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San Agustín: interioridad, libertad y sentido

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Introducción

Aun a riesgo de parecer superficial cualquier intento de justificar la inclusión de San Agustín de Hipona en esta obra, es conveniente destacar en qué aspectos esenciales contribuyó a configurar tanto el pensamiento especulativo como la orientación vital de la cultura occidental.

Varios son los motivos que por sí solos servirían para tal propósito. Pero aun a riesgo de simplificación, pueden ser destacados tres aspectos. En primer lugar, San Agustín es el gran descubridor de la vida interior. No sólo de la autobiografía como género literario, sino, mucho más allá de eso, descubridor del gran misterio de la memoria de sí como escenario privilegiado para el encuentro con Dios. En segundo lugar, San Agustín es el gran defensor de la realidad. Frente a gnosis y maniqueísmos, San Agustín reafirma la naturaleza universalmente buena de todas las criaturas, reflejo de la bondad de su Creador. El mundo ya no es un castigo ni el existir una condena. En conexión con ello, San Agustín, doctor de la Gracia, es el gran defensor del libre albedrío. Y como el mal no es el constitutivo de la realidad ni el hombre está oscuramente determinado por fuerzas ciegas sino creado libre por las manos de un Dios que espera una respuesta amorosa, la Historia se convierte en el escenario de una aventura extraordinaria, irrepetible e irreversible, tanto para cada individuo en particular como para sociedades enteras. En tercer lugar, San Agustín es el gran pensador del orden. Y el hombre interior descubre una realidad que apunta a Dios, único capaz de dar sentido al paso del hombre por este mundo.

La propia vida de san Agustín es el mejor ejemplo práctico de estos puntos nucleares de su doctrina. Para conocerla disponemos no sólo de la tarea de los biógrafos, desde la de su amigo San Posidio hasta las muchas publicadas en el último siglo. Disponemos, por supuesto, de su pequeña gran obra maestra: difícilmente encontraremos un libro que haya influido tanto en la configuración del imaginario occidental, especialmente en el orden práctico, como las Confesiones. En ellas encontramos al hombre interior, con su ascenso a través de las potencias del alma hasta Dios; encontramos el camino seguido desde la introspección para aclarar qué es la voluntad y qué no es, hasta la constatación de la unidad del querer; encontramos el estupor y la perplejidad del que investiga en los recovecos de la memoria y en los misterios del tiempo hasta llegar a las verdades de Dios y su eternidad. Los últimos tres libros de esa originalísima obra los dedica San Agustín a explicar, interpretando el Génesis, la Creación. Porque, para él, su conversión es inseparable de la constatación de la bondad de las criaturas. Y también encontramos, cómo no, la prueba de fuego de la acción de la Gracia sobre la naturaleza humana, naturaleza dotada de libre albedrío. El lector descubre con naturalidad tal acción en la persona misma de Agustín y su testimonio. Ni las Meditaciones de Marco Aurelio ni los episodios autobiográficos de algunos escritores paganos, ni siquiera los valiosísimos relatos autobiográficos de san Cirilo, san Hilario, san Gregorio Nacianceno o san Efrén habían alcanzado una viveza tan grande en la descripción del tejido de sentimientos, tan irracionales a veces, que se desenvuelven en el curso vital de una persona desde su infancia hasta su madurez. Por último, aquella aventura de la Historia irrumpe poderosamente en la vida de San Agustín y sus fieles en forma de noticias amenazantes: invasión bárbara de Roma, saqueo y violencias incluidas, diáspora de romanos paganos y cristianos… Y, lo peor, acusación de culpabilidad al cristianismo. Ocasión que no servirá para dejarle abatido sino, todo lo contrario, para contrarrestar con la redacción de una obra descomunal, La ciudad de Dios, con la que no sólo refutará la acusación sino que dará el golpe definitivo al paganismo, del que ya nunca Occidente volverá a oír hablar más que en formas sucedáneas y artificiales, voluntarísticamente construidas para combatir la imagen cristiana del mundo.

