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Somos testigos de una gran herida histórica: el aborto

Familia

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Esta conmemoración, tan arraigada de los Santos Inocentes en nuestra cultura, adquiere hoy una vigencia desgarradora al contemplar los datos que sacuden nuestro país: 103.097 abortos se han llevado a cabo en España durante el año 2023.

Basta mirar esta cifra para sentir, en lo más hondo, el estremecimiento de una barbarie que no debería tener cabida en una sociedad que se precia de moderna y humanitaria.

Algunas personas se agarran a que vivimos en una democracia, que cada mujer es libre de decidir sobre su cuerpo y que, en un estado de derecho, la ley ampara esta práctica. Sin embargo, la ley, lejos de ser un fin en sí mismo, debe someterse a la verdad moral, a la realidad más profunda de la naturaleza humana.

Cuando la ley ignora la dignidad inviolable de la persona, se convierte en un lastre que ensombrece nuestra civilización y, con el paso del tiempo, la historia acaba situándola en el lugar correspondiente. De la misma forma que hoy nos resulta inconcebible que las legislaciones de épocas pasadas permitieran la esclavitud o la segregación racial, todo apunta a que, con el tiempo, veremos el aborto tal y como es: un atentado masivo contra la vida humana, un auténtico genocidio.

No es libertad es asesinato

El día de los Santos Inocentes es una fecha eminentemente simbólica: conmemoramos a aquellos niños que fueron injustamente arrancados de la vida por las pretensiones tiránicas de un rey.

Salvando las distancias históricas, no podemos obviar el paralelismo con la tragedia que se repite miles de veces en el vientre materno.

Terminar con la existencia de un hijo no es una simple «decisión personal».

No se trata de optar sobre un peinado, un vestido o un trabajo.

Se trata de dirimir si un ser humano, con un ADN único e irrepetible, va a tener la oportunidad de vivir, de reír, de soñar, de amar, o si, por el contrario, su vida quedará segada antes de pronunciar su primer llanto.

Esa decisión no recae solo sobre el cuerpo de la mujer, sino que implica ineludiblemente a otro cuerpo, a otra vida.

Negar esta realidad biológica y moral es taparse los ojos ante lo obvio, y es un imperativo ético proclamarlo incluso cuando ello comporte incomprensión o rechazo.

La sociedad española se jacta de su falso progreso. Sin embargo, ¿Cómo podemos definirnos un estado de bienestar cuando a miles de seres humanos se les arrebata el primer derecho de todo ciudadano, el derecho a la vida?

Bajo el amparo de leyes que, lejos de proteger al más débil, lo condenan, caemos en una incoherencia profunda.

De poco sirven los discursos rimbombante si no reconocemos la dignidad primordial de la persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural.

Una gran herida histórica

Es cierto que muchas mujeres atraviesan situaciones límite –económicas, sociales o emocionales– que las pueden empujar a tomar la trágica decisión de abortar. Precisamente por ello, la sociedad debe arbitrar todos los medios para acompañarlas, apoyarlas y ofrecer alternativas que eviten el trauma y el sinsentido de terminar con la vida de un hijo.

Mientras no existan soluciones de este tipo, seguiremos instalados en una cultura del descarte, que aniquila a quien resulta «incómodo» en nombre de una supuesta autonomía personal.

Desde la perspectiva jurídica, el asunto revela una profunda discordancia entre la norma y la ética más elemental. La ley, en una sociedad bien constituida, debería servir para tutelar los valores y principios que nos unen como comunidad.

Sin embargo, en el caso del aborto, se produce una fractura aterradora: la legislación, en vez de defender al más débil, avala la posibilidad de exterminar a un ser cuyo único «delito» es vivir en el vientre de una madre que, por diversas razones, no puede o no quiere acogerlo.

La dignidad humana no es una mera convención social: bebe de la realidad objetiva de que todo ser humano es único, valioso y con un potencial extraordinario para amar y ser amado.

En este día de los Santos Inocentes, no podemos sino reclamar con voz firme que la ley siga el sendero de la verdad moral.

El aborto, por más que se disfrace de derecho, no deja de ser la eliminación de una vida humana en gestación.

Somos testigos de una gran herida histórica, de la cual no nos curaremos si no reconducimos el rumbo.

La historia coloca todo en su lugar, y no será distinto con este drama. Dentro de unos años, miraremos atrás y nos horrorizará la frialdad con la que se legitimó la muerte de tantos niños. Entenderemos que ningún supuesto derecho puede imponerse sobre la vida del más vulnerable y que el auténtico progreso humano nunca puede basarse en la negación de la existencia de otro.

Terminar con la vida de tu hijo no es una cuestión de libertad propia: es decidir sobre una vida ajena, condenándola a la inexistencia.

Por ello, al honrar hoy a los Santos Inocentes ¡defendamos siempre la vida!

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