No es hoy habitual, ni está bien visto, atender las señales con las que Dios nos advierte. Hemos perdido la facultad y desaprendido el oficio de interpretar sus mensajes. No queremos ver en ellos más que azares sin significado. Si alguien osa interpretar tal o cual suceso como un signo providencial, sonreímos irónicos y lo llamamos supersticioso. Y sin embargo, hay momentos en la vida de cada individuo y en la historia del mundo, en los que Dios hace oír su voz en ciertos acontecimientos.
En Roma el 31 de diciembre de 2022 a las nueve horas y treinta y cuatro minutos de la mañana murió Benedicto XVI. Era el último día del año más nefasto de este siglo aún joven, pero ya muy desafortunado; un año y un siglo en los que el ser humano parece empeñado en adorar la mentira, en corromper el corazón, en negar la razón, en arruinar la cultura, en exterminar a las criaturas con las que comparte el mundo y, de este modo, también a sí mismo.
Benedicto XVI fue uno de los mayores teólogos de nuestro tiempo y, tal vez, uno de los más grandes de todas las épocas: la historia juzgará.
Dedicó su vida a la búsqueda de la verdad, pues no fue otro el fin de su teología. Para ello se sirvió de la razón y del corazón, esforzándose en seguir el rumbo señalado por Jesucristo. Su extensa y profunda obra teológica es un monumento de intelectualidad y erudición no menos que un testimonio de fe y un acto de amistad hacia Dios y sus criaturas.
Como hombre fue modesto, manso, disciplinado, algo tímido, serio, cortés, sinceramente amistoso, dotado de una cultura, una lucidez y una inteligencia extraordinarias. Adoleció de ingenuidad frente a las acechanzas del mundo, careció de malicia; bastante indefenso pese a su altísima posición jerárquica, hubo de sufrir ataques, insidias, calumnias y enemistades que sobrellevó con serenidad, dolor y paciencia.
bastante antes que en número y extensión, la Iglesia debe crecer en fe, hondura, coherencia, unidad y fortaleza espiritual.
Su pontificado fue breve, pero sus acciones fueron de una audacia que casi nadie parece capaz de apreciar. Su propósito de emprender una nueva evangelización, empeño suyo ya mucho antes de llegar al papado, fue muy serio y estuvo determinado por su consciencia de que, bastante antes que en número y extensión, la Iglesia debe crecer en fe, hondura, coherencia, unidad y fortaleza espiritual. Con profético entendimiento del significado de la historia y del presente, promovió una reevangelización de la Iglesia misma, una Iglesia que debía y sigue debiendo reencontrar la orientación perdida.
La decisión de Benedicto XVI de facilitar la celebración de la misa en latín según el rito promulgado en 1962 por San Juan XXIII fue una medida sabia que satisfizo a muchos fieles y que podría haber sido el primer paso para una urgentemente necesaria dignificación de la liturgia, cuyo grave deterioro tanto perjudica a la fe.
Sin temor a exagerar puede decirse que Benedicto XVI puso los fundamentos de una renovación moral y teológica de la Iglesia en su doctrina sobre el mundo natural creado por Dios.
Su magisterio no se limitó a las advertencias algo reticentes de sus predecesores ni a dar consejos sobre buenas prácticas medioambientales, sino que fue la primera reflexión sistemática hecha por un papa sobre esta cuestión. Sus enseñanzas a este respecto, contenidas en la encíclica Deus caritas est y en el discurso pronunciado ante el Parlamento Federal Alemán el 22 de septiembre de 2011, tienen una importancia teológica muy grande. Muchos, que con impaciencia simplemente esperaban un catálogo de preceptos morales, aún hoy no han entendido que la reflexión de Benedicto XVI es un cimiento filosófico y teológico del que no se puede prescindir para construir una sólida doctrina moral sobre los deberes del hombre con las demás criaturas de Dios.
Su labor por la protección de la naturaleza no se limitó al ámbito teológico, sino que tuvo también una vertiente práctica, revolucionaria en el seno de la Iglesia. Durante su pontificado se introdujo la producción de energía solar en la Santa Sede, de modo que se llegó a cubrir un 20 % de sus necesidades con este tipo de energía ya en 2008 (en España en 2021 era apenas un 8% del total), disponiendo el Vaticano de 4 veces más energía solar por habitante que Alemania. Entre otras medidas, substituyó los vehículos convencionales por automóviles eléctricos e introdujo la separación de basuras, inusual en la Italia de entonces.