Aproximación a la persona y la obra de san Agustín

San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste, una pequeña pero próspera ciudad agrícola interior del norte de África, fundada por los romanos tres siglos antes. Su padre, al parecer, era funcionario del ayuntamiento y la familia vivía en una situación de relativa comodidad, aunque sin lujos y con períodos de estrecheces. A los seis o siete años empezó a estudiar, probablemente en una escuela dependiente del mismo concejo municipal, con los primi magistri, parecidos no sólo en el nombre a los actuales maestros de primaria. Enseñaban básicamente a contar, a leer, a escribir y a hablar en latín culto, muy diferente de lo que se hablaba en casa o en la calle. Así, la lectura y escritura del latín y del griego así como las matemáticas constituyeron los primeros pasos de su vida intelectual. Pasos, por cierto, muy desagradables en este gran atleta de la más alta sabiduría humana y divina. Él mismo lo dice refiriéndose a esa primera época escolar: “no gustaba yo de las letras y odiaba el que me urgiesen a estudiarlas” (Confesiones, I, 12, 19). Entre los siete y los catorce años fue instruido por los gramáticos, algo así como los actuales profesores de secundaria aunque sin coincidir en las edades, con los que empezó a deleitarse en el estudio, especialmente con la Eneida de Virgilio, que se sabía de memoria, pero también con Cicerón, Salustio, Terencio, incluso Homero. Aunque la lengua griega le resultó siempre especialmente áspera porque se la hicieron aprender “con vehemencia, con crueles terrores y castigos” mientras que la lengua latina la aprendió “entre las caricias de las nodrizas” de lo cual deduce con sorprendente lucidez pedagógica: “por aquí se ve claramente cuánta mayor fuerza tiene para aprender estas cosas una libre curiosidad que una medrosa necesidad” (I, 14, 23). Hacia los catorce o quince años había ya demostrado un talento intelectual notable hasta el punto de que su familia quiso enviarle a estudiar a Madaura, que era lo que hoy llamaríamos una ciudad universitaria con multitud de maestros especialmente de Literatura y Oratoria, en un contexto educativo dominado por las tradiciones estilísticas consolidadas durante siglos y que seguían en pie completamente al margen todavía del cristianismo. Tengamos en cuenta que, aunque la madre de San Agustín, Santa Mónica, era ya cristiana, no lo era su padre e incluso la misma madre estaba por entonces muy preocupada por el éxito académico y social de su hijo, como el propio San Agustín nos explica: “su cuidado fue solo de que aprendiera a componer discursos magníficos y a persuadir con la palabra (…) el padre, porque no pensaba casi nada de ti y sí muchas cosas vanas sobre mí; la madre, porque consideraba que aquellos acostumbrados estudios de la ciencia no sólo no me habían de ser estorbo, sino de no poca ayuda para alcanzarte a ti” (II, 2, 4; 3,8). Pero una crisis económica familiar pasajera obliga al adolescente a permanecer un año ocioso en Tagaste. Entonces no sólo se produce el famoso robo de las peras al que tanto jugo sacará en el segundo libro de las Confesiones elevando una anécdota juvenil a objeto de un sutilísimo análisis acerca de las motivaciones latentes y patentes del alma humana, sino también la adquisición de algunos vicios morales de los que no se liberará definitivamente hasta la etapa final de su conversión más de quince años después. Acabado ese año, logra los recursos para ir a estudiar a Cartago, ciudad costera y cosmopolita, “hervidero de amores impuros” (III, 1) donde las vanidades de la carrera académica y las esclavitudes del vicio carnal empezarán a ser tan patentes que santa Mónica entra en acción. No sólo siguiéndole físicamente de una ciudad a otra, sino, sobre todo, rezando y llorando por su hijo. Si San Agustín llegó a ser uno de los grandes pilares de la Iglesia y, por ende, de la civilización occidental fue, en primer lugar, porque santa Mónica fue dócil a los planes de la Providencia y nunca desesperó de obtener lo que le imploraba. Y aún más: aceptó recibir mucho más de lo que había implorado. Por eso habla el hijo de la madre como poseedora de una Sabiduría mayor que la de los filósofos ya que estaba “adoctrinada por Ti, maestro interior, en la escuela de tu corazón” (IX, 9, 21).

