En el orden práctico, ¿damos valor real a la sencillez o nos parece que no merece mucha atención?, ¿sentimos atracción por la sencillez, o sentimos aversión? Hago esta pregunta porque no es difícil advertir una falta de coherencia, en mi opinión, muy extendida, entre el valor teórico que muchos concedemos a la sencillez y el rechazo práctico de la misma.
A poco que alguien se interne en los círculos humanistas o religiosos de las redes sociales, se encontrará con todo un pulular de proclamas en favor de la vida sencilla, de la naturalidad, de sentencias extraídas de las filosofías orientales, de montajes que se recrean en la añoranza de la sencillez de infancias felices de quienes ya contamos nuestros años por puñados de décadas… Algo parecido puede decirse de las reflexiones espontáneas de muchas conversaciones informales, de tertulias televisivas o domésticas y de muchas de las exhortaciones de nuestros predicadores.
¿Qué tiene la sencillez para que, mereciendo tantos elogios, por una parte, esté, por otra, tan ausente? Yo no me atrevo a aventurar una respuesta que recoja las causas con alguna amplitud, pero sí creo que nos puede ayudar echar un vistazo a estos tres puntales en los que se sostiene la vida de todo hombre: ser, hacer, tener.
Comencemos por el ser. Nuestro ser es un ser personal caracterizado por varias notas, una de las cuales es la imperfección, en el sentido de inmadurez o inacabamiento. Venimos a este mundo en una situación muy precaria, con una dotación suficiente para la vida, pero con un inmenso desvalimiento, sin más capacidad que la de llamar la atención sobre nosotros mismos. Nacemos sin hacer del todo y vamos, en distintos grados, permaneciendo inacabados a lo largo de toda la vida. En todo momento somos, pero sin ser del todo; vamos siendo. Esta nota de radical imperfección hace que seamos perfectibles, crecederos, educables, seres en tránsito desde el no-ser al ser. Desde este enfoque, toda nuestra vida no tiene otro cometido que el de llegar a ser quienes estamos llamados a ser: nosotros mismos. Ese es el único oficio y esa la única tarea para cada hombre. A cualquiera que, con vistas al fin global de su existencia, se pregunte qué tiene que hacer en esta vida, se le puede responder, sin miedo a errar: sé tú mismo, acrecienta tu ser, perfecciónalo. Añadamos a este dato inicial que nuestro ser, por ser vivo, es dinámico y cuando no crecemos, decrecemos, pues en los seres vivos la estanqueidad no existe.
Tomo prestadas estas palabras pronunciadas por el cardenal Ratzinger en una conferencia dada en diciembre del año 2000, sobre el tema de la nueva evangelización, a un grupo de catequistas y profesores de religión en Roma. Decía así: “La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto incompleto, que es preciso seguir realizando. La pregunta fundamental de todo hombre es: ¿Cómo se lleva a cabo este proyecto de realización del hombre? ¿Cómo se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el camino que lleva a la felicidad?” A mi parecer, la idea de vida feliz de muchos de nuestros contemporáneos ni incluye el concepto de sencillez ni se cree que tenga relación alguna con él, y por eso, aunque teóricamente la sencillez pueda parecernos bien, en la práctica preferimos dejarla de lado, si acaso para otros, cuya idea de felicidad probablemente no compartimos.
Esas preguntas del entonces cardenal son preguntas muy abiertas, tanto que no se pueden despachar con una respuesta cerrada, por interesante que pudiera ser. Como propuesta para la reflexión sobre la vida feliz, diremos que existe una estrecha relación entre el concepto de sencillez y el de ser. El olvido del ser y la vida complicada corren paralelos y se realimentan mutuamente. Trataré de explicarme.