Ya en 1987 había abordado el tema de los abusos sexuales cometidos por parte del clero y había tomado iniciativas para su persecución.
Por ello debe ser reconocido como uno de los primeros prelados que tomó verdaderamente en serio esta lacra y actuó para combatirla en una época en la que ni la opinión pública ni la mayor parte del clero tenía consciencia del problema, y en la que una buena parte de las altas jerarquías prefería ignorarlo sino ocultarlo. Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe instó a Juan Pablo II a tomar medidas para endurecer la legislación, suprimir la prescripción temporal de ciertos delitos, perseguir a los culpables independientemente de su rango eclesiástico, etc.
Asimismo se debe a su iniciativa personal la publicidad de los gravísimos abusos cometidos por el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, y la aplicación de las penas correspondientes. Aunque nadie se enfrentara al cardenal Ratzinger de modo abierto, las resistencias ocultas fueron muy considerables. Durante dieciocho largos años, de 1987 a 2005 Joseph Ratzinger se ocupó una y otra vez de este asunto y con paciencia y perseverancia logró algunos avances significativos, pero aún insuficientes.
El 6 de mayo de 2005, apenas dieciséis días después de ser elegido papa, volvió a ocuparse del tema, para confirmar las medidas puestas en marcha por él mismo durante el pontificado de Juan Pablo II.
Como ejemplo de su empeño en combatir esta lacra se puede recordar el caso del sacerdote Luigi Burresi. Culpable de abusos sexuales y farsante que fingía apariciones sobrenaturales, logró, gracias a su popularidad y a sus altas y corruptas influencias, librarse del merecido castigo en una serie de diligencias que duró de 1988 a 2002. Sin embargo, el flamante papa Benedicto XVI no había olvidado el caso y el 27 de mayo de 2005 firmó la condena de Burresi, quien perdió así todas sus prerrogativas sacerdotales.
Esta lucha contra la corrupción sexual en el seno de la Iglesia continuó, con más o menos intensidad, a lo largo de todo el pontificado de Benedicto XVI. El hecho de que en este mismo período saliera a la luz el escándalo de los abusos no es casualidad. El propio Benedicto fue el impulsor de un fundamental cambio de actitud en la Iglesia. Suspendió o expulsó del sacerdocio a cientos de culpables. En los años en que estuvo al frente de la Iglesia se incoharon incontables procesos, como nunca había ocurrido antes. No cabe ninguna duda de que tuvo que hacer frente a potentes y feroces resistencias. Si no llegó más lejos, en parte se debió a la sorda pero implacable oposición que halló en círculos muy influyentes, en parte a su propia prudencia y sentido de la mesura.
Son muchas más las labores emprendidas por el anciano papa en su corto reinado. Las aquí mencionadas son solamente unos pocos ejemplos, pero que ponen de relieve su verdadero carácter. El imponer tales cambios de rumbo contra la inercia y las resistencias dominantes exigía una decisión, una tenacidad y un arrojo que nadie parece advertir en sus actos. Las acciones de Roma contra los abusos sexuales y en favor del respeto a la naturaleza en los últimos años son la continuación de los esfuerzos de Benedicto XVI y serían imposibles sin el beneficio de su mucho más ardua e ingrata labor precursora.
Benedicto XVI no pudo llevar a buen término sus empresas. Demasiadas fueron las traiciones, afrentas, injurias y animadversiones que desde dentro y fuera, desde cerca y lejos, desde uno y otro lado se opusieron a sus esfuerzos. Su propia falta de astucia política y de contundencia contra los que le hacían frente, su desinterés por la publicidad y la propaganda, la impericia de sus consejeros, su fidelidad a principios en los que creía firmemente y que le impedían caer en oportunismos, lo convirtieron para sus adversarios en una víctima muy fácil de atacar.