La lectura de una exhortación a la Filosofía escrita por Cicerón supuso el primer giro significativo en la auténtica odisea del espíritu experimentada por el santo y tan magníficamente narrada por él mismo en las Confesiones: “¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar el vuelo de las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí!” (III, 4, 8) Esta singularísima obra no solo cierra definitivamente la biografía antigua sino que abre un mundo de posibilidades creando un nuevo género, tan atrozmente parodiado por Rousseau como divinamente extendido por otra santa doctorada por la Iglesia, santa Teresa de Lisieux. Resultan las Confesiones algo así como la mejor carta de presentación del hombre interior, de la interioridad: “Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: ‘¿Tú quién eres?’ y respondí: ‘Un hombre’. He aquí, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una, interior; el otro, exterior. ¿Por cuál de estos es por donde debí buscar a mi Dios, a quien ya había buscado por los cuerpos desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar los mensajeros rayos de mis ojos? Mejor, sin duda, el elemento interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales, como a presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas que en ellos se encierran, cuando dicen: ‘No somos Dios’ y ‘Él nos ha hecho’. El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del exterior; yo interior conozco estas cosas” (X, 6, 9). La descripción de sus recuerdos de la infancia, adolescencia y juventud está llena de reflexiones acerca de la posibilidad de recordar no conceptos sino emociones. Pero ¿cómo podemos recordar emociones con la certeza de haberlas tenido pero sin ser ya afectados por ellas? San Agustín nos descubre todo el orden de las potencias interiores y, sobre todo, cómo esas potencias interiores son movidas eficazmente por la Gracia hasta el punto de que, aun habiendo sido borrado el pecado por el bautismo, podamos recordarlo con el gozo de constatar la acción purificadora del Nombre de Cristo, el cual añoraba ya San Agustín cuando leía a Cicerón o cuando simpatizó –durante casi una década- con los maniqueos. Podemos estar ciertos de haber deseado encontrar el Nombre de Cristo cuando, sin embargo, todavía no teníamos fe: “Grande es esta virtud de la memoria, grande sobremanera, Dios mío, Penetral amplio e infinito. ¿Quién ha llegado a su fondo? Mas, con ser esa virtud propia de mi alma y pertenecer a mi naturaleza, no soy capaz de abarcar totalmente lo que soy (…) Mucha admiración me causa esto y me llena de estupor” (X, 8, 15).

En sus años de adhesión, nunca total, al maniqueísmo, y siempre movido por un afán sincero de hallar la verdad, el núcleo de su inquietud era el modo de enlazar la existencia del mal, que él experimentaba constantemente en su propia vida moral, con la libertad humana y la acción de Dios. La confusión acerca de la verdadera enseñanza contenida en el dogma católico le privó durante años de un acercamiento definitivo a la fe verdadera. Haría falta el contacto con San Ambrosio en Milán para ser liberado de numerosos prejuicios que se lo impedían. Allí, sede de la familia imperial, había llegado Agustín atraído aparentemente en parte por promesas mundanas (la tranquilidad económica y el prestigio de una cátedra), en parte por planes anticristianos de Símaco, prefecto de Roma, quien probablemente pensaba que sería un peón brillante en las filas de los intelectuales contra la reputación arrolladora del obispo milanés. Pero, en realidad, no era sino la Providencia la que le conducía hacia el encuentro con San Ambrosio.