Casi sin darnos cuenta, de los tres puntales señalados (ser, hacer, tener), ya han entrado en juego los dos primeros. Si en la perspectiva del sentido global de la vida nos planteamos la pregunta ¿qué tengo que hacer?, podemos responder con el poeta Píndaro: “Llega a ser el que eres”. La pregunta y su respuesta evidencian la estrechez de la relación entre estos dos verbos fundamentales, ser y hacer. He oído muchas veces que lo importante en la persona no es lo que hace sino quién es. Es una afirmación verdadera y suena bien, pero en ella hay un gran riesgo para el pensamiento, porque dicha así, sin matizaciones y sin explicar nada más, oculta algo que también es verdad y es la estrechísima relación existente entre el ser y el hacer. Es evidente que ser y hacer no son lo mismo, pero hay una influencia recíproca de uno en otro, hasta el punto de poder decir que, por una parte, el hacer depende en todo momento del ser, y, por otra, el ser sin el hacer se atrofia, se queda en nada. No sé si en la vida inmortal podrá darse el ser sin el hacer, pero aquí en la tierra es imposible. El hecho de que seamos perfectibles, de que tengamos que ir progresando poco a poco en nuestro propio ser, nos exige un hacer continuo porque no hay otra manera de construir y perfeccionar naturalmente nuestro ser que no sea a través de las obras. Lo que nos construye -y también lo que nos destruye- son nuestras obras. Ese crecimiento continuo al que estamos llamados solo es posible mediante nuestras buenas obras. (Habría que distinguir entre hacer y obrar, entre la mera actividad y la obra, porque son cosas distintas, pero permíteme, lector, que pase por alto esta importante cuestión porque si entrara en ella, perderíamos el hilo y el propósito de tratar sobre la sencillez).
Damos ahora un paso más. Decimos que para que nuestro ser crezca, son imprescindibles las buenas obras, pero ahora hay que añadir que para realizarlas necesitamos medios, es decir, necesitamos “tener”. El campo del tener también es amplísimo, y también nos resulta obligado pasar por él de puntillas, pero quedémonos solamente con que para obrar hay que tener. ¿Tener qué? Cualidades, fuerzas, información, conocimientos, vocación, deseos, tiempo, herramientas (en el sentido de objetos diversos), dinero…
Aunque muy sucintamente, hemos presentado los tres ámbitos principales en los que se desarrolla la vida de la persona. Veamos ahora cuál es el papel de la sencillez en todo esto, que es decisivo.
- En relación con el ser, la sencillez es imprescindible para tener conciencia clara de qué y quiénes somos, y qué y quiénes hemos de ser. No es cosa fácil ni de poca importancia porque hay que saber en qué consiste ser hombre para vivir como tal. ¿Cómo vamos a llegar a ser nosotros mismos sin conocernos? Puede parecer que todo el mundo sabe qué y quién es, pero ya los griegos, tan amantes de la sabiduría humana y tan dados al empleo de la razón, barruntaron que eso de conocerse a sí mismo debía tener su complicación. Se dice que, en el frontis del templo dedicado a Apolo en la ciudad de Delfos, que era la sede de su principal oráculo, habían grabado esta máxima: “Hombre, conócete a ti mismo”. Aunque no nos consta con seguridad que fuera así porque las fuentes documentales son escasas y débiles, basta con su probabilidad para que lo hayamos dado por bueno y para ver en ello un indicador evidente de la dificultad y la importancia del autoconocimiento.
En cualquier caso, sí hay dos datos que muestran que el conocimiento de sí mismo es muy complejo y que, a cierta profundidad, no está asegurado de ningún modo. Por una parte, está el hecho de que no se logra con facilidad. Aunque la aparición del autoconcepto viene dada en la primera infancia de manera espontánea, con las primeras relaciones que mantiene el niño con las figuras de apego (habitualmente los padres), el logro de un autoconcepto bien asentado necesita, como todo aprendizaje, de mucho tiempo y de mucha experimentación, con aciertos y errores. La prueba de que nos falta conocimiento de nosotros mismos está en la cantidad de veces que nos sorprendemos de nuestras propias reacciones y de nuestra conducta, en ocasiones gratamente, y en muchas otras, no tanto.
