Hitler defendía en 1938, sin pudor alguno y esperando el aplauso del pueblo, el proceso por el cual los jóvenes eran sometidos a un adiestramiento en el nacional-socialismo. Ahí entra el grupo de la Rosa Blanca y Sophie Scholl como protagonista de ese grupo de estudiantes.
El objeto de tal invención era metamorfosear a los jóvenes según un proyecto político que reinventaba al hombre. En palabras del Führer: «Ya no podrán volver a ser libres en toda su vida, y serán felices».
El drama que supuso la Segunda Guerra Mundial sigue despertando intervenciones en la literatura de cualquier modalidad. Pocas iniciativas, sin embargo, tienen en cuenta que lo que pasó es algo más allá de la típica justificación dualista entre buenos y malos, aliados y nazis. Kertész, autor húngaro que sufrió en sus carnes el holocausto y la persecución nazi, afirmaba en 2004: «Auschwitz y el Holocausto no son asunto interno de los alemanes y los judíos, fueron un golpe mortal a los valores europeos (…) humanistas, los valores de la Ilustración, que emanciparon también a los judíos».
Es decir, una determinada noción del hombre que situaba al hombre como medida de todo y que no estaba abierta a una trascendencia vivida en el presente y que se convierte en cultura provocaba al final una lucha en la cual el hombre era el principal objetivo. El ser humano quedaba a merced de la voluntad y del poder.
En medio de este ambiente de un nihilismo activo, apareció durante el III Reich un grupo de jóvenes estudiantes universitarios de medicina en Munich que se agruparon en la clandestinidad bajo el nombre de La Rosa Blanca para hacer frente a la guerra de Hitler y en favor de la libertad. Entre ellos estaba Sophie Scholl.
En su último llamamiento afirmaban que hacia falta «construir una nueva Europa espiritual». Al drama de una Europa deshumanizada se opone una resistencia que contempla el sentido religioso como camino para recuperar el contacto con la realidad, y conseguir la felicidad bajo el horizonte de lo eterno. Este aspecto, olvidado a veces, es el que no pierde en ningún momento José M. García Pelegrín en su libro sobre el grupo de la Rosa Blanca, conjunto de jóvenes amigos que despierta gran interés (véase la película Sophie Scholl, de M. Rothemund.; Die weisse Rose, de M.Verhoeven; Fünf letzte Tage, de P.Adlon; junto con mucha bibliografía sobre el tema).
Lo que se vivía en aquella época era planteado no en términos políticos, sino en clave metafísico- religiosa. Eran unos jóvenes sencillos que movían su vida por un ideal.
Como afirmaba Christhoph Probst, uno de los miembros ejecutados del grupo, existía el deseo de recuperar ese sentido original que todo hombre posee en su interior y que le lanza a la búsqueda de la felicidad: «¿De qué se ocupa la mayor parte de la gente de hoy? A ellos todo les parece importante salvo lo único verdaderamente importante: ¡la pregunta sobre el sentido de la vida! Que triste ironía».
Eran unos chicos normales y limitados, tremendamente humanos, que afirmaban la amistad como lugar donde empezar a vivir la esperanza de una felicidad en mayúsculas.
Una de las jóvenes del grupo, quizás la más luminosa, Sophie Scholl nació hace 100 años. Se cumplió un siglo el pasado 9 de mayo.
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Es interesante recordar que Sophie Scholl y su hermano Hans, también miembro del grupo universitario disidente denominado «La rosa blanca» (del que asimismo formaban parte profesores) fueron originariamente miembros activos de movimientos juveniles nazis, con cuyas ideas comulgaban. El cambio de actitud se produjo en parte por influencia de sus padres, católicos muy alejados del nacionalsocialismo, y en parte por la experiencia de Hans Scholl como soldado sanitario en el frente ruso, donde advirtió las dimensiones de la catástrofe. Hace poco se encontró casualmente en el depósito de un museo de Múnich la guillotina con la que, según se sospecha, fue decapitada Sophie Scholl.