Ya antes en Roma, su relación con los maniqueos había quedado reducida a la exterior y superficial, especialmente tras la entrevista en Cartago con el líder maniqueo Fausto, quien no supo dar ninguna explicación convincente a tan vehemente buscador de la verdad. Quiso Dios que sus alumnos romanos, cuya superioridad intelectual y moral respecto a los cartagineses empujó a Agustín a cruzar el mediterráneo, fueran tan bien educados e inteligentes como mal pagadores, lo que contribuyó a su marcha al norte. Escuchando los sermones de san Ambrosio, en parte por pura curiosidad, en parte por un anhelo secreto no del todo reconocido de oír el Nombre de Cristo, descubre la inmensa riqueza contenida en la Escritura, a la que en su juventud había despreciado por acercarse a ella con mentalidad de retórico. El Génesis, los Profetas, los Evangelios… todo cobra una luz nueva con la exégesis ambrosiana. En paralelo, la lectura de obras filosóficas neoplatónicas, a menudo reelaboradas por autores cristianos, le permiten captar la realidad de lo inmaterial al modo de una ‘revelación’ extraordinaria que le aleja definitivamente del craso materialismo inconsistente del maniqueísmo. Desbrozado el camino de tantas malas hierbas acumuladas por años de formación tan erudita como tremendamente falsa, Agustín llega entonces preparado a la lectura de las cartas paulinas: “Así, pues, cogí avidísimamente las venerables Escrituras de tu Espíritu, y con preferencia a todos, al apóstol Pablo… Y comprendí y hallé que todo cuanto de verdadero había yo leído allí [en los platónicos], se decía aquí realzado con tu gracia, para que el que ve no se gloríe, como si no hubiese recibido, no ya de lo que ve, sino también del poder ver” (VII, 21, 27). Su conversión intelectual era completa. Su agudeza le permitía distinguir claramente lo verdadero de lo falso en el platonismo así como la distancia abismal entre lo que éste enseña y la sabiduría del Espíritu Santo. Pero quedaba el lastre de una vida moral desordenada muy prolongada en el tiempo. Faltaba el ‘experimento’ crucial que iba a corroborar todo lo que intelectualmente había ya descubierto, faltaba un hecho extraordinario, la célebre escena en un jardín de Milán, el tolle lege, toma y lee de unas misteriosas voces infantiles que le mueven a abrir la Carta a los Romanos donde San Pablo dice: “no en comilonas ni embriagueces, no en lechos ni en liviandades, no en contiendas ni emulaciones, sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos” (Rm 13, 13). En ese mismo momento la voluntad de San Agustín, movida de un modo singularísimo por la gracia, realiza un movimiento firme, incontestable, definitivo. Es la libertad humana respondiendo, por fin, a la iniciativa divina. Respuesta que va a ser confortada y consolidada por Dios hasta el punto de convertir a San Agustín en el gran Doctor de la Gracia, iluminando con su Doctrina a los fieles contemporáneos y a los de todas las generaciones posteriores, denunciando los orgullos farisaicos del pelagianismo y las mentiras interesadas del maniqueísmo. Se bautizó en la Pascua del año 387 y, aunque hubiera preferido consolidar sus proyectos de vida monástica, se encontró a los pocos años, casi a regañadientes, convertido en obispo de la ciudad de Hipona, en la costa sur del mediterráneo. En un sermón explica el santo cómo había llegado a esta ciudad exclusivamente movido por el deseo de fundar un monasterio y cómo evitaba las ciudades donde no había obispo, para que no le obligaran a él a serlo. En Hipona había obispo, Valerio, por lo que según las costumbres de entonces no podía temer nada San Agustín. Pero tanto Valerio como la comunidad católica, no perdieron la oportunidad de ordenarlo presbítero y retenerlo hasta hacerlo obispo. Le necesitaban para contrarrestar a la abundante masa de donatistas que controlaba la ciudad así como el reciente establecimiento allí de la secta maniquea. Así que, una vez más, San Agustín tuvo que aparcar su intención inicial y ponerse en manos de la Providencia. Y es que no olvidemos el dato: durante más de treinta años estuvo buscando, pero durante más de cuarenta estuvo sacando rendimiento del tesoro encontrado. Fue en su vida como obispo donde creció y creció su conocimiento teológico, su sabiduría pastoral, y, sobre todo, su santidad. Su preocupación eran, principalmente, sus fieles. Nunca volvió a cruzar el mar, nunca ocupó cargos en Roma. Y para atender lo mejor posible a sus fieles, se esforzaba en resolver cuestiones, aunque tuviera que pasarse las horas en vela dictando a varios ayudantes varias obras a la vez. Pero era tan grande la profundidad con que San Agustín resolvía cuestiones que algunos de sus escritos se convertían en olas que cruzaban, ellos sí, no sólo el Mediterráneo sino el mundo entero. Por eso diría tiempo después Santo Tomás de Aquino: “Además, debemos escuchar no sólo a uno, sino a muchos, porque dice S. Pablo en 1 Co 12, que hay gracias diversas. Uno solo no está avanzado en todas. San Gregorio supo mejor de moral, san Agustín de resolver cuestiones, y san Ambrosio de alegorías. Lo que no aprendes del uno, lo aprendes del otro.” (Sermón puer Iesus, pars III)