Por otra parte, está el capítulo de los problemas de identidad, más numerosos de lo que a primera vista podría parecer, y las complicaciones que acarrean, que no son de fácil solución.
La psicología y la pedagogía han tratado ampliamente del autoconcepto, pero, sin descartar ni desmerecer sus aportaciones, las voces más autorizadas, en mi opinión, las encontramos en las enseñanzas de los grandes místicos. Al menos, a mí me parece que son los místicos los que ofrecen una doctrina más sólida y, por tanto, más garantías. Para esto podríamos acudir casi a cualquier místico reconocido, pero por señalar dos ejemplos autorizados, me referiré a dos doctoras muy conocidas, Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Jesús, maestras excelsas de vida interior. Ambas coinciden en ponderar el conocimiento de uno mismo, y ambas enseñan dos puntos que son fundamentales: uno, que este conocimiento propio solo se da a la luz del conocimiento de Dios, y dos, que necesariamente está ligado a la virtud de la humildad que por una parte es condición ‘sine qua non’ y, por otra, fruto del conocimiento de sí. Por razones de cercanía, y por brevedad, me limitaré a citar solo a Santa Teresa, pero no quiero dejar de hacer notar que esta cuestión del conocimiento de uno mismo es uno de los pilares de la espiritualidad de Santa Catalina de Siena, al que hace referencias continúas en su obra “El Diálogo”.
Santa Teresa de Jesús, en el arranque de “Las Moradas”, dirigiéndose a sus monjas les dice lo siguiente: “No es pequeña lástima y confusión que, por nuestra culpa, no entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos. ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es, y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procuramos saber qué cosa somos”. Y líneas más adelante, dirá que “es gran cosa el propio conocimiento” (Moradas primeras, capítulo 1). La relación del propio conocimiento con la sencillez, viene establecida, según Santa Teresa, a través de la virtud de la humildad, y aunque entre sencillez y humildad no hay una identidad absoluta, es tanto lo que tienen en común, que por ahora las vamos a tomar como si fueran iguales. Veamos cómo se expresa la santa avileña un poco más adelante. Dice así: “Es cosa tan importante este conocernos que no querría en ello hubiese jamás relajación, por subidas que estéis en los cielos; pues mientras estamos en esta tierra no hay cosa que más nos importe que la humildad (…) y a mi parecer jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios” (capítulo 2).
El gran problema que presenta el conocimiento de sí está en que uno mismo es el cognoscente y lo conocido, con lo cual no hay modo de separar el sujeto y el objeto de conocimiento, ni hay modo tampoco de descontaminar el entendimiento del cognoscente de su propia subjetividad ya que el entendimiento es biográfico, lleva acumulada la experiencia del propio yo sin poder desprenderse de ella. Por eso, el conocerse no puede ser el resultado de un programa de introspección, por muy finos que sean los análisis psicológicos que uno pueda hacer sobre sí. No está la cosa en mirarse, por más que sea inevitable y además convenga hacerlo. Desde esta perspectiva, no parece, pues, ninguna salida de tono que la santa diga que, para conocernos, hemos de conocer a Dios. Ahora se nos descubre la sencillez como la gran puerta, la única puerta, para el conocimiento propio. Si es cierto que “jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios” y por otra parte sabemos que Dios, Sencillez Infinita, solo puede ser conocido por las almas sencillas, hay que concluir, necesariamente, que la sencillez es imprescindible para que podamos crecer en nuestro propio ser, para que podamos encaminar nuestros pasos a ser nosotros mismos. Por este motivo el concepto de sencillez hay que situarlo como uno de los elementos de la vida feliz, como el elemento radical y originario de ese arte de vivir por el que se preguntaba el cardenal Ratzinger.
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