Cada vez es más alarmante elcreciente número de embriones humanos criopreservados. Esta situación, generada principalmente por la fecundación in vitro (FIV), plantea una herida moral que no solo no ha sido resuelta, sino que se agrava con el tiempo y con el avance de las políticas que promueven estas prácticas, como la reciente orden ejecutiva en EE. UU. que facilita el acceso a la FIV.
Frente a esta realidad, surge una propuesta que, a primera vista, parece ofrecer una solución compasiva: la adopción embrionaria o prenatal. Sin embargo, esta práctica plantea serias dudas morales.
La Instrucción Dignitas Personae (2008), publicada por la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe, analiza con precisión este tema.
El documento, al abordar el uso de embriones congelados para investigación o tratamientos, señala que tales acciones reducen al ser humano a “material biológico”, con consecuencias letales y moralmente inadmisibles.
Respecto a la adopción embrionaria, reconoce lo loable de la intención —salvar vidas humanas condenadas al olvido—, pero afirma sin ambigüedad que “presenta problemas no disímiles” a los de la reproducción heteróloga y la maternidad subrogada.
¿Por qué la Iglesia considera ilícita la adopción embrionaria si parte de una intención aparentemente virtuosa?
Porque lo que está en juego no es solamente la intención del acto, sino su naturaleza. Este es un principio constante en la moral católica: el fin no justifica los medios.
La adopción embrionaria presupone el uso de las mismas técnicas que la FIV, específicamente la transferencia embrionaria (ET), que desvincula la generación de vida de la unión conyugal.
Aunque el embrión no haya sido creado por los futuros “padres adoptivos”, el hecho de implantarlo en el útero de una mujer que no es su madre biológica reproduce la misma lógica de control de la vida humana característica de las tecnologías reproductivas.
Esta lógica de control, denunciada por Flannery O’Connor como el germen de los totalitarismos modernos, se fundamenta en la idea de que el sufrimiento puede eliminarse manipulando la naturaleza.
En este caso, la noble intención de salvar una vida se convierte, paradójicamente, en una instrumentalización de esa misma vida, sin solución real al drama originario.
Además, equiparar la adopción embrionaria con la adopción infantil —una comparación frecuente entre sus defensores— resulta erróneo y revela una grave incomprensión del misterio unitario de la procreación humana.
En la adopción postnatal, el niño ya ha sido concebido, gestado y traído al mundo dentro del marco natural, aunque sus padres biológicos no puedan criarlo.
En cambio, en la adopción embrionaria, el niño aún no ha vivido fuera del contexto artificial de su concepción. Se completa el proceso técnico que lo originó fuera del orden querido por Dios, repitiendo la separación entre el amor conyugal y la generación que la Iglesia siempre ha denunciado.
Desde Donum Vitae hasta Dignitas Personae, el Magisterio ha afirmado que el contexto moralmente adecuado para la generación de un hijo es el matrimonio, entendido como la unidad indisoluble del amor conyugal.
Cualquier intervención técnica que reemplace, y no simplemente ayude, al acto matrimonial, rompe esta unidad y vulnera los derechos del niño: el derecho a ser concebido, gestado y educado por sus propios padres, en el seno de su familia natural.
Salvar una vida
Frente al sufrimiento desgarrador que representa saber que existen miles de vidas humanas detenidas en un laboratorio, congeladas, olvidadas o abandonadas, el impulso emocional por “hacer algo” es comprensible.
Pero no basta con querer salvar una vida; hay que preguntarse si el modo de hacerlo respeta la dignidad de esa vida y la ley moral.
El Magisterio, en su sabiduría, ha afirmado que esta situación de injusticia “no puede ser resuelta” de forma técnica o pragmática . Esta afirmación implica mirar el drama con los ojos de la fe.
El cristianismo no niega el sufrimiento ni pretende resolverlo todo con soluciones humanas. Nos enseña que muchas veces la única respuesta moral es la cruz: acompañar, ofrecer, orar, y confiar en que Dios, que ha contado los cabellos de nuestra cabeza, no olvida ni a uno solo de estos pequeños.
El deseo de redención debe pasar primero por el reconocimiento de que no toda intervención humana es legítima, por muy misericordiosa que parezca.
Desviar el foco
Este es el mismo error que se cometió en los años posteriores a Humanae Vitae, cuando muchos dentro de la Iglesia defendieron el uso de anticonceptivos apelando a la buena intención de los esposos.
Se desvió el foco del acto en sí hacia la conciencia del sujeto, cayendo en un subjetivismo que aún hoy sufrimos.
La defensa de la adopción embrionaria corre el mismo peligro: poner el énfasis en la compasión o en el deseo de ayudar, y no en la verdad del acto mismo.
En última instancia, el problema de los embriones congelados es una consecuencia trágica del rechazo cultural al orden natural querido por Dios. No lo resolveremos con más técnicas. Fe en que Dios puede redimir lo irreparable y fe en que ninguna vida humana es olvidada por el Creador.
Frente a la injusticia irresoluble, no está el activismo técnico, está la esperanza cristiana. La Iglesia, fiel a esta esperanza, no abandona a esos embriones, sino que los confía a la misericordia de Dios.
No basta con querer salvar una vida; hay que preguntarse si el modo de hacerlo respeta la dignidad de esa vida y la ley moral Compartir en X
1 Comentario. Dejar nuevo
Según la lógica del presente artículo, para la Iglesia, en el caso de fecundación in vitro que use óvulos de donadora, una vez producidos esos embriones (de un modo claramente injusto, no deberían haber sido concebidos ni en laboratorio, ni con óvulos de donadora), no se podría luego (en un segundo acto) transferirlos a la mujer que los ha «encargado». Por lo que me resulta, la Iglesia nunca ha rechazado esa transferencia como un ulterior agravio a esos embriones.