El escrito De Doctrina Christiana, en sus contenidos y en el proceso de su ejecución, sirve como piedra de toque para entender al doctor y al obispo, en definitiva, al santo. Lo empezó a escribir al principio de su episcopado. La intención principal del libro no es tanto presentar el dogma católico en síntesis, como podría sugerir una traducción literal del título, sino explicar cómo se ha de explicar el dogma cristiano, especialmente por lo que hace referencia a la interpretación de la Escrituras. Se percibe así la preocupación pastoral de san Agustín. El obispo Valerio, por ejemplo, desconocía el púnico, lengua habitual de los hiponenses, y no era un dechado de elocuencia precisamente. San Agustín capta rápidamente las necesidades de su grey y pone los medios para que los sacerdotes y los futuros obispos tengan un instrumento metodológico, por decirlo así, al que agarrarse cuando no sepan ni por dónde empezar a preparar un sermón o una discusión pública con cualquier hereje. Y, sin embargo, eran tantas las urgencias en sus múltiples ocupaciones como obispo y en el combate contra donatistas, maniqueos, etc., que la obra la dejó inacabada hasta que revisando todos sus escritos unos años antes de morir, las famosas Retractationes, se encuentra con fuerzas para darle término, hasta tal punto su prioridad era su misión episcopal y hasta tal punto su sentido de la responsabilidad le hace sentirse obligado a acabar una obra singular precisamente por el servicio pastoral que debía rendir. Otra obra de trascendencia en esta misma línea fue De catechizandis rudibus. Buscando iluminar a los más rudos el que había sido retórico de profesión huye del efectismo y de las poses estéticas. ¿Qué más da pronunciar una palabra sin seguir las reglas de los lingüistas si es para que le entiendan a uno quienes no saben nada de Quintiliano ni de Catón? Y en cuanto a los contenidos, su esfuerzo por hacerse inteligible al más humilde de los entendimientos es paralelo a su esfuerzo por entender hasta donde sea posible para fortalecer la fe (intellego ut credam) del mismo modo que, sin la fe, nada seríamos capaces de entender (credo ut intelligam). Con estas obras rompe definitivamente el nudo esterilizador que en algunos momentos podía retener la cultura cristiana por su sustrato grecorromano. Lo importante ya no es la fidelidad al latín de los clásicos sino evitar las ambigüedades e incomprensiones por parte de los fieles. Si éstos, carentes de formación técnica, dan por más ‘latina’ una expresión en un latín mediocre que otra de Virgilio, en el sentido de que entienden mejor lo que con ella se significa, por supuesto hemos de quedarnos con aquella: “tan grande es el valor del trato con alguna cosa para aprender, que los mismos que fueron como criados y alimentados en las santas Escrituras se maravillan más de otras expresiones y las tienen por menos latinas que las que aprendieron en las Escrituras y no se hallan en los autores latinos” (De Doctrina christiana, II, 14, 21).

La tarea de purificación de la cultura clásica requería la reorientación de todas aquellas utilidades técnicas que él, como profesor de Retórica, había aprendido, dominado y enseñado durante años. Eran técnicas y, por tanto, solo medios, que en sí mismos no se oponían en nada al cristianismo. Pero en ocho siglos habían llegado a adquirir el rango de una auténtica sabiduría tan imperecedera como inigualable. Su campo de aplicación era principalmente el de la mitología politeísta (dioses, héroes, hombres y bestias incluidos). Y su modo de adquisición era el que combinaba una violencia catoniana antinatural al principio con una competencia individualista infantil entre los proficientes al final. Esto último era superado por san Agustín cada día en el ejercicio prudente de su magisterio, alejado ya para siempre de las rivalidades y envidias de épocas anteriores. Pero la superación del paganismo exigía un esfuerzo adicional. Desde la distancia histórica, a veces excesiva, puede resultar difícil entender el celo puesto por san Agustín en tal empresa. Pero las críticas procedentes de autores tan profundos como Celso o Porfirio, cuyas obras habían sido redactadas teniendo como principal objetivo la refutación del cristianismo, exigían un esfuerzo de la misma altura. San Agustín, poniéndose día a día al alcance de los más simples, se ponía a sí mismo a la altura de los más orgullosos para poderles combatir de frente y mostrarles lo equivocado de sus posiciones, sin una partícula de orgullo y con toda la conciencia de su dependencia respecto al Redentor del género humano. El año 410 ocurrió algo que propició su combate intelectual más trascendente: “…Roma fue destruida por la invasión e ímpetu arrollador de los godos, acaudillados por Alarico. Los adoradores de muchos dioses falsos, cuyo nombre, corriente ya, es el de paganos, empeñados en hacer responsable de dicho asolamiento a la religión cristiana, comenzaron a blasfemar del Dios verdadero con una acritud y un amargor desusado hasta entonces. Por lo cual, yo, ardiendo en celo por la casa de Dios, tomé por mi cuenta escribir estos libros de La ciudad de Dios…” (Retr., 2, 43) Esta gran obra –magnum opus et arduum la califica él mismo- representa la cristalización de toda una vida dedicada a servir a Cristo en la Iglesia. La situación que se encontró san Agustín al asumir la Iglesia de Hipona se puede comparar a la evolución general de la Iglesia católica en el tránsito de la antigüedad a la Edad media. La catedral estaba construida un poco apartada del ‘centro’ donde predominaban los edificios civiles, verdaderos núcleos del poder político, como teniendo que pedir permiso para existir. Pero en esos edificios las esculturas y pinturas conteniendo imágenes del viejo culto pagano empezaban a evidenciar el desgaste y la falta de renovación, no sólo exterior sino también interior. Los donatistas tenían controlada la ciudad. Los maniqueos se atrevían a expandir su influencia. Los católicos, minoritarios, a duras penas conseguían que se les tolerara. Pero el celo apostólico del obispo Agustín acabó por enterrar el donatismo en los anales de la Historia mientras el maniqueísmo se disolvía insensiblemente. La Iglesia católica, poco a poco, se convertía en el único superviviente del mundo antiguo. A pesar de las múltiples dificultades, saqueos bárbaros y violencias de todo tipo por en medio, se abría la posibilidad de construir una nueva civilización en la que se pensara de un modo radicalmente nuevo la ordenación de los poderes civiles y religiosos. El sentido global de la vida social se revela de una manera imprevista a la luz de la nueva vida eclesial. El orden de la vida temporal, sus jerarquías, sus medios y sus fines; todo queda reconocido y resituado en una perspectiva que enlaza lo natural con lo sobrenatural sin confundirlo. Con sus lagunas y sus debilidades, la Iglesia engendrará la Cristiandad y nunca encontrará mejor consejo y sentido a su acción apostólica que atendiendo a la agustiniana Ciudad de Dios. En ella hay una idea que aparece una y otra vez: que la ciudad de Dios y la ciudad terrena están mezcladas en este mundo pasajero y que no corresponde a los hombres sino al juicio de Dios determinar la carta de ciudadanía de cada hombre.

