El pensamiento políticamente correcto parte de una axioma fundamental que es filosóficamente muy discutible, a saber, que la pluralidad es, en sí misma, deseable. No cabe duda que la pluralidad es un dato de fácil constatación en la sociedad actual, pero una cosa es el orden del ser y otra, muy distinta, es el orden del deber ser.
Desde el pensamiento políticamente correcto no sólo se describe la pluralidad como un hecho (factum), sino como un bien deseable desde el punto de vista social, cultural, político, religioso y moral. Y esta segunda afirmación ya no es tan evidente ni clara por sí misma.
No cabe duda que la pluralidad conlleva una riqueza de opciones y de tendencias, pero la validez de la pluralidad depende, naturalmente, de los elementos que la integran. En sí misma, no es ni buena ni mala. Puede ser sublime, pero también puede ser infernal. Sólo después de valorar la belleza de los elementos que la constituyen, uno puede afirmar que la pluralidad es mejor que la homogeneidad, pero a priori, uno no puede manifestarse sensatamente al respecto.
Además, la pluralidad de elementos opuestos entre sí genera, fácilmente, situaciones de conflicto o de violencia que no existirían de no existir esos elementos dialécticamente opuestos.
La pluralidad de propuestas culturales, religiosas y de modelos de vida, no siempre constituye una ocasión de enriquecimiento. Más aún, puede ser la causa de la pérdida de la propia identidad.
Ante esta multiplicidad, y bajo la presión de una persistente propaganda que reiteradamente insiste en la validez de todas las culturas, se corre el riesgo de perder la propia identidad.
Cuando todo vale lo mismo, nada vale nada. Esta tesis del relativismo cultural es omnipresente en el pensamiento políticamente correcto y constituye una frivolidad intelectual que no resiste el mínimo análisis lógico y filosófico.
Como explica el sociólogo Peter Berger, el pluralismo crea una condición de incertidumbre permanente respecto a aquello en lo que se debería creer y respecto al modo en que se debería vivir; pero la mente humana aborrece la incertidumbre, especialmente cuando ésta se refiere a lo que cuenta en la vida.
El reconocido sociólogo de la religión afirma que cuando el relativismo alcanza una cierta intensidad, el absolutismo vuelve a ejercer una gran fascinación. Aparentemente, el relativismo libera al hombre del yugo de los valores absolutos y de las certidumbres, pero la libertad que deriva de él puede ser muy dolorosa. Como consecuencia de ello, los individuos buscan liberarse, posteriormente, del relativismo.
Esto es lo que explica el éxito de los movimientos xenófobos, de las religiones alternativas y de los fundamentalismos. En un tiempo de incertidumbre, los movimientos que prometen certezas e integridad ejercen, de un modo reactivo, una fascinadora seducción.
En este contexto de crisis de identidad se habla del regreso de lo sagrado como uno de los rasgos característicos de nuestra época. Se trata, en cualquier caso, de un fenómeno muy complejo, que exige un estudio interdisciplinario antes de un discernimiento teológico, riguroso y equilibrado, que logre evitar tanto los fáciles entusiasmos como las condenas banales.
Uno de los aspectos sobresalientes de esta nueva religiosidad es su carácter de religión “hágalo usted mismo”, de bricolaje religioso. Un estudioso italiano lo denomina teoplasma, pues define tal religiosidad como una especie de pasta dúctil (plasma) a partir de la cual el hombre postmoderno da forma a sus propios dioses y trata de adaptarlos a sus cambiantes necesidades.
Análogamente, los sociólogos se refieren a una biografía del “hágalo usted mismo”, en la que se crea una nueva imagen de Dios en las diversas fases de la vida, a partir de diversos materiales de naturaleza religiosa.
Es sorprendente cómo los nuevos movimientos religiosos se caracteriza en todo el mundo por estos aspectos. Muchas iniciativas en este campo no aparecen como una nueva religión mundial, con un nombre unitario y con un fundador concreto, pero la orientación hacia una divinidad vitalista en relación con la experiencia de sí mismo del hombre postmoderno, constituye una especie de red que vincula estrechamente grupos muy diversos.
De aquí deriva el crecimiento espectacular de las religiones alternativas, desde la brujería hasta las religiones paganas de tipo precristiano, pasando por la santería.
Tras esta pasta religiosa se esconde una nostalgia de trascendencia y de espiritualidad que, a menudo, halla un canal de expresión fuera de los canales religiosos tradicionales. Es un movimiento carismático, fuertemente antiinstitucional.
Todo ello explica, en parte, el éxito de las sabidurías orientales y en parte del pentecostalismo americano, que parecen ofrecer un mayor rendimiento espiritual a costa de un menor compromiso con la institución y sin un aparato jerárquico o dogmático.
No todos los ciudadanos se encaminan hacia una de estas nuevas religiones, pero el clima de relativismo opera una fuera subjetivación del sentido religioso que se concentra así en lo interior del hombre, dejando de lado los contenidos de la revelación.
No se acepta la institución. Ya no se critica ni siquiera la falta de coherencia o de testimonio de los sacerdotes o los religiosos, sino la existencia misma de la institución religiosa como mediación objetiva entre Dios y el hombre. Se critica especialmente su presunto monopolio de lo sagrado.