El realismo se queda en el presente, pero afirmando una versión de lo que es real, proyectada al futuro de la mano de una concepción de progreso. Con la revolución de 1848 puede comprobarse un cambio casi tan importante como el de 1789. De esta visión surgiría el socialismo. La tecnología de amplia incidencia económica eclosiona. El primer tren de viajeros rueda en 1830, así como la primera línea transatlántica de grandes navíos metálicos.

A mediados de siglo comenzaban su reinado el telégrafo, el teléfono y el sello de correos. La industria, dotada de un utillaje revolucionario, alteraba las condiciones de la vida económica y social. La filosofía positivista era elaborada en este mismo periodo por Augusto Comte. Tomaba cuerpo la doctrina del progreso.

La sociedad se sentía proyectada hacia el porvenir con la convicción de que el hombre podía dominarlo y construirlo todo. Las dos grandes guerras y el Crack del 1929 pondrían fin a esta visión, que con otros planteamientos, se recuperaría más tarde con el desarrollo económico y el optimismo de la nueva frontera que se dio en Europa y Estados Unidos después de la segunda Guerra Mundial, a los que empezarían a poner fin los «años de plomo», que empiezan a finales de los sesenta.

Pero recuperemos el hilo del relato, volvamos atrás. El naturalismo

El realismo se transforma en una nueva corriente, el naturalismo, que persigue expresar la realidad en su más mínimo detalle, pero esta función se alía con una doble carga ideológica: la de los condicionamientos de la personalidad debidos a la herencia y las condiciones sociales. El microscopio social articula un relato donde los personajes son el resultado de las fuerzas sociales. Emile Zola expresa como nadie esta última posición, que tiene en España un parcial correlato con una de las épocas de Pío Baroja.

El naturalismo es, pues, otra crisis global del orden burgués, inherente a la modernidad. Porque, y esto conviene remarcarlo, la burguesía, para bien y para mal, es el producto social por excelencia del desarrollo económico y social ilustrado. Y de hecho una de las tensiones inherentes a la Modernidad, que el marxismo haría emerger en toda su crudeza, es la marginación del trabajador como fuerza social.

El siguiente movimiento artístico puede situarse en 1874 y en París. Es el impresionismo.

Se trata de la búsqueda del impacto de la obra, de la sensación visual, la atención por la luz y el menosprecio de lo académico. Como la mayoría de estos movimientos, tuvo una vida efímera ‑el romanticismo es una excepción-. Su acta de defunción de la mano del simbolismo y el cientifismo la podemos situar en 1886, cuando una serie de autores expresan su voluntad de unir el uso del color con los conocimientos científicos de la época sobre óptica.

Empieza la colonización de las ciencias de la naturaleza hacia otros ámbitos de la cultura. El puntillismo sería su expresión. Perseguían construir la imagen a partir de manchas de colores puros. Era la versión pictórica del positivismo en filosofía. Surgía en paralelo a un posible competidor, la fotografía. Pero el puntillismo generó a su vez una reacción opuesta concretada en el simbolismo en la pintura, que busca en el espiritualismo una respuesta al planteamiento cientifista y encuentra su paralelismo literario en Mallarmé.

Es muy posible que quien mejor exprese con la fuerza de la imagen todo este proceso de rupturas y reacciones sea Munch, el horror como respuesta a lo que se ve. Su famoso «El Grito» de 1893 es de una actualidad rabiosa, como lo es «La Ansiedad». Es su forma de expresar una sociedad agotada en la que el ser humano queda condenado al horror del vacío. Y esta realidad tan espiritualmente adversa, porque el horror que refleja Munch no es material, encuentra otra formulación bien distinta en el decadentismo que tan bien ejemplifica «El retrato de Dorian Gray» de Oscar Wilde. No se trata de romanticismo, porque no estamos ante una exaltación del pasado emotivo y glorioso, sino de un instalarse de forma lúcida en el espíritu de decadencia que recorrió toda la geografía europea a finales de siglo XIX.

La cultura globalmente considerada estuvo en gran medida influenciada por el positivismo, la filosofía del establishment, de la modernidad de la época, en los decenios finales del siglo XIX.

El culto al progreso técnico encontró en el positivismo la concepción teórica adecuada. Auguste Comte fue la referencia; el positivismo como garante de la estabilidad, del orden instituido, mientras Marx construía la antítesis. La síntesis fue un inconmensurable desastre. Pero en realidad su gran crítico, el que en buena medida se mantiene más vivo, fue Nietzsche. Su crítica fue total ante la pretensión Ilustrada de la razón instrumental como progreso universal de la que el positivismo era deudor.

Y también se da la reacción en lo artístico. Es el expresionismo que en buena medida puede considerarse un correlato de índole nietzscheana en el ámbito del arte, y es como un grito de horror ante la muerte, como dijo Hermann Bahr en 1916. Fue un dar rienda suelta a las emociones. Se trata de un movimiento de rechazo, otro más.

Pero donde estalló con mayor fuerza la crisis de la Modernidad fue en Viena, entre 1860 y principios de siglo.

Un pintor, Klimt, es probablemente quien mejor simboliza las dificultades de la racionalidad moderna. Se mostraba una perspectiva que también tomaría pie en la literatura: en un mundo en descomposición, era imposible apoyarse en la realidad.