Con el paganismo en el camino de la desaparición, el donatismo derrotado tras duras luchas político-eclesiales y el maniqueísmo perdiendo expansividad, la gran batalla que le quedaba por librar a San Agustín era contra el pelagianismo. Resulta comprensible y ciertamente congruente con aquellas derrotas el surgimiento de una doctrina que sobrestimaba la fuerza de la voluntad del hombre en su propia santificación. El pelagianismo no tuvo prácticamente repercusión en Hipona, pero la controversia era tan fuerte en otros lugares de la Cristiandad, que la intervención consistente, firme y perdurable de San Agustín acabó siendo la más decisiva. Su experiencia de converso vivida en primera persona y su experiencia como pastor de almas durante cuatro décadas, unidas a su excelsitud doctrinal y su influencia en el conjunto de la Iglesia, que cada día crecían un poco más, le colocaron en la primera fila de la disputa. Fue la última de sus grandes batallas. Por ella será siempre punto de referencia en toda controversia sobre la libertad humana, la Gracia divina, la relación entre la fe y las obras, etc.

Hacia el final de su vida, especialmente con las Retractationes, se preocupó de ordenar y clasificar todas sus obras con intención de que no se malinterpretaran, además de asegurar un destino de los manuscritos a salvo de los saqueos. Igualmente dejó Hipona con su Iglesia fructífera y floreciente, aunque en medio de una coyuntura histórica y socialmente convulsa. La muerte de San Agustín, el 28 de agosto del año 430, coincidió con el asedio bárbaro a la ciudad, vigilia ya de la expulsión definitiva del Imperio de las tierras del norte de África.

Selección de textos

Conózcate a ti, Conocedor mío, conózcate a ti como soy conocido. Virtud de mi alma, entra en ella y ajústala a ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni ruga. Esta es mi esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando rectamente me gozo. Las demás cosas de esta vida, tanto menos se han de llorar cuanto más se las llora, y tanto más se han de llorar cuanto menos se las llora. He aquí que amaste la verdad, porque el que la obra viene a la luz. Quiérola yo obrar en mi corazón, delante de ti por esta confesión y delante de muchos testigos por este mi escrito.

