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Rito y mito del saber

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Leonardo Castellani, en el prólogo a su versión de la Summa de Santo Tomás, hace una deliciosa descripción de aquellas primeras universidades europeas, en la que gente como Tomás de Aquino o Alberto Magno establecía las bases espirituales de la cultura occidental. Eran instituciones libérrimas, que no tenían ningún control del Estado (de un Estado emergente, que aún no se ha consolidado). No había programas oficiales ni títulos. La administración de la sabiduría no era competencia del Poder, ni de la Ley; ni siquiera del todo de la Iglesia, sino del sabio.

La enseñanza era un rito casi litúrgico montado alrededor del maestro.

Éste -imagina Leonardo Castellani- entraba en clase y se sentaba en un sillón frailuno. Los alumnos, muy numerosos en ocasiones, se sentaban en taburetes o en el mismo suelo. El maestro trae el libro -preciado tesoro, bien valioso y escaso en este tiempo- y comienza a leer en voz alta. Envueltos en un gran silencio y expectación, los alumnos acopian cada palabra y toman nota. El maestro interrumpe la lectura y comenta, aclara, glosa algún pasaje. Es la ‘Lectio’, tan importante en la vida monástica.

La labor pedagógica, en un sentido casi socrático, se convertía así en búsqueda colectiva, intrapersonal de la verdad.

Por la tarde, seguirá la ‘Disputatio’: alumnos y maestro disputan un punto propuesto por éste. Se agotan réplicas y contrarréplicas. La labor pedagógica, en un sentido casi socrático, se convertía así en búsqueda colectiva, intrapersonal de la verdad. La educación era en la universidad medieval transmisión en cierta forma iniciática de un saber que se consideraba sagrado.  Era en acto tradicional en el sentido profundo (“tradere”: “transmitir”, “entregar”). El maestro era el sumo sacerdote de este rito. El maestro conoce el sentido de la palabra, su misterio. La palabra, en sí misma, es su propio sentido: es el “logos” griego, el principio creador.

Ahora no es el maestro quien habla, sino la red de redes

Este carácter ritual se debe, en parte, a la rareza del libro, a su carácter de objeto precioso y escaso; y se va perdiendo con la proliferación del texto escrito a  partir de la imprenta. Y llega a una nueva (novísima) dimensión con la invención de Internet. Ahora no es el maestro quien habla, sino la red de redes. El saber se pierde en ese horizonte oceánico, impersonal, infinito. Deja de ser mito, porque es un recurso fácil, que está tan a la mano que no se valora. Deja de ser rito porque pierde su ritmo de solemnidad, su carácter de gesto sagrado.

¿Cómo hará la digestión de este enorme pedrusco el estómago del sistema educativo?

La respuesta es difícil y confieso que no la tengo. Apunto algo que puede ser un índice. He observado que mis alumnos, a los que tan difícil es mantener atentos a una exposición oral, se callan y entran como en trance cuando se usa con ellos medios audiovisuales. Ante una película, por ejemplo, mantienen esa atención ritual que debieron mantener los alumnos que escuchaban a Tomás de Aquino en su cátedra de París. Es la imagen la que ahora nos seduce, no la palabra. La imagen es percepción inmediata, instantánea, que place o produce repulsión, pero que no necesita de argumentación, de razones desplegadas, articuladas en el tiempo.

De lo conceptual a lo espacial, de la vida humana concebida como un acontecer histórico (tradición, lengua, usos), a la consideración de una simultaneidad en la que todo está a la vista (el concepto postmoderno de «sociedad transparente» de la que habla Giovanni Vattimo) y todo ocurre a un tiempo.

Algo está cambiando. No sólo en la escuela o las relaciones sociales y económicas. Algo más. Y no sabemos  bien -por ahora-  en qué dirección ni hacia qué lugar nos conduce este enorme viraje.

Este carácter ritual se debe, en parte, a la rareza del libro, a su carácter de objeto precioso y escaso; y se va perdiendo con la proliferación del texto escrito a partir de la imprenta. Y llega a una nueva dimensión con Internet Share on X

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