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Sobre amistades, hábitos y el alma que se forja en los otros

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Tu fuerza de voluntad no es un acto aislado. Tiene mucho de las relaciones que te sostienen.

Nos gusta imaginar que somos héroes solitarios, que cada decisión nace en la privacidad de nuestro criterio o que la autodisciplina se entrena entre nosotros y nuestro despertador. Pero no.

Somos criaturas, imperfectas, profundamente influenciables.

No solo por la moda o la política, sino por los rostros que nos acompañan en la sobremesa y por las voces con las que compartimos vida y silencio.

Más influenciables de lo que creemos

Un experimento clásico, el de la conformidad de Asch, lo dejó claro hace décadas: basta con que un grupo de personas afirme que la línea más corta es la más larga para que tú, que ves con claridad el error, empieces a dudar de tus propios ojos. ¿Por qué? Porque queremos encajar.

Porque el rechazo nos asusta más que el error. Porque el alma humana tiembla más ante la exclusión que ante la mentira.

Ahora, pensemos en nuestra voluntad. ¿Cuánto de lo que creemos fruto de nuestra decisión es, en gran parte, la sedimentación de condiciones de entorno? ¿Cuántas de nuestras debilidades o virtudes se heredan por «ósmosis emocional»?

Un dato demoledor de la Universidad de Pittsburgh: si tienes un amigo obeso, tienes un 171% más de probabilidad de serlo. Lo mismo aplica a la disciplina, a la piedad, a la castidad, a la esperanza. Los hábitos son contagiosos.

Las virtudes se pegan, como también los vicios. Somos ecos de quienes nos rodean.

Ecosistemas morales

Visto así, tu grupo de amigos es tu entreno del alma o tu decadencia. Cada amistad es una dieta emocional, una elección de nutrientes o venenos del alma. No decaigas. Pues esto, lejos de ser una sentencia fatalista, es una llamada a la libertad.

Porque si bien no elegimos a nuestra familia, sí elegimos a quién escuchamos, con quién rezamos, a quién dejamos entrar en nuestra vida.

Las relaciones son compañía y arquitectura. Pues forman, moldean y orientan. De ahí que haya amistades que edifican y otras destructoras.

La santidad es contagiosa (y la mediocridad, también)

Por eso los santos buscaban comunidad. Por eso san Benito fundó monasterios. Por eso los discípulos no se dispersaron tras Pentecostés. Porque sabían que solos no se llega. Porque la santidad crece en el calor de lo común.

Haz la prueba: empieza a pasar más tiempo con alguien virtuoso, y verás cómo tu lenguaje, tus decisiones y hasta tu humor se elevan.

Lo mismo pasa si te rodeas de quejas, de cinismo o de derrotismo. Porque lo espiritual también se respira.

Socios del alma

Y si esto es cierto, entonces no basta sólo con rodearse de gente top. Hay que dejarse mirar. Dejarse exigir.

Es necesario encontrar un buen socio espiritual. Aunque te diga lo que no quieres oír.  Pero estoy segura de que celebrará tus victorias y te espabilará en tus derrotas o meteduras de pata.

Quienes tienen un acompañante en su lucha, perseveran más.

Porque, aunque suene miserable, la responsabilidad de no defraudar suma puntos al deseo de superarse a solas. Sentirse acompañado es el chute perfecto para seguir intentándolo.

A ver, que no consiste en hacer público tu propósito para recibir aplausos. Esto va de ser inteligente y de tener unos rostros que te sostengan en lo más importante cuando tu voluntad se enfría.

La santidad como comunidad

Si quieres crecer busca unos modelos de virtud. Unos testigos vivos de lo que tú anhelas ser.

La admiración será tu brújula. «Admiro la templanza de mi padre, la capacidad de servicio de mi madre, el liderazgo de mi profe de mates, el humildad de mi amigo Juan…»

Y si no lo encuentras cerca, constrúyelo en tu interior: ¿cómo actuaría san Francisco, santa Teresa…?

Profesores, vecinos, familiares, sacerdotes, amigos… no somos héroes solitarios sino santos en construcción colectiva.

Y si has detectado que necesitas cambiar tu vida, empieza por cambiar tu entorno.

Rodéate de los que ya han subido un peldaño más. No todo el mundo podrá ayudarte, pero alguien sí. Búscalo. Quédate. Y crece.

Tu voluntad no es un islote. Más bien podríamos decir que es un puerto. Recibe vientos, acoge barcos, cambia con la marea…

Por ello, es tan importante no hacer de tu entorno un circo repleto de leones. Rodéate de gente que eleve. Y no tengas miedo de dejar atrás los lugares donde tu alma se marchita y se ahoga.

La buena fuerza de voluntad, la que no sólo es empeño propio sino que tiene mucho de misión, en muchas ocasiones, nace gracias al rostro de otro al que su corazón le arde por Cristo.

Y si vas a elegir con quién caminar la vida, elige a quien te ayude a llegar al cielo.

Solo eso importa.

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