Si bien es cierto que, para encontrar las raíces de la Hispanidad podríamos remontarnos hasta los romanos e, incluso, antes que ellos, creo que el mejor momento para centrar nuestra búsqueda es el año 711 d.C.
En ese fatídico año, un pequeño ejército de bereberes y muy pocos árabes invadió la península, aprovechando las luchas internas que plagaban el reino visigodo. Para sorpresa suya y de los habitantes locales, derrotó totalmente al ejército real en la Batalla del Guadalete, en la que el mismo rey Rodrigo murió durante el combate. Las huestes del reino, ya divididas antes por los mismos conflictos internos que condujeron a la derrota, se dispersaron y cejaron de ofrecer una resistencia efectiva al invasor. Tras recibir algunos refuerzos y en solo cuatro años, los invasores completaron la conquista de la Península Ibérica y acorralaron en las montañas de Asturias a los pocos nobles y guerreros que aún trataban de plantarles cara. Ahí acabó todo y ahí, también, fue que todo empezó.
Aquel que no valora lo que tiene y no lo cuida, merece perderlo.
Y los hispano-visigodos lo perdieron todo. Hasta la esperanza, porque, ¿qué esperanza de victoria tenía un guerrero astur en el año 720 d.C.? ¿Qué esperanza de rechazar a los invasores, de expulsarlos de España y recuperar el reino?
Esta es una pregunta que suelo plantear en mis conferencias sobre este tema. La respuesta es muy sencilla: ninguna. No tenían ninguna posibilidad. No había esperanza alguna de victoria. Todo lo más, de resistir un tiempo las acometidas de los moros, más interesados ahora en consolidar sus dominios, prevenir sublevaciones de una población inmensamente más numerosa que ellos y, en todo caso, expandirse hacia el resto de Europa.
Los conquistadores hicieron intentos desganados de tomar aquellas montañas aisladas, alejadas de cualquier centro urbano, logístico y de poder. Incluso así, los guerreros visigodos podían haberse dejado vencer porque, total, no había esperanza. No podían ganar. Sin embargo, plantaron cara y, sorprendentemente, vencieron en Covadonga en el 722. Así que, siguieron luchando y, a esta primera victoria, fueron sumando otras y otras por muy largo tiempo. Setecientos ochenta años. La Reconquista fue, con muchos parones y vueltas, una guerra de setecientos ochenta años. Una que hace que las famosas Guerra de los Treinta Años o Guerra de los Cien Años parezcan juegos de niños.
Imaginemos que viajamos en el tiempo y charlamos con uno de esos guerreros de las montañas astures. Imaginemos que podemos decirle “persevera”. Que podemos decirle “¡Ánimo! Mantente firme, sigue luchando, no te rindas, porque ganaréis. Ganaréis… dentro de setecientos ochenta años.”
Incluso si pudiéramos hacer algo así, incluso si pudiéramos convencer a esos guerreros de que siguieran luchando porque su sacrificio tendría recompensa, incluso si pudiéramos mostrarles pruebas de su futura victoria, es demasiado tiempo. Para un humano, es absurdo. Es una locura. Su lucha, su resistencia no tenía ningún sentido.No lo tenía si lo medimos por los cánones actuales.
Pero, esos guerreros que no tenían esperanza y que, bajo ninguna circunstancia podían siquiera imaginar un futuro victorioso, tenían algo que hoy, nosotros necesitamos tanto como ellos. Tenían fe. Tenían fe inquebrantable en esa futura victoria, en que su sacrificio valdría la pena, en que su causa era buena y justa y en que Dios velaba por ellos. Su causa era buena y justa, ellos lo creían y, por eso, no cejaron en su lucha. No cejaron en el 720, ni en el 760, ni en el año 800, ni en los siglos IX, X, XI y XII, cuando la victoria seguía siendo una quimera lejana, un anhelo imposible.
Incluso en 1195, casi terminado el siglo XII, la derrota de Alarcos fue un durísimo golpe para la causa de la Cristiandad, que hizo temer que los moros pudieran recuperar sus pérdidas y volver a encerrar a los cristianos en las montañas. Cada cierto tiempo, una nueva horda de bereberes viajaba del norte de África a la península para reforzar a sus hermanos de religión y enfrentar a los reinos del norte. Almorávides, almohades y benimerines volvieron a amenazar la esperanza de los cristianos en recuperar la España que perdieron siglos atrás. La lucha prosiguió con dureza tres siglos más, otros trescientos años, hasta que el 2 de enero de 1492 culminó en victoria.
Donde la esperanza desapareció o se mostraba insegura, la fe se mantuvo. Esos setecientos ochenta años de guerra forjaron un pueblo completamente firme en su camino, en su devenir, en el sentido de su existencia. Dijo C.S. Lewis que “las dificultades preparan a menudo a una persona normal para un destino extraordinario” y esto fue lo que la pérdida de España y la posterior Reconquista lograron con los españoles. Nunca pueblo alguno pasó por una ordalía de sufrimiento semejante, por una prueba de fuego remotamente comparable. Y fue en ella que se forjó lo que sería, poco tiempo después, la Monarquía Hispánica.
Un sufrimiento incomparable para un destino sin igual en toda la historia. Querido lector: cuando sufras, como todos sufrimos, recuerda el destino del pueblo español y las recompensas de su fe inquebrantable.
¿A qué destino estamos llamados? ¿A qué destino estás llamado tú?
Esos setecientos ochenta años de guerra forjaron un pueblo completamente firme en su camino, en su devenir, en el sentido de su existencia Share on X