Respetar lo humano y lo espiritual en una conversación es de vital importancia. No hablar para imponerse y dominar el cotarro, sino para añadir criterio, compartiendo un tema buscando la verdad; no graznar como una cotorra. Pero además, hay que distinguir entre los momentos de diálogo y los de discurso; cada uno a su tiempo. Siempre, sin cortar ni pisar nunca al otro persiguiendo desesperados nuestra propia bola; escuchar lo que el otro tiene que decirnos y lo que no, que a menudo sorprende lo mucho que es (sobre todo lo segundo), para lo cual debe eliminarse todo sentimiento de superioridad o inferioridad sobrecompensada (esa maquillada de “aquí estoy yo”, que aún es peor). Si en medio del acaloramiento de una discusión decimos algo que no debíamos, sea o no señalado por nuestro interlocutor, reconozcamos humildemente nuestro error, pidamos perdón y prosigamos nuestra argumentación con corrección, puesto que de lo contrario perderemos toda credibilidad (generalmente para siempre), y dejarán de escucharnos (en ese momento o para siempre). ¿Qué es más importante: luchar a muerte para conservar nuestro amor propio (nuestro orgullo, soberbia en definitiva), o decir humildemente lo que queremos aportar para avanzar? ¿Qué pretendemos en realidad: pisar con nuestra soberbia para prevalecer efímeramente, o comunicar (es decir, poner en común)? Para ayudar al otro debemos mostrar en todo momento interés, receptividad y aprecio; un aprecio que poco tiene que ver necesariamente con el amor o la amistad, aunque estén relacionados, sino más bien con un reconocimiento esencial del valor humano y espiritual que toda persona tiene. Usualmente, no tenemos que hacer grandes discursos, sino transmitir una idea. Y, si de verdad queremos que nos hagan caso y tenemos un mínimo de ética, no debemos imponerla despóticamente, sino defenderla con el peso de argumentos, aunque usemos ciertas armas que son lícitas. Las armas de una buena conversación son variopintas, y van desde una idónea elección del momento y el lugar, hasta la climatología, pasando por la estructuración, el tempo, el tono, el vocabulario, la mirada, los gestos, la postura o la vestimenta… Todo vale si es lícito y usado con corrección. A menudo se rompen ocasiones no afrontándolas bien y se dicen o pueden decir cosas de lo más complejo o difícil si no se deja en el olvido que delante tenemos una persona, con sus problemas y carencias, como nosotros las tenemos. Es por eso que debemos acogerla con delicadeza, aunque esa delicadeza no significa que dejemos de decirle lo que debemos decirle.
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