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La tiranía del sentimiento o la recuperación del sentido

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Hablamos del sentido común para referirnos a una idea bien pensada y popularmente aceptada, cuya comprensión del hecho es considerablemente juiciosa. A ello ha favorecido la cultura representándolo como hito de sensatez, cordura y razón. “Esto es de sentido común”, se proclama cuando se quiere formar una relación entre una imagen concreta y su fijación en la decisión o convicción aportada.

No obstante, vemos con mayor frecuencia que dicho sentido se va desvalorizando, desvirtuándose y reduciéndose a la opinión individual.

Por supuesto que la opinión individual tiene peso, siempre y cuando detrás de ella haya convicciones arraigadas, argumentaciones poderosas y razones bien estructuradas. La opinión no es valedora per se de credibilidad, necesita de un sustento que la honre. Sin embargo, la opinión se muestra hoy en día como algo infalible, fuera de toda discusión o diálogo. Si somos honestos, nuestras conversaciones versan en monólogos continuos, sin escucha y sin enriquecimiento.

Por el contrario, deberíamos considerar las opiniones como algo debatible con el fin de poder llegar al culmen de todo conocimiento. Porque no, no todas las opiniones valen lo mismo ni cualquier idea se halla inmersa en un fundamento de verdad.

El valor de la educación en este ámbito se antoja fundamental, más aún cuando vemos mermado en los últimos años el conocimiento humanista. Filosofía, Historia, Lengua y literatura, Religión, Lenguas clásicas, son ámbitos donde el tecnicismo ha invadido considerablemente su cuota de enseñanza, y en los cuales también se ve favorecido un saber mermado y selectivo.

Si nos adentramos en el análisis que deriva de ello, habremos oído en alguna ocasión que para qué el latín o el griego, si son lenguas muertas; para qué una inmersión en el hecho religioso, si para eso están las parroquias; por qué una literatura sin censuras o una historia moderada, si los escritores, como los historiadores, o son de mi bando y por tanto son buenos, o son de un pensamiento contrario al mío y por tanto no merecen la pena ser leídos.

De aquí no puede deducirse que con la premisa de la formación humanista todos seremos seres de luz y veremos la realidad de una misma manera, todo lo contrario.

Primero, porque el condicionamiento hacia ello sería manipulativo y doctrinal y unificaríamos el conocimiento y la mirada a la realidad de un modo único y reduccionista

Segundo, porque la libertad del hombre deriva, o al menos debería, en un pensamiento autónomo, crítico y personal, que no individualista, ideológico o categórico.

El conocimiento, por tanto, estructura las ideas, el pensamiento, la razón, lejos de catalogarlo por utilidad o técnica adquirida, haciendo a la persona libre. Valorémoslo por su identidad, esto es, ampliar el horizonte del hombre hacia un horizonte vivencial y trascendente, donde lo bello, lo bueno y lo verdadero sean guía de todo saber humano y, por ende, de toda actuación y decisión.

Vivimos inmersos en una cultura de las emociones

Sin embargo, vivimos inmersos en una cultura de las emociones: en la enseñanza prima la educación emocional por encima del esfuerzo y la constancia; en política se hace alusión continua a las conmociones internas, no a propuestas que mejoren la vida de las personas; en el mundo del trabajo, se habla de algo tan aberrante como el denominado “salario emocional”, algo así como lo que te llevas en “bienestar” trabajando seguramente más pero cobrando menos, suponiendo que dicho “salario” alimenta de alguna manera a tus hijos y paga las facturas mensuales.

Por desgracia, de un tiempo a esta parte, como vemos en diversos ámbitos, el conocimiento también se ha visto afectado e impregnado por lo motivacional, lo que importa es “el reino de la felicidad”, lo emocional
categorizado por lo sensible. A pesar de ello, la depresión se ha vuelto más común y los suicidios se han elevado considerablemente.

la resiliencia se ha vuelto palabra clave, donde soportar todo y a cualquier precio

Cómo no, la resiliencia se ha vuelto palabra clave, donde soportar todo y a cualquier precio basta para que seamos considerados buenos ciudadanos. El capitalismo, el marxismo, el socialismo, el liberalismo… (pongamos todos los -ismos necesarios), lo único en lo que se han aliado es para destruir la hegemonía sabia autónoma del hombre y su libertad personal.