Y ciertamente, Señor, a cuyos ojos está siempre desnudo el abismo de la conciencia humana, ¿qué podría haber oculto en mí, aunque yo no te lo quisiera confesar? Lo que haría sería escondérteme a ti de mí, no a mí de ti. Pero ahora que mi gemido es testigo de que yo me desagrado a mí, tú brillas y me places y eres amado y deseado hasta avergonzarme de mí y desecharme y elegirte a ti, y así no me plazca a ti ni a mí si no es por ti. Quienquiera, pues, que yo sea, manifiesto soy para ti, Señor. También he dicho yo el fruto con que te confieso; porque no hago esto con palabras y voces de carne, sino con palabras del alma y clamor de la mente, que son las que tus oídos conocen. Porque, cuando soy malo, confesarte a ti no es otra cosa que desplacerme a mí; y cuando soy piadoso, confesarte a ti no es otra cosa que no atribuírmelo a mí. Porque Tú, Señor, eres el que bendices al justo, pero antes le haces justo de impío. Así, pues, mi confesión en tu presencia, Dios mío, se hace callada y no calladamente: calla en cuanto al ruido [de las palabras], clama en cuanto al afecto. Porque ni siquiera una palabra de bien puedo decir a los hombres si antes no la oyeres tú de mí, ni tú podrías oír algo tal de mí si antes no me lo hubieses dicho tú a mí.

¿Qué tengo, pues, yo que ver con los hombres, para que oigan mis confesiones, como si ellos fueran a sanar todas mis enfermedades? Curioso linaje para averiguar vidas ajenas, desidioso para corregir la suya. ¿Por qué quieren oír de mí quién soy, ellos que no quieren oír de ti quiénes son? ¿Y de dónde saben, cuando me oyen hablar de mí mismo, si les digo verdad, siendo así que ninguno de los hombres sabe lo que pasa en el hombre, si no es el espíritu del hombre, que existe en él? Pero si te oyeren a ti hablar de ellos, no podrán decir: ‘Miente el Señor’. Porque ¿qué es oírte a ti hablar de ellos sino conocerse a sí? ¿Y quién hay que se conozca y diga ‘es falso’, si él mismo no miente? Mas porque la caridad todo lo cree –entre aquellos, digo, a quienes unidos consigo hace una cosa-, también yo, Señor, aun así me confieso a ti, para que lo oigan los hombres, a quienes no puedo probarles que las cosas que confieso son verdaderas. Mas créanme aquellos cuyos oídos abre para mí la caridad.

No obstante esto, Médico mío íntimo, hazme ver claro con qué fruto hago yo esto. Porque las confesiones de mis males pretéritos –que tú perdonaste ya y cubriste, para hacerme feliz en ti, cambiando mi alma con tu fe y tu sacramento-, cuando son leídas y oídas, excitan al corazón para que no se duerma en la desesperación y diga: ‘No puedo’, sino que le despierte al amor de tu misericordia y a la dulzura de tu gracia, por la que es poderoso todo débil que se da cuenta por ella de su debilidad. Y deleita a los buenos oír los pasados males de aquellos que ya carecen de ellos; pero no les deleita por aquello de ser malos, sino porque lo fueron y ahora no lo son. ¿Con qué fruto, pues, Señor mío –a quien todos los días se confiesa mi conciencia, más segura ya con la esperanza de tu misericordia que de su inocencia-, con qué fruto, te ruego, confieso delante de ti a los hombres, por medio de este escrito, lo que yo soy ahora, no lo que he sido? Porque ya hemos visto y consignado el fruto de confesar lo que fui. Pero hay muchos que me conocieron, y otros que no me conocieron, que desean saber quién soy yo al presente en este tiempo preciso en que escribo las Confesiones; los cuales, aunque hanme oído algo o han oído a otros de mí, pero no pueden aplicar su oído a mi corazón, donde soy lo que soy. Quieren, sin duda, saber por confesión mía lo que soy interiormente, allí donde ellos no pueden penetrar con la vista, ni el oído, ni la mente. Dispuestos están a creerme, ¿acaso lo estarán a conocerme? Porque la caridad, que los hace buenos, les dice que yo no les miento cuando confieso tales cosas de mí y ella misma hace que ellos crean en mí. (Confesiones, X, 1-3)

