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Catecismo de Combate (4) Rehacer lo político desde lo cristiano

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El teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer presenta el Reino de Dios en la tierra bajo dos aspectos que llama milagro y orden. “El aspecto bajo el cual el Reino de Dios se manifiesta como milagro lo llamamos iglesia; (1985; 110) y el aspecto bajo el cual el Reino de Dios se manifiesta como orden lo llamamos estado”.

Esta separación conceptual, quizás excesivamente heredera de la relación protestante con el príncipe, puede dar pie a reducir el papel del Pueblo de Dios a su participación eclesial; fundamental, pero no única. Pero esta misma idea deviene más fructífera si se considera que ambos aspectos son manifestaciones de una misma realidad que actúan en planos distintos y articulados, como corresponde al cristianismo, una fe encarnada en la historia.

El orden, por mantener el nombre que utiliza Dietrich Bonhoeffer, es la acción que emprende la comunidad para adecuar las estructuras mundanas al contenido del Reino, al orden natural de las cosas que proceden de Dios, porque sin esta participación humana, tal transformación no se realiza, porque esta es la voluntad de Dios expresada en Jesucristo. Dios respetó el rechazo, pero no alteró la misión. Para cumplirla instituyó la Iglesia, con el fin de dotar a la humanidad del espíritu  capaz de llevarla a cabo. La comunidad del Reino y el estado solo coinciden en “la medida en que este reconoce y preserva el orden del mantenimiento de la vida”.

Pero hemos de entender bien esta acción colectiva.

El reino de Dios es Cristo. En él se refiere todo lo creado y a él tiende el universo entero. Es una persona, no un sistema o un régimen, como explica la parábola del viñador (Mt 20,1-16). No dice que el Reino de los Cielos se parece a una propiedad, es decir, a una institución, a una organización. Dice que se parece a un propietario personal. Pero la constitución del Reino de Dios en Jesucristo no puede justificar que se eluda la responsabilidad de transformar el orden temporal. La razón es evidente: todo aquello, personal y colectivo, individual, institucional y estructural, que favorezca el conocimiento y seguimiento de Jesucristo y de sus mandatos es construir el Reino. Todo aquello que lo impida, dificulte, oculte, desvirtúe, engañe, se opone al Reino.

La eficacia política no la medimos en primer término por el poder mundano alcanzado, sino por el poder cristiano logrado: el servicio a Dios y al prójimo.

Construir el Reino es primero una tarea personal. Sin construirlo en nosotros mismos nada haremos; sin vivirlo y transmitirlo y dar testimonio, nada conseguiremos, y al mismo tiempo es por necesidad una tarea colectiva, también en su sentido político, de las comunidades cristianas, porque solo así podemos remover estructuras y sanar instituciones. Esta llamada a la acción está presidida por una exigencia: la de la relación intensa con Dios, porque de nada sirve afanarse en la sociedad sin contar con Él. Es una llamada a la acción por Dios y para el bien humano. No es una llamada al activismo y a la búsqueda del poder humano como fin. La eficacia política no la medimos en primer término por el poder mundano alcanzado, sino por el poder cristiano logrado: el servicio a Dios y al prójimo.

El Reino de Dios tiene una traducción presente, colectiva, social, cultural y, por consiguiente, política.

Hay que recuperar el sentido verdadero de la política, que no es nada más ni nada menos, que trabajar para el bien común, ejercer las virtudes personales en el espacio público al servicio de aquel fin, que poco tiene que ver con las trifulcas y egoísmos que nos ofrecen los partidos políticos actuales. Lo que ellos hacen no es política, sino más bien correrías de bandoleros en busca del botín de su propio poder.

Debemos desarrollar políticas que favorezcan al Reino bajo el principio ineludible del respeto a la libertad. Contribuir a su extensión es hacer retroceder a las estructuras de pecado, del mal estructural y organizado que daña al mundo. Significa transformar colectivamente la realidad. Con Aristóteles y Santo Tomás, hay que entender que la política es una forma de mantener a la sociedad “ordenada” con normas y reglas, que buscan la mejor realización del ser humano desde la perspectiva de Dios.

Ligar la política al Reino no es teocracia ni fundamentalismo, sino liberar al ser humano de las estructuras injustas, de las alienaciones y adicciones organizadas. Es actuar para que la fe cristiana no sea manipulada y presentada siempre en sus aspectos humanos más negativos convertidos en categoría.

El hombre es, por naturaleza, un ser social y político, y no puede dejar de serlo sin dejar de ser hombre.

