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Seis euros, ¡y a vivir!

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Vamos a pensar, hermano, mi hermana del alma. Ya sabes que con mis artículos te hago rumiar… y de vez en cuando sonreír. Hoy quizás te pongas a llorar. Empecemos.

En realidad, no es más que una continuación, pues a esa persona que tú sabes no le gusta tu nombre, y a cambio, te llama por el mote que le sale a ella y a su orgullo place… por más que sabe, porque le dices y le das a entender por activa y por pasiva, que a ti no te gusta. ¿Tan difícil es descifrar (ahora que están tan de moda los códigos QR) que lo mínimo que debe hacer una persona es respetar tu nombre y tu persona? Cada uno que piense y actúe como le dé la gana, somos libres: ¡allá él!; pero que no pretenda arruinar tu identidad y tu mundo, que es fruto de tu libertad. No es muy difícil entender que, si quiere que le respetes su libertad, debe también ella respetar la tuya. Lo que ocurre es que ese tipo de personas suelen hacer trampas en el juego, escondiéndose cartas.

Pienso que el problema de raíz que tienen esas personas que no te respetan es que tienen el intelecto y su mundo interior tan pobre y limitado y el orgullo tan inflado que solo ven el mundo a través de un color, y por eso no es que no puedan aceptar otros colores, sino más bien que para ellos no existen, y por tanto deben nivelarlos a su antojo, pues les hace tambalear su ego advertir que alguien brilla más que ellos.

Aun suscribiendo todo lo expuesto hasta aquí, te diré que, en realidad, esa pobre gente que solo ve un color no es que no advierta el tuyo, sino que ¡no-quiere-verlo! Es como el tirón que uno siente cuando el sexo opuesto le sugiere sexo ilícito: sabe que es pecado aceptarlo, pero no deja de sentir el tirón; sabe que es libre de aceptar ese sexo, pero también sus creencias le advierten de su ilicitud; por eso, si es de los que juegan a dos cartas, fácilmente acaba cediendo al subidón: ¡su ego ha ganado!

Pues lo mismo ocurre con quien te envidia: además de no querer ver tu color, se permite demoler tu identidad. Y, como no tiene criterio ni norte, acaba el día diciéndose: “¡De algo hay que morir!”, y no se da cuenta de que ya está muerto, víctima de su ego. Orgulloso de su idea fija, se encierra en sí mismo y se protege con sus iguales; y juntos, van a por ti.

Consecuencias mil

¿Qué trae consigo esa mentalidad aparte de guerra? Seis euros por sudar jornada de diez horas de brega, no más. ¿Que no es cierto? ¿Qué me dirías si te dijera que el propietario del bar donde ese abusado camarero regala sonrisas a pesar de su humillación, va (sin serlo, como resulta evidente) de señorito? ¿Y que lleva relampagueando por diestro y por siniestro un reloj que pesa oro? Es un nuevo rico que se ha construido una casa a todo tren con el dinero robado en “muchísimas empresas” como su querido bar, y que gusta de alardear de sus posesiones para seducir a tu hipotética ponderación, por aquello de que, si él te las pasa por los morros, supone que tú le respetarás como un auxiliar a su presidente. Tan disparado va en su conversación telefónica contigo, que a consecuencia de que te aplasta con su discurso en voz de pito sin dejarte replicar ni escucharte un mínimo, acabas colgándole el teléfono.

Días después, te reconoce por la calle y te muerde las agallas sin soltar tu pescuezo, a modo de león rugiente, y te reprocha tu falta de educación: es una salida como otra para seguir imponiendo su ego, a modo de aquella persona que cuando le preguntas que por qué no se ducha, va y te lanza: “Es que, si me ducho, me ensucio”. Va por el campo vestido de ciudad y por la ciudad acicalado como una reina: ¡es quiero y no puedo! Similar a aquel pendenciero que, al igual que siempre desde que te conoce te ha buscado las cosquillas, cuando te lo encuentras cual muñeco de trapo entre los comensales del bufet en una boda y no le cosquilleas el ego a su hermana −que te pretende−, su hermana va directa a difamarte a los novios, y él, vengando a su hermana, va y te espeta, despectivo con su aire superlativo: “Voy a dar vueltas”, dejándote plantado en medio del sarao, pero se va directo al grupo presidencial de las familias del desposorio a las que pertenece, se sienta en una silla central todo orgulloso y condescendiente, y no se levanta de ella en toda la noche. ¡Vaya brega!

¡Déjate de pamplinas y hazte un sitio y defiéndelo, hermano, mi hermana del alma, porque la vamos a liar! No es posible que se sostenga la injusticia reinante como una masa de nata en una base de pastel espumoso sostenida sobre un palillo en cada ángulo. Tristemente, te pronostico que no falta mucho para que se desplome el artilugio arrasando con los palillos y escampando toda la nata por nuestra cara y nuestro parqué de última generación.

Para tratar de superar el embrollo en que estamos metidos, nos iría bien releer el Himno a la caridad de san Pablo. Ahí va un extracto: “La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la Verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor 13,1-13). Es todo lo contrario al mundo que nos fagocita. Todo lo opuesto a seis euros por la brega de un día. ¿Te parece justo? ¡Reacciona!

Twitter: @jordimariada

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