Aunque la Iglesia no lo considera una fiesta de precepto, esto no disminuye la importancia y el valor espiritual del Lunes de Pascua o Lunes del Ángel. Es un día que nos invita a vivir nuestra fe, rezando la secuencia «Victimae Paschali Laudes» y reflexionando sobre la pregunta dirigida a María: «¿Qué has visto en el camino?».
A tantas personas le surge la cuestión de si la resurrección de Jesús se limita al anuncio de la Iglesia o si también tuvo lugar en la realidad histórica. Además, algunos se preguntan ¿resucitó Jesús como persona o solo sobrevivió a su muerte en sentido metafórico?
¿Qué provocó el cambio en aquellos, como san Pablo, que antes negaban a Jesús para luego proclamar abiertamente su mensaje, incluso enfrentándose a la persecución y la muerte? La respuesta es clara: «¡Lo hemos visto!».
La vida posterior a la resurrección de Jesús marca un punto crucial en la historia humana. La resurrección de Jesucristo tiene profundas implicaciones existenciales para el hombre. La identidad humana adquiere un nuevo significado, arraigado en la memoria de ese evento y en la comprensión de lo que implica ser hijos de Dios.
La resurrección es la ruptura y superación de la historia. Nadie presenció el momento exacto de la resurrección de Jesús, sino su estado resucitado. La resurrección se evidencia a través de la fe inquebrantable de los discípulos y las explicaciones dadas por ellos mismos. Y en su inmediata y radical transformación, pasando de la desesperación y el miedo por la muerte a la acción y propagación de la Iglesia.
¿No conduciría a una mayor perplejidad la negación de la resurrección y la búsqueda de una explicación al surgimiento inesperado e imparable de la fe y la Iglesia?
La memoria es fundamental para la identidad humana. Hacer memoria de Jesucristo más que recordar un acontecimiento del pasado, su muerte, implica revivir, y hacer vida de lo sucedido y vivido. La resurrección de Jesucristo se convierte así en el punto central de esta memoria, ya que en ella se encuentra la promesa de vida eterna y la superación del miedo a la muerte. Esta memoria define nuestra identidad presente y futura como hijos de Dios. La vida posterior a la resurrección de Jesús se caracteriza, entonces, por vivir en esta nueva identidad como hijos de Dios.
Esta identidad de hijos de Dios, no borra nuestra humanidad, sino que la completa, llevándola a su plenitud. Nos hace conscientes de que nuestra vida terrenal está imbuida de un significado trascendente, ya que somos parte de un plan divino de redención y amor.
La fe cristiana en la resurrección de entre los muertos satisface el deseo más profundo del corazón humano. A partir de ahora, la promesa de la vida eterna no es solo una palabra, sino una realidad vivida.
Esta conciencia transforma nuestra manera de relacionarnos con el mundo y con los demás, convirtiéndonos en testigos vivos del mensaje de esperanza y vida que la Pascua ha traído al mundo.
«Los cristianos, creyendo firmemente que la resurrección de Cristo ha renovado al hombre sin sacarlo del mundo donde construye su historia, debemos ser los testigos luminosos de esta vida nueva que la Pascua ha traído […], La luz de la Pascua de Cristo debe penetrar nuestro mundo, debe llegar como mensaje de verdad y de vida a todos los hombres a través de nuestro testimonio cotidiano» (Benedicto XVI, Audiencia General, 27-IV-2011)