Si las leyes deben ajustarse a nuestros deseos, ¿por qué podemos cambiar de sexo y no de edad o raza? Negarlo es ilógico.
Es lo que nos advierte Quim Monzó en su columna en La Vanguardia:
«En épocas más reposadas, cuando alguien quería conservarse siempre joven y disfrutar de la vida sin envejecer nunca, lo que hacía era llegar a un pacto con el diablo. En general, enseguida se llegaba a un acuerdo: el humano viviría el resto de sus días como un pimpollo y a cambio, cuando se muriera, el diablo cogería su alma por la oreja y se la llevaría al infierno. Hay que decir que en aquellos tiempos lejanos el alma era algo muy valorado. Ahora, como cuesta mucho hacerle una foto y subirla a Instagram (con filtro o sin), poca gente piensa en ella e incluso costaría encontrar a algún diablo que estuviera dispuesto a quedársela, sobre todo después de que desde hace unas décadas el infierno se haya reinventado, se haya materializado en la Tierra y se haya convertido en un mar de restaurantes hipsters con camareros malcarados.
Ante esta dejadez de funciones por parte de la clase diabólica, un señor holandés ha decidido utilizar la vía legal para agarrarse a una cierta, relativa, juventud. El señor se llama Emile Ratelband (Emile Albert Rudolf Ratelband de nombre completo), es un neurolingüista de prestigio, tiene sesenta y nueve años y no se siente cómodo con esa edad. Lo explica en el diario Algemeen Dagblad. Estar cerca de la setentena le va en contra a la hora de encontrar trabajo, y de ligar en Tinder: “Con sesenta y nueve años me siento limitado. Si tuviera cuarenta y nueve me podría comprar una casa nueva y conducir un coche diferente. Podría tener más trabajo. Cuando estoy en Tinder y digo que tengo sesenta y nueve años, no recibo ninguna propuesta. Si tuviera cuarenta y nueve, con mi cara actual estaría en una posición privilegiada”. Efectivamente, en la foto que aparece en los múltiples sitios que hablan de este hombre (Wikipedias neerlandesa y alemana incluidas) tiene un aspecto radiante que ya me gustaría tener a mí, que, con tres años menos que él, soy un cúmulo de achaques. Por los motivos mencionados ha ido a un juzgado de Arnhem (al sudeste de Amsterdam) y ha pedido que le cambien oficialmente la edad y que, en vez de tener sesenta y nueve años, le reconozcan que tiene los que realmente siente que tiene: cuarenta y nueve.
Sus argumentos los explica en otro diario holandés, De Telegraaf: “Puedes cambiar tu nombre. Puedes cambiar tu adscripción sexual. ¿Por qué no tu edad?”. Si el argumento de muchas personas nacidas como hombre para que la ley las reconozca como mujeres es que “se sienten mujeres y no hombres” (y al revés: personas nacidas como mujer que “se sienten hombres”, etcétera), por la misma regla de tres deberían aceptar que en los papeles oficiales de cada ciudadano conste la edad con que realmente se siente feliz.
Es de pura lógica, y no querría acabar esta columna sin un recuerdo para el añorado Terenci Moix, que consiguió que durante mucho tiempo, en la entrada que tenía en la Gran Enciclopèdia Catalana, su fecha de nacimiento fuera algunos añitos posteriores a la real.»