La política, su práctica, es una condición natural del ser humano que se realiza en relación con los otros y entre los otros. El católico que olvida esto, la Iglesia local, cuando lo hace, retrocede en el tiempo para dejarse dominar por la idea falsa de que la comunidad política es una situación artificial y no algo que proviene de la misma esencia y naturaleza humana. El hombre es, por naturaleza, un ser social y político, y no puede dejar de serlo sin dejar de ser hombre.

Entonces, la comunidad política presenta un valor ético intrínseco y propio, es decir, tiene una dignidad indiscutible. Su degradación lo es de un gran bien humano y, por tanto, contrario a la voluntad de Dios. Su rescate, su regeneración, solo posible desde la propia acción política, es, ya solo por esta causa, un mandato imperativo. Precisamente, la degradación política que padece España, y que también se da en otros países, es consecuencia de la deserción del sentido cristiano en su práctica y el abandono de la iglesia del cuidado de los que a ella se dedican.

Santo Tomás trata de la política en diversas de sus obras; señalo dos: su «Prefacio» al «Comentario de los libros de Aristóteles» y la obra «De Regno». La recapitulación de sus puntos de vista puede adoptar esta formulación:

Dios ha querido que los hombres viviesen en sociedad correctamente gobernados en función del derecho natural del que deriva el derecho positivo. Todo el pluralismo político y el constitucionalismo tienen allí su camino y su límite. El Concilio Vaticano II, afirma que “la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y por lo mismo pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre elección de los ciudadanos” (Gaudium et Spes 74).

En una visión tomista la mejor forma teórica de gobierno es una síntesis armónica de Monarquía, Aristocracia y Democracia

La democracia es la participación del pueblo en las tareas políticas, y puede adoptar formas diversas cuya medida es la capacidad para lograr el bien común mediante la participación y la subsidiariedad. En una visión tomista la mejor forma teórica de gobierno es una síntesis armónica de Monarquía, Aristocracia y Democracia, en la que confluyen las ventajas de la Monarquía para la unidad y continuidad, las de la Aristocracia para la competencia del gobierno y las de la Democracia para el ejercicio de la libertad y de la participación política de los ciudadanos. Esta es la síntesis que debemos buscar en las instituciones políticas actuales.

«No se es buen príncipe si no se es moralmente bueno y prudente», escribe Santo Tomás, y en la Suma Teológica agrega: «Es imposible que el bien común de la Nación vaya bien, si los ciudadanos no son virtuosos, al menos aquellos a quienes compete mandar». (Parte I-IIae. Cuestión 92). El buen gobernante debe estar dedicado al logro del bien común, y la ciencia política es aquella que permite prepararse para ello y evaluar sus resultados.

Esta es la tarea personal y colectiva que corresponde a los cristianos en cada momento de la historia.

Convertirnos en lo individual y transformar en sentido cristiano a la sociedad y sus instituciones, son dos caras de la misma moneda. Es la tarea de quienes profesan la fe, y de quienes sin ella, comparten los acuerdos fundamentales en el orden secular: conseguir una sociedad donde los demás sean tratados como nosotros mismos deseamos ser tratados, un fin solo posible en el marco de la fraternidad humana, en la que cada persona, familia, pueblo se reconoce como miembro de su propia tradición, y sabe o aprende que, como persona y como comunidad, su realización necesita de su participación y compromiso con un fin más grande que ella misma, la de la fraternidad humana, que alcanza su perfección en el reconocimiento de que estamos creados para este fin como hijos de Dios a su imagen y semejanza.

Reconocer a Dios nuestro creador, liberar al ser humano de sus esclavitudes y alienaciones, salvar la tierra de las amenazas que la destruyen, y porque ahora es posible, conquistar el espacio, como destino común de nuestra fraternidad, son las grandes tareas de nuestro tiempo.

Construir el Reino en una sociedad plural, ese es el reto y esa es la tarea del Catecismo de Combate, porque construirlo significa obrar bien en lugar de mal, (Lc 13, 27), y esto no es fácil, advierte Jesús: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos querrán entrar por ella y no podrán” (Lc 13, 24). Porque construir el Reino en nosotros y en la sociedad, requiere un esfuerzo que solo resulta posible con la gracia de Dios en la que siempre podemos confiar. Porque: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Salmo 126). La adversidad, las tribulaciones, incluso la persecución, no debe desanimarnos porque son señal de que Dios hará justicia y nos hace dignos de su reino (2 Te 1, 59). Por esta razón es necesario confirmar la llamada una y otra vez para ser dignos de ella (2 Pe 1, 11).

Catecismo de Combate (3) La respuesta del Sermón de la Montaña

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La degradación política que padece España, y que también se da en otros países, es consecuencia de la deserción del sentido cristiano en su práctica y el abandono de la iglesia del cuidado de los que a ella se dedican Clic para tuitear

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