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Una camada de trillizos monopolizando las portadas de los periódicos

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Otra vez me tomo la libertad de escribir un artículo inspirado por otro anterior de Josep Miró (parece que este hombre se está convirtiendo en mi musa), quien en su escrito titulado “¿La Constitución como límite? No nos hagan reír” se refería a dos temas en estos días inevitables: Rubiales y la amnistía.

No se debería hablar tanto de Rubiales, cuyas “hazañas” se han convertido en una excelente cortina de humo para distraer de muchas otras cosas más importantes. Abro la página inicial de la edición digital de El País y me encuentro con que la primera y más destacada noticia es de fútbol y tiene que ver con el mencionado individuo. Por supuesto no la leo, el fútbol nunca me ha interesado, pero sobre todo estoy harto del proceso de imbecilización al que se somete a la ciudadanía y que parece no tener fin. Pero no nos sorprendamos, esto viene de atrás, las tempestades de ahora son los vientos sembrados durante décadas.

Parece evidente que Rubiales no es un sujeto muy agradable. Lo del beso y lo de manosearse sus partes pudendas públicamente y en presencia de la familia real son síntomas de una manera de ser (démosle este nombre) que se manifiesta de forma bastante más grave en su jugoso historial de trapicheos y abusos.

Considero justo que por comportarse de modo insultante, grosero, dando un pésimo ejemplo y faltando al respeto a los demás (también a los que vieron su actuación y que no tenían por qué asistir a semejante espectáculo) se le dé un castigo ejemplar. La presunción de inocencia de Rubiales en este asunto es puramente técnica y sólo puede ser considerada pro forma (en esto difiero de Josep Miró), pues ni siquiera se tomó la molestia de ocultar sus actos.

Que su pésimo comportamiento sea aprovechado para promocionar una abstrusa ideología de género no lo exculpa de nada. Me niego a aceptar que con ese pretexto se lo convierta en mártir. Anticuado como soy, y también alérgico a la ideología de género, comportamientos como el de Rubiales me repugnan profundamente por ser un insulto a la caballerosidad y a la cortesía. Decía San Francisco de Sales que la cortesía es la flor de la caridad. Y la descortesía, podríamos añadir, es el fruto de unas cuantas cosas bastante asquerosas.

Pero si escribo este artículo no es porque me interese Rubiales, sino porque ¡eureka!, creo haber hecho un descubrimiento. A lo mejor ya lo ha hecho otro antes, no lo sé, no sería difícil, pues lo tenemos ante los ojos.

Para que me entiendan vuelvo al artículo de Josep Miró, pero no a la parte que hablaba de Rubiales, sino a la que trataba de la amnistía. Aunque no lo diga explícitamente, el Sr. Miró nos comunica, entre otras cosas, que Pedro Sánchez es un sujeto sin consciencia ni decoro, desvergonzado e inescrupuloso. Nada que no supiéramos desde hace mucho, pero atando cabos llego a la conclusión (éste es mi modesto descubrimiento) de que Rubiales y Sánchez son gemelos morales.

¿Cómo se comportaría Rubiales si, Dios nos libre, fuera Presidente del Gobierno? ¿Cómo Sánchez, si se hubiera metido en el negocio del fútbol? Juzguen por sí mismos. Yo diría que son prácticamente intercambiables.

Mas en el artículo del Sr. Miró también aparece otro inefable protagonista de la vida política española, el incombustible prófugo de la justicia Carles Puigdemont, quien cuando ya nadie daba un céntimo por él se ha convertido en el hombre del día, en el oráculo del que depende el futuro de la nación.

También la presunción de inocencia de Puigdemont es puramente formal, ya que cometió sus fechorías con luz y taquígrafos (los del Parlamento de Cataluña) y hasta con cámaras delante.

Pedro Sánchez es otro que no oculta sus tejemanejes, pues en sus chanchullos, hay que reconocerlo, no hay ningún tapujo, su descaro es sincero, chulo, torero. Así pues, resulta que no tenemos sólo mellizos, sino una hermosa camada de trillizos monopolizando las portadas de los periódicos.

¿Y esto qué significa?

Yo diría que es una señal muy clara de que la sociedad española ha alcanzado un grado de corrupción desconocido con posterioridad a la orgía de desmanes que fue la Guerra Civil. Y cuando digo corrupción no empleo este término en un sentido jurídico. Y tampoco lo hago para referirme sólo a aquéllos a quienes podríamos denominar “grandes corruptos”, a los protagonistas de los titulares, a los “famosos” asiduos de los espectaculares festines de la corrupción.

No, cuando hablo de corrupción de la sociedad me refiero aún más a la pasividad de la ciudadanía, a su resignado egoísmo, a su indiferencia, a su mal entendida tolerancia, a su estúpida ceguera, a su idiotez útil. Es decir, me refiero a todos nosotros, porque si las cosas han llegado a este punto, si sujetos como Puigdemont, Rubiales y Sánchez tienen fama, dinero y poder, es porque nosotros activa o pasivamente hemos contribuido a ello: sin nuestra venia no estarían donde están.

Somos cómplices de los bandidos que nos desvalijan y vapulean, somos cómplices sin beneficio en el botín, somos masoquistas, somos suicidas.

Es hora de que nos planteemos cómo se ha podido llegar a esta situación, de que confesemos nuestras culpas, de que hagamos propósito de la enmienda y de que lo cumplamos a rajatabla. Si no, estamos perdidos.

Pedro Sánchez es otro que no oculta sus tejemanejes, pues en sus chanchullos, hay que reconocerlo, no hay ningún tapujo, su descaro es sincero, chulo, torero Share on X

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