Peter Singer, el célebre filósofo utilitarista que apadrina aquel Proyecto Gran Simio del que hace tiempo que no oímos hablar –lo cual no significa nada- lleva cuarenta años defendiendo que es preferible acabar con ciertas personas cuya vida no le parece digna de ser vivida. Pero un día diagnosticaron alzheimer a su madre, y tuvo que enfrentarse a un dilema: hacerse cargo de ella hasta el final, o ser consecuente con la postura que había defendido públicamente durante años, y adelantar su muerte. Singer prefirió amar antes, ser consecuente, y su madre murió años después, de modo natural.
Ésa es la consecuencia de pasar de planteamientos teóricos a la vida personal. “Ama, y haz lo que quieras”, sabiendo que cuando amamos queremos lo que quiere el amor. Singer dejó a un lado los planteamientos impersonales y se centró en una persona concreta, a la que él amaba; eso lo cambió todo.
La experiencia de la realidad de la muerte, propia o ajena, no deja indiferente a nadie. Y, a pesar de que la sabemos ineludible, nada afrontamos con más improvisación. Cuando una persona sabe que su muerte está cerca, lo habitual es que valore cosas que antes no valoraba, y que cambie muchas de sus actitudes. También la gente que le rodea y que le quiere cambia, y se muestra dispuesta a lo que nunca habría pensado con tal de darle al moribundo compañía, afecto, consuelo, comprensión, aliento, alivio, comodidades. Se llega a resolver alejamientos y a perdonar lo que hasta ese momento parecía imperdonable.
La hora de la muerte es un momento de planteamientos radicales sobre la propia vida, la familia, los afectos, los logros y fracasos. Y esto no siempre es fuente de paz. Ese «morir en paz» no es tan accesible y habitual como debería. Suele suceder que en ese momento los fracasos y las decepciones se sacan de contexto y se magnifican.
¿Qué papel debe jugar el personal de salud que está cercano, aunque muchas veces esa cercanía sólo sea física?
El mecanismo psicológico “natural”, “de defensa”, es el rechazo de la compasión, la indiferencia como escudo: no implicarse afectivamente. Pero es difícil que alguien pida una muerte así. Y, desde luego, no hay en ello nada de colaboración para lograr una muerte digna.
Si no es humano pensar que una persona viva sola, tampoco lo es que muera sola. Hay que saber acompañar ese paso de la muerte. ¿Qué cuidados necesita un enfermo terminal para encontrar la paz a pesar de sus vivencias negativas? ¿Y cómo conseguir que los que están alrededor del moribundo no caigan en la desesperanza, la tristeza y la depresión por lo inevitable?
El enfoque ha de ser el de los cuidados paliativos. Es decir: que se tome en cuenta y se comprenda a toda la persona con sus distintas dimensiones. Una atención integral, que permita dignificar la situación que atraviesa el enfermo terminal. En palabras de José María Pardo Sanz: «la muerte y el dolor se dignifican si son aceptados y vividos por la persona en toda su dimensión orgánica, psicológica y espiritual».
Cuando los pacientes no logran resolver estas tres dimensiones (orgánica, psicológica y espiritual), se sienten como atrapados en un callejón sin salida. Y es lógico que lleguen a pensar que, para escapar de él, debe terminar pronto con todo, deben pedir que les aceleren la muerte. Pero si se maneja adecuadamente la situación clínica -especialmente el control del dolor y síntomas gravosos-, y el apoyo psicológico y la compañía familiar y espiritual están resueltas, al paciente no le urge morir. Lo que el poso de la experiencia ha resumido en el consejo «si su médico no le alivia el dolor, no pida la eutanasia: cambie de médico».
El momento de la muerte es muy doloroso, pero puede ser muy rico en la vida de una persona. Implica mucha madurez terminar serenamente la vida. Y el personal de salud es el primero que debe aportar lo necesario para permitir que el paciente terminal se prepare externa e internamente para morir en un ambiente auténticamente humanos.
Si su médico no le alivia el dolor, no pida la eutanasia: cambie de médico Share on X