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Un sospechoso consenso

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El mal uso de las palabras no es simplemente una cuestión de estilo. Nos hemos habituado a oír y a emplear la palabra «crisis» con tanta ligereza, a usar y abusar tanto de ella, que cuando llega una crisis de verdad apenas somos capaces de medir su gravedad; el concepto de crisis está devaluado por haber dado nombre a demasiados hechos insignificantes.

A falta de otro vocablo mejor, también llamamos crisis a la coyuntura por la que pasa actualmente el mundo y muy especialmente Europa, crisis política, económica, moral, ecológica, existencial; pero crisis, al fin y al cabo, y a las crisis nos hemos habituado, es una más entre muchas, ya pasará como han pasado las otras…

Esta actitud, que en algunos nace de la indiferencia, en otros del aburrimiento, la resignación, el egoísmo, la miopía o el escepticismo es enormemente peligrosa.

Nos sume en una especie de sopor, de pasividad, de sonambulismo, de atontamiento al que contribuye un tan enorme alud de información derramado por los medios de comunicación, que es casi imposible de digerir. Esto crea una frustrante sensación de aturdimiento y de impotencia.

La creciente y cada vez más absurda complejidad de la economía, la técnica, el derecho, la política… En resumen, de la vida social en todos sus aspectos nos desborda. Nuestro aturdimiento es tan grande que claudicamos. Sin casi poder ni querer saber cuán ciertas son las informaciones que nos asedian, cedemos. Aunque tengamos reservas, al final damos cualquier información por cierta si proviene de autoridades gubernativas, de personas públicas más o menos prestigiosas, de medios de comunicación muy difundidos, de expertos supuestamente competentes.

El problema surge cuando dejamos de someter a crítica las afirmaciones que nos transmiten, las noticias y opiniones que nos imponen; cuando no las confrontamos con versiones opuestas

El problema surge cuando dejamos de someter a crítica las afirmaciones que nos transmiten, las noticias y opiniones que nos imponen; cuando no las confrontamos con versiones opuestas; cuando empezamos a mirar mal a quienes osan ponerlas en duda; cuando nos negamos a considerar otras posibilidades; cuando lo que buscamos sobre todo es la tranquilizadora sensación de estar de acuerdo con la opinión generalizada; cuando preferimos no profundizar con tal de no complicarnos la vida, ya complicada de sobras. De este modo nos convertimos, sin advertirlo, en piezas anónimas de una máquina movida por una mano ajena, en miembros de un rebaño ciega y plácidamente unánime.

En nuestros días estamos sometidos a un ininterrumpido bombardeo de publicidad y de propaganda política e ideológica, tanto directa como indirecta. Pocas veces sabemos a ciencia cierta quién está detrás de los mensajes que martillean sobre nuestro cerebro.

No se trata de obsesionarse y caer en la paranoia, de ver conspiraciones y manipulaciones en todas partes, incluso donde no las hay, ni de creer disparates y ficciones abstrusas. Pero sí de tener consciencia de que las apariencias engañan y de que los engaños abundan.

Especialmente preocupante es la extraña unanimidad de posiciones que últimamente muestran los medios de comunicación en temas de gran importancia social y política, unanimidad que comparten con la mayoría de los partidos políticos y con la dirección de muchas otras entidades públicas y privadas, personalidades destacadas de diversos campos, etc. Es decir, eso que con un anglicismo suele denominarse como «establishment», pero aquí muy, muy ampliado.

Este curioso consenso suele referirse raramente a temas puramente nacionales, regionales, locales, etc.: casi siempre afecta a asuntos de alcance «global» y se extiende por numerosos y muy diversos países. Estos asuntos pueden ser de política internacional, de defensa, de economía, de sanidad, de planteamientos éticos y sociales, etc. En torno a cada asunto en cuestión se forma una rígida escala de valores (o, mejor, pseudovalores). Luego son conectados los diversos asuntos (con o sin fundamento), de modo que las diversas escalas de supuestos valores acaben formando una férrea red ideológica que no admite disidencias.

Se manipula la palabra, el discurso, el idioma. En nombre de la tolerancia se practica la intolerancia; para defender la libertad de expresión se instaura la censura; para garantizar una seguridad presuntamente amenazada, se cercenan las libertades y se establecen controles exhaustivos.

La discusión de fondo se vuelve imposible. Las disputas, incluso las más agresivas, se centran en aspectos secundarios, en matices a los que se da una trascendencia que no tienen. Sistemáticamente se desprestigia, calumnia, estigmatiza y al final hasta persigue al que intenta salirse de este esquema, al que discrepa y ejerce una crítica seria. El «buen ciudadano» debe comulgar con ruedas de molino. Por otra parte, límites entre el estado y ciertas poderosas organizaciones privadas se vuelven cada vez más borrosos.

En algunos países de la Unión Europea, por ejemplo, este proceso avanza muy rápidamente

En algunos países de la Unión Europea, por ejemplo, este proceso avanza muy rápidamente. Veloz y silencioso se consolida el totalitarismo, pero siempre en nombre de la democracia, para protegerla de tal o cual peligroso enemigo exterior o interior. Y como la democracia, nos dicen, está en peligro, debemos hacer sacrificios para salvarla… Por ingenuidad o por pura negligencia, quién sabe, lo aceptamos.

Se cuenta que fue el Dr. Goebbels, ministro nazi de propaganda, quien formuló aquel principio de que la repetición continua de una mentira acaba convirtiéndola en una «verdad». Puede ser cómodo convertirnos en idiotas útiles y formar parte del rebaño. Pero tarde o temprano todas las reses acaban en el mismo lugar: el matadero.

De este modo nos convertimos, sin advertirlo, en piezas anónimas de una máquina movida por una mano ajena, en miembros de un rebaño ciega y plácidamente unánime Share on X

 

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