Así, la paz del cuerpo es la ordenada complexión de las partes; y la del alma irracional, la ordenada calma de sus apetencias. La paz del alma racional es la ordenada armonía entre el conocimiento y la acción, y la paz del cuerpo y del alma, la vida bien ordenada y la salud del animal. La paz entre el hombre mortal y Dios es la obediencia ordenada por la fe bajo la ley eterna. Y la paz de los hombres entre sí, su ordenada concordia. La paz de la casa es la ordenada concordia entre los que mandan y los que obedece en ella, y la paz de la ciudad es la ordenada concordia entre los ciudadanos que gobiernan y los gobernados. La paz de la ciudad celestial es la unión ordenadísima y concordísima para gozar de Dios y a la vez en Dios. Y la paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden. Y el orden es la disposición que asigna a las cosas diferentes y a las iguales el lugar que les corresponde. Por tanto, como los miserables, en cuanto tales, no están en paz, no gozan de la tranquilidad del orden, exenta de turbaciones; pero como son merecida y justamente miserables, no pueden estar en su miseria fuera del orden. No están unidos a los bienaventurados, sino separados de ellos por la ley del orden. Estos, cuando no están turbados, se acoplan cuanto pueden a las cosas en que están. Hay, pues, en ellos cierta tranquilidad en su orden, y, por tanto, tienen cierta paz. Pero son miserables, porque, aunque están donde deben estar, no están donde no se verían precisados a sufrir. Y son más miserables si no están en paz con la ley que rige el orden natural. Cuando sufren, la paz se ve turbada por ese flanco; pero subsiste por este otro en que ni el dolor consume ni la unión se destruye. Del mismo modo que hay vida sin dolor y no puede haber dolor sin vida, así hay cierta paz sin guerra, pero no puede haber guerra sin paz. Y esto no por la guerra en sí, sino por los agitadores de las guerras, que son naturalezas, y no lo fueran si la paz no les diera subsistencia.

Existe una naturaleza en la que no hay ningún mal, en la que no puede haber mal alguno. Mas no puede existir naturaleza alguna en la que no se halle algún bien. Por tanto, ni la misma naturaleza del diablo, en cuanto naturaleza, es un mal. La hace mala su perversidad. No se mantuvo en la verdad, pero no escapó al juicio de la misma. No se mantuvo en la tranquilidad del orden, pero no escapó a la potestad del Ordenador. La bondad de Dios, que aparece en su naturaleza, no le sustrae a la justicia de Dios, que le ordena a la pena. Dios no castiga en él el bien por Él creado, sino el mal que él cometió. No priva a la naturaleza de todo lo que le dio, sino que sustrae algo y le deja algo, a fin de que haya quien sufra la sustracción. El dolor es el mejor testigo del bien sustraído y del bien dejado, porque, si no existiera el bien dejado, no podría dolerse del bien quitado. El que peca es peor si se alegra en el daño de la equidad, y el que es atormentado, si de él no reporta bien alguno, sufre el daño de la salud. Y es que la equidad y la salud son dos bienes, y de la amisión del bien es preciso dolerse, no alegrarse (si es que no hay una compensación en lo mejor, y es mejor la equidad del ánimo que la salud del cuerpo). Es más razonable, sin duda, el dolerse el pecador de sus suplicios que el alegrarse de sus crímenes. Así como el alegrarse del bien abandonado al pecar es una prueba de la voluntad mala, así el dolor del bien perdido en el suplicio es testigo de una naturaleza buena. Quien siente haber perdido la paz de su naturaleza, lo siente por ciertos restos de paz que hacen que ame su naturaleza. Los inicuos e impíos lloran en sus tormentos la pérdida de los bienes naturales y sienten a Dios como justísimo robador de los mismos por haberle despreciado como benignísimo dador. Dios, pues, Creador sapientísimo y Ordenador justísimo de todas las naturalezas, que puso como remate y colofón de su obra creadora en la tierra al hombre, nos dio ciertos bienes convenientes a esta vida, a saber: la paz temporal según la capacidad de la vida mortal para su conservación, incolumidad y sociabilidad. Nos dio además todo lo necesario para conservar o recobrar esta paz; así lo propio y conveniente al sentido, la luz, la noche, las auras respirables, las aguas potables y cuanto sirve para alimentar, cubrir, curar y adornar el cuerpo. Todo esto nos lo dio bajo una condición, muy justa por cierto: que el mortal que usara rectamente de tales bienes los recibirá mayores y mejores. Recibirá una paz inmortal acompañada de gloria y el honor propio de la vida eterna, para gozar de Dios y del prójimo en Dios. Y el que usara mal no recibirá aquéllos y perderá éstos. (De Civitate Dei, XIX, 13)

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