Cada primavera, cada Semana Santa, las procesiones que interrumpen la circulación de mis calles logran reavivar una llama que, al final del curso, el cansancio suele apagar. Y, sin embargo, basta con ver salir a mi Nazareno —al que tengo cada día a mi lado en la misa de las nueve— para que algo en mí despierte. Después de todos esos días en que está solo, quieto, incluso parece que olvidado, doy gracias. Doy gracias porque un año más puede ser alabado, y le pido fuerzas para ayudar a que cada vez más personas lo sigan.
Y es que, en este tiempo donde tanto se comparte y se mide en «me gustas» y seguidores, quienes trabajamos con las nuevas redes sabemos que cuando quieres de verdad a alguien, no te conformas con seguirlo tú. Lo impulsas. Difundes lo que dice, lo haces llegar más lejos. Incluso experimentas esa mezcla de orgullo y celos santos cuando alguien a quien tú le presentaste, ahora lo sigue con más entrega que tú mismo.
Algo parecido ocurre al ver cómo los más pequeños viven esta semana. Me conmueve profundamente la ternura y el cariño con que miran las imágenes, con esa capacidad intacta de asombro que los acerca, sin darse cuenta, al misterio. Porque ellos, aunque aún no lo sepan explicar, ya están abiertos a la trascendencia. Y muchas veces es la belleza —esa belleza que desfila por nuestras calles— la que les muestra el camino.
Recuerdo una primavera pasada, mientras regresábamos de una procesión, cuando un niño miró a su padre con los ojos aún abiertos de par en par y le dijo: “El año que viene no dejaremos que le vuelvan a hacer eso”, después de ver a Jesús atado a la columna. Aquella frase, tan simple y tan profunda, me dejó sin palabras. Pensé que ese deseo —tan fuerte, tan inocente— tiene el poder de consolar al mismo Cristo. Esos corazones pequeños, limpios, movidos por un amor sincero, son bálsamo para sus llagas, alivio en su Pasión.
Porque cuando un niño se conmueve así, no es solo emoción pasajera. Es el comienzo de una compasión verdadera, de una fe que ya empieza a dolerse con el que sufre. Y entonces me pregunto: ¿cómo no va a ser eso consuelo para el Señor? ¿Cómo no va a reconfortarle ese amor que no busca explicación, que simplemente quiere protegerle?
Y si ese gesto infantil tiene tanto valor, ¿cuánto más si nosotros, los adultos, empezamos también a mirar con ojos así? No se trata de entenderlo todo, sino de amar más. De estar ahí. De acompañar. Si un niño promete que no permitirá más dolor, yo también quiero comprometerme: que este año, con mis actos, con mi vida, intente aliviarle un poco la cruz.
Quizá por eso, tantos nuevos formatos de retiros y encuentros insisten en no dejar todo en manos de la razón. Porque la fe entra también por el corazón. Y cada primavera, cuando escucho a la Brilat cantar «Una madre no se cansa de esperar» frente a la imagen de una madre que contempla a su hijo, algo se desborda dentro. Es alabanza, es gratitud, es súplica… y también es ese perdón que se asoma solo, porque en medio del silencio aparece el peso de los errores del año.
Y ahí están mis hijos, acompañando al Nazareno. Yo los miro y le pido, muy bajito, que siempre los tenga así de cerca. Y siento, muy dentro, como si Él mismo respondiera: “No te canses de pedírmelo cada día.”
Sí, es cierto que muchos solo se acuerdan del Señor, o de su Madre, en estos días. Pero lejos de juzgar, eso me empuja aún más a seguir celebrando la Semana Santa con toda la belleza y solemnidad que merece. Que nuestras calles se llenen de imágenes sagradas, de cantos, de incienso, de emociones sinceras. Porque si los sentimientos nos llevan al amor verdadero, entonces valen. Entonces son camino.
¿Folclore? ¿Tradición? Tal vez. Pero, ¿qué importa si nos conducen a la oración? Why not?
Y yo te invito a la Semana Santa de mi ciudad, la más andaluza del norte, la de Ferrol, la mía.
En Ferrol, la Semana Santa no es solo tradición: es un encuentro íntimo con Cristo, una catequesis que emociona, una fe que se canta, se llora y se camina. Compartir en X