El arte de Klimt es una expresión de la corriente del secesionismo austriaco, que formó parte de lo que en España se conoció como Modernismo pero que recibió otros nombres, también menos equívocos, Art Nouveau (en Bélgica y Francia), Modern Style (en los países anglosajones), Sezession (en Austria), Jugendstil (en Alemania y países nórdicos), Nieuwe Kunst (en Países Bajos), Liberty o Floreale (en Italia).

Su trasfondo era más heterogéneo que su apariencia formal claramente identificable, y significó una respuesta tanto al historicismo, como al realismo e impresionismo. Buscó una estética nueva inspirada en la naturaleza combinada con la utilización de nuevas tecnologías constructivas, que aprovechaban la novedad del hierro forjado y el cristal, superando la pobre estética de la arquitectura del hierro de mediados del siglo XIX.

En el siglo XX pueden acotarse no menos de una quincena de quiebras culturales, una cada poco más de siete años, hasta convertir en hábito la práctica de la provocación y la transgresión al servicio del mercado. Cómo provocar y qué transgredir para vender más, cotizar más alto, ganar más dinero, de manera que la dimensión artística se convirtió en una actividad mercantil como las demás y sujeta a su lógica.

El modernismo surge como fuerza cultural que reacciona ante lo que considera la decadencia de la modernidad, y una respuesta a la idea de pesimismo que con ella parece enraizarse.

Como señala Griffin, «La historia contemporánea se convirtió así en una paradoja permanente de crecimiento exponencial en productividad, tecnología, conocimientos, riqueza de las clases medias, en poder imperial, en afirmación nacional (capitalista), y en movilidad social, en detrimento de la belleza, del significado, la salud tanto física como espiritual. La historia se precipitaba hacia ninguna parte y lo hacía más rápido que nunca».

De esta conceptualización puede deducirse que el modernismo es sobre todo una respuesta que busca sentido y valores a la vida humana. De él surge un vástago poderoso, la revolución futurista en Italia, una clara respuesta a la modernidad buscando una mayor satisfacción del sentido de la vida. El fascismo es su gran heredero político.

En la tranquila ciudad suiza de Zúrich emerge otra revolución cultural, la dadaísta en paralelo a la Primera Gran Guerra, que se prolongará hasta 1922. Su sucesora temporal es la revolución surrealista que se inicia en París en 1924. Casi sin aliento, finalizada la Segunda Guerra Mundial, surge la revolución letrista que alcanza su zenit en los primeros años cincuenta con la internacional del mismo nombre.

Por esta época comienza otro cambio que será central y radical y que alcanzará de lleno nuestra época, aunque su origen y desarrollo se sitúe durante bastante tiempo en los márgenes. Se trata de la combinación de política del ocio, alcohol y drogas, constituyendo así el germen de la contracultura occidental.

Se anudaría en el tiempo con otro cambio, el tercermundismo y el odio a Occidente, el auto odio, que se cuece entre 1956 y 1961, y que en paralelo se desarrollaría en Estados Unidos como antiamericanismo y admiración por Cuba. Se estaba generando el sustrato de las revueltas del «sesenta y ocho».

Por esta época aparece un nuevo sujeto cultural con la revolución situacionista. Otro componente de los sesenta del que parece que la actual sociedad también es deudora es la revolución psicológica y el uso de drogas para alcanzar la plenitud de la conciencia. Es el paso necesario para que la drogadicción dejara de ser una práctica de marginados para pasar a situarse en el centro de la sociedad.

En 1958 surge con fuerza el situacionismo alemán que se extendería en pocos años por los países escandinavos, Holanda, Inglaterra y Francia. Su presencia viva llegaría hasta los inicios de los setenta.

Estos movimientos se agotan en su idea revolucionaria, pero sus consecuencias evidentes se deslizan hacia la revolución-espectáculo, el individualismo hedonista y la cultura del entretenimiento.

Desaparece toda concepción orgánica de cambio económico y político, de manera que la cultura liberal de la mano de la eficacia del mercado lo fagocita todo. En esta atmósfera de trivialidad solo surge una excepción que termina por apoderase de buena parte del escenario. La ideología de género y la revolución del homosexualismo político, ligada a la propia ontología liberal y eficaz aliada del mantenimiento del establishment económico.

Las reacciones a la insatisfacción que causa la modernidad entrañan dos vías distintas.

Una es la mirada al pasado, y el tradicionalismo y el romanticismo constituyen dos de sus más fuertes encarnaciones.

La otra respuesta surge de la mirada al futuro, y el modernismo la representa como nadie.

Ambas coinciden desde perspectivas distintas en un punto crucial: la modernidad significa la destrucción de la civilización occidental. Ambas son respuestas a los déficits sistémicos de la modernidad, pero son parciales, incompletas y su fracaso como alternativa lo constata.

Sostengo que esta limitación en la construcción de un proyecto superador radica precisamente en que aquellos dos campos antagónicos entre valor y significado de la tradición, y bases para encarar el futuro, no han sabido encontrar el espacio de encuentro capaz de constituir un nuevo proyecto. En términos arquitectónicos, la Sagrada Familia es el mejor símbolo de cómo construir la alternativa necesaria.

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