El acoso al que fue sometido no tiene precedentes en los dos últimos siglos de historia del papado
Quienes acusaban a sus antecesores de maquiavelismo, se ensañaron sin piedad con el menos maquiavélico de los pontífices aprovechando cínicamente esta misma circunstancia. Quienes más clamaban por una lucha contra la pedofilia, instrumentalizaron el tema con fines inconfesables. El acoso al que fue sometido no tiene precedentes en los dos últimos siglos de historia del papado. A los ochenta y seis años Benedicto XVI tomó una decisión inusitada: renunció al pontificado. El «reaccionario» cardenal Ratzinger fue, como sumo pontífice, un suave revolucionario capaz de armonizar una inquebrantable fidelidad a la tradición con inesperadas formas de innovación.
Pero su retirada del solio pontificio no lo libró del rencor de sus enemigos. Ahora ya no se trataba de derrocarlo, sino de destruir su legado.
La calumnia contra Joseph Ratzinger debía ser el medio de desprestigiar sus doctrinas, dejar sin efecto su magisterio y atacar a todos los que reconocen en él un modelo y en sus enseñanzas una fuente de inspiración moral y espiritual. No pudiendo hallar nada reprobable en su currículum, aprovecharon un episodio desafortunado durante el episcopado de Ratzinger en Múnich, tergiversaron lo que como máximo fue una negligencia involuntaria, exageraron sin medida los hechos y los hicieron aparecer como complicidad, mentira y encubrimiento. La ingenuidad y la muy avanzada edad de Benedicto así como la incompetencia de sus asesores facilitaron la labor de llenar de amarguras sus últimos meses de vida. Mientras tanto, la obra de dignificación de la liturgia emprendida por Benedicto era demolida por el motu proprio Traditionis custodes, promulgado por su sucesor.
En 2022 todavía se ha sufrido la epidemia del virus corona y muchísimo más aún las consecuencias de todo lo que se cometió aduciendo la enfermedad como pretexto. Se ha recrudecido de modo radical una guerra que desangraba un rincón de Europa desde hacía años, y desproporcionadamente se han agravado y extendido a todo el mundo sus trágicos efectos. La humanidad se ha empantanado cada vez más en la violencia y el encono, la libertades fundamentales han sido cada vez más vulneradas en los países que pretendían ser su hogar. Los problemas sociales y éticos se han agudizado de modo inimaginable. Y mientras tanto, en medio de mentiras sin fin, se ha renunciado a hacer algo para frenar o al menos mitigar una catástrofe ecológica mundial de consecuencias inconmensurables. Cuesta creer que sea puro azar el hecho de que este año haya fallecido Mijaíl Gorbachov, el estadista que cambió el curso de la historia que más que ningún otro en las últimas ocho décadas.
Precisamente el último día de este año tan extraño y hostil, en un ambiente cargado de amenazas, muere Benedicto XVI ¿No es una señal de la Providencia? ¿No es una llamada de atención? ¿No es una advertencia?
No importa que Benedicto tuviera 95 años, ni se trata de pesimismo apocalíptico. El año tiene 365 días, los presagios nefastos son inocultables. Y aunque la fecha de la muerte de Benedicto XVI fuera casual, ver en ella algo más sería un malentendido benéfico si así despertáramos nuestra fatal somnolencia moral, de nuestro comformismo y nuestra pasividad.
Reconocer las virtudes y los rasgos de santidad de Benedicto XVI, un teólogo que amaba la música y a los animales y sentía predilección por Mozart y por los gatos, no significa negar lo inevitable en todo hombre (sus debilidades, sus defectos, sus faltas, sus errores, sus limitaciones), ni aprobar todos sus actos e ideas (necesariamente imperfectos), sino hacer justicia, dar testimonio de la verdad, servir a la historia y proporcionar a las generaciones venideras un ejemplo de vida y de doctrina consagradas a la búsqueda de la Verdad.
Beati eritis cum vos oderint homines, et cum separaverint vos, et exprobraverint, et ejecerint nomen vestrum tamquam malum propter Filium hominis. Gaudete in illa die et exultate: ecce enim merces vestra multa in caelo.
(Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como infame por causa del Hijo del hombre. Gozad y exultad ese día, pues vuestra recompensa será grande en el cielo.)
El reaccionario cardenal Ratzinger fue, como sumo pontífice, un suave revolucionario capaz de armonizar una inquebrantable fidelidad a la tradición con inesperadas formas de innovación Share on X