Estas son algunas de los factores y tendencias críticas, pero hay más: la crisis de confianza en las instituciones políticas, estatales y europeas, la fragmentación de Europa en -otra vez- bloques, cada día que pasa un poco más irreconciliables, a lo que se añade el Brexit, el absurdo conflicto con Rusia, y el distanciamiento de los Estados Unidos. El deterioro de la infraestructura social más valiosa e insustituible, el matrimonio y la familia, que es generadora de prosperidad y el bienestar, bajo el autoengaño que da lo mismo cual sea el tipo de vínculo que la configure, porque todas son iguales en sus causas y consecuencias sociales. También deja un agujero negro el repliegue del cristianismo, que no ha encontrado sustituto entre la gente. Y por si se necesitaban mayores incertidumbres, el daño para el crecimiento económico mundial, y de manera especial el europeo, que puede desencadenar Trump y su insólita guerra comercial con más de medio mundo.
Por último, la perspectiva de género, que significa una ruptura demoledora, cultural y antropológica, social e institucional, acentuada por el tipo de feminismo que ha generado, que ha sustituido la reivindicación de la igualdad de derechos de la mujer con el hombre por una guerra contra el hombre mismo.
Si, en lugar de este apretado apuntamiento, hubiéramos desarrollado un relato más extenso y articulado, mostrando las sinergias que crean estas dinámicas críticas entre sí, el balance todavía sería peor. Una sola de estas crisis puede dañarnos irreparablemente, lentamente, como la de la familia, o como una explosión social o ambiental. Vivir de espaldas a ellas, no tomar conciencia de su existencia, y sobre todo de sus causas, no es pecar de optimista, sino de irresponsable.