Las nuevas generaciones se encuentran despojadas del anclaje que ofrece el pasado.
No hay historia que les preceda, no hay tradición que les cobije, no hay tragedia que les ilumine.
Y en esa desmemoria, se consuma una fatalidad más profunda: la de una humanidad que olvida su propio significado.
Ciudades mudas
Como cantan los ancianos de Tebas: «Aunque los tontos honren a los impíos, en sus ciudades no canta ningún poeta trágico».
Este verso, denuncia una verdad incómoda.
Sin la capacidad de reconocer lo transcendente, sin la disposición a abrazar la tragedia como forma de conocimiento, nuestras ciudades se han vuelto mudas.
La ausencia de poetas trágicos entre las lecturas actuales no es solo una carencia estética o académica; es un síntoma de una enfermedad espiritual más profunda.
Las raíces, entendidas como ese entramado invisible de historias, valores y memorias que sostienen nuestra existencia, no son meros vestigios del pasado. Son el suelo donde germinan nuestras aspiraciones y nuestras angustias.
Despojadas de este sustento, las nuevas generaciones se ven obligadas a inventar su sentido desde el vacío, un vacío que rara vez encuentra palabras para expresarse.
De esta forma, la tecnología y las redes sociales se convierten en una suerte de espejismo: un escenario donde se proyectan identidades frágiles, desconectadas del drama humano que debería nutrirlas.
La piedad no puede florecer sin raíces
Esta desconexión no es casual. En nuestra obsesiva negación de transcendencia y búsqueda de «progreso», hemos reducido la historia a un simple dato, a un recurso utilitario según conveniencias que puede ser descartado cuando ya no sirve a nuestros fines programados.
En ese acto de violencia de memoria, hemos desarraigado a las generaciones presentes, arrojándolas a una existencia donde lo efímero vende falsa felicidad, y donde la piedad, en su sentido más profundo, ha sido mentalmente censurada.
La piedad, la cual conjuga el respeto, la reverencia y la compasión, no puede florecer sin raíces.
Porque la piedad no es solo una inclinación emocional o de fe; es también un acto de conocimiento.
Reconocer el sufrimiento de los que nos precedieron, honrar sus luchas y sus fracasos, es también un modo de asumir nuestra propia fragilidad.
Sin ese reconocimiento, sin esa apertura a las lecciones de la tragedia, nos convertimos en sombras que vagan sin propósito y sin dirección.
La importancia de las historias trágicas
Quizá el camino de retorno esté en la recuperación de las historias trágicas. No solo aquellas que nos entretienen, sino las que nos desafían, las que nos enfrentan con las preguntas fundamentales de la existencia.
Los mitos griegos, las epopeyas medievales, las narrativas de resistencia y exilio que pueblan la memoria colectiva de los pueblos: todas ellas son portadoras de un conocimiento que trasciende lo individual.
En sus símbolos y arquetipos se encuentra el rastro de nuestras raíces, ese rastro que ayuda a devolvernos el sentido perdido.
Es necesario que las generaciones actuales redescubran la grandeza de lo trágico. Necesitan más que simulacros de felicidad y éxito; necesitan confrontar el abismo, no para sucumbir a él, sino para comprenderlo.
Necesitan poetas trágicos que les enseñen a nombrar lo inefable, abuelos que les relaten historias de derrota y redención, padres y profesores que les guíen en el arte de vivir.
Necesitan saber que las raíces no son cadenas, sino puentes hacia una humanidad compartida.
Al final, la tragedia no es solo una forma de arte o una construcción intelectual. Es una herramienta de autoconocimiento, un espejo que refleja nuestras contradicciones y nuestras posibilidades.
Si logramos recuperar nuestras raíces, si volvemos a escuchar el canto de los ancianos de Tebas, quizá podamos intuir Aquello que nos reconcilia con el pasado, nos ancla en el presente y nos abre al misterio del porvenir.