Contratos precarios, inestabilidad laboral, subida de cuotas para personas que quieren ejercer su derecho al trabajo autónomo e independiente, banalizar el acto de que un bebé sea “retirado” del vientre materno, ayudas mínimas a la maternidad y paternidad, pocos incentivos al trabajo conclusivo y eficiente, interés excesivo en una muerte digna relegando la atención y los cuidados a una vida que quiere ser vivida, difíciles accesos a la adquisición de un vivienda, cuando no imposibles, para un sueldo medio, y un largo etcétera.

Cuando todo ello se ha puesto de manifiesto, sacando las vergüenzas de un sistema corrupto e individualista, se despliegan un sinfín de eslóganes para paliar las desgracias: “saldremos más fuertes”, “los 40 son los nuevos 30”, “si quieres, puedes”.

El problema real llega cuando, sumado a todo lo anterior, de pronto te das cuenta de que no has salido más fuerte de ninguna parte, que a los 40 tus huesos y tus músculos responden de diferente manera que a los 30, por mucho que te hayan vendido lo contrario, y que, pese a que lo has intentado muchas veces, no has podido con lo que te proponías, puesto que la realidad y la vida, siempre, son un poco más complejas. Entonces, el conocimiento ausente y el retirado saber dejan lugar a personas frágiles y manipulables.

Contribuye de una manera especial la alusión a nuestra debilidad poderosa, a nuestra tecla musical anímica: el sentimiento.

Creemos que él, el sentimiento, debe concluir todo proceso de elección. Se ha recreado como la locura cuerda que busca lo necesario de manera presentista, sin saber que lo necesario presente debe ser elogio de futuro. Dicho de otro modo, que mis actos tienen consecuencias, que mi decisión de ahora puede marcar mi devenir. Y hacemos caso al tan manido (y cursi) “haz lo que dicta tu corazón”, sin tener en cuenta que normalmente, la pausa, el discernimiento, en un mundo donde el beso y el abrazo se logran con un “match”, requiere tiempo.

¿Es malo el sentimiento?

Absolutamente no, lo sensible nos hace humanos, la sensibilidad se caracteriza por percibir lo sensible, lo que es sujeto de sensación. Y lo que es aún más esclarecedor, lo sensible es sujeto de sentido, y de gozo. Por ello, el peligro acusado que vivimos en nuestro tiempo es desligar lo sensible del sentido.

Lo sensible por lo sensible genera un vínculo esclavizante con la emoción del momento, con la apetencia pasajera, con la gana o la desgana. Es ahí donde nos vemos atrapados sin quererlo, donde el niño no pasa a ser adulto por muy independiente que se crea. La mayor libertad es ser dueños de nosotros mismos, con una razón, cálida e iluminadora que, conjugándose con la emoción, la filtre sin desbocar el sentimiento.

El sacerdote católico Tomás Morales, jesuita, proponía como medio de formación de la juventud la siguiente máxima, demostrando no solo su sabiduría respecto al alma humana, sino también su mirada profética:

“Educar es enseñar a pensar hondo, a querer con eficacia, a amar con intensidad”.

Vemos que, en este modelo, se conjugan interrelacionándose entre ellas la razón, la voluntad y la afectividad. Ni unas sin las otras, ni las otras sin las unas. La libertad se juega en su ejercicio, en la disposición y enriquecimiento de las consideraciones cabidas en este paradigma. Reduciendo cada una de las virtudes aquí propuestas simplemente en ellas mismas caeríamos en un intelectualismo vacío, en un devastador voluntarismo, o en una esclavitud afectiva incapaz de ser controlada. Razón, voluntad, afectividad. No son más que el mapa existencial que nos lleva a poseernos, a ser autores de nuestro presente, considerando como el mayor de los ideales posibles el amor y la donación al otro.

De nada serviría estructurar la personalidad en torno a una autopromoción hueca que no llevara a impregnar nuestro corazón de grandes ideales, sin pactos con la mediocridad y sin delirios de grandeza. Simple y llanamente, considerando mi vida como un aliciente que me lleve al encuentro con el otro, a la verdad de que mi corazón está hecho, y esto sí que es de sentido común, para amar y ser amado. Única realidad y vasto conocimiento que hace que alcemos, continuamente, nuestra mirada al Cielo.

Razón, voluntad, afectividad. No son más que el mapa existencial que nos lleva a poseernos, a ser autores de nuestro presente, considerando como el mayor de los ideales posibles el amor y la donación al otro Share on X

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