El principal objetivo de la tecnología debería ser aliviar la carga de trabajo y potenciar las capacidades humanas. Poner la inteligencia al servicio del trabajo llevaría, en primer lugar, a la liberación de la carga (hacer lo mismo con menos esfuerzo), y adicionalmente, si fuera necesario, al aumento de la capacidad productiva (hacer más con el mismo esfuerzo), o a una mezcla de ambos casos. Sin embargo, como miembros de una sociedad altamente tecnológica, no es esa la experiencia que tenemos de la tecnología.
Desgraciadamente, la tecnología produce un desplazamiento de la necesidad de trabajo, eliminando empleos de baja cualificación y potenciando otros de mayor nivel añadido. La dinámica utilitarista (materialista) de nuestra sociedad identifica la tecnología como una herramienta para reducir costes laborales.
Pensemos en una situación sencilla: un artesano que talla figuras de madera y las vende a varias tiendas. Con instrumentos tradicionales (manuales) es capaz de producir cuatro figuras al día durante ocho horas de trabajo. Si este artesano empieza a utilizar herramientas eléctricas, su capacidad de producción puede fácilmente duplicarse.
El artesano que ha evolucionado de lo manual a lo eléctrico tiene que tomar una decisión, si produce el doble de figuras o si, manteniendo el nivel de producción, trabaja la mitad del tiempo. Seguramente, la elección que realice será reflejo del valor que el artesano le dé al tiempo y al dinero.
Si el artesano tuviera cuatro empleados, la decisión se complica un poco más, puede producir el doble con los mismos empleados trabajando todo el día, producir lo mismo con los mismos empleados trabajando la mitad de horas o producir lo mismo con la mitad de empleados trabajando todo el día.
Una tercera situación sería la automatización del trabajo. En este caso, sería una máquina la que tallara las figuras, de forma más rápida y precisa que los trabajadores manuales, produciendo, supongamos, el doble de figuras que en la opción anterior.
Nuestro artesano tendría la posibilidad de despedir a todos los empleados y mantener una producción cuatro veces superior a la que tenía en el escenario de partida. En ese caso, la tecnología no se ha limitado a aliviar la carga de trabajo, sino que ha contribuido a excluir al trabajador de su medio de subsistencia. ¿Era ese el objetivo de la tecnología?
Si las máquinas (sean robots, autómatas o inteligencia artificial) pueden hacer nuestro trabajo, ¿por qué no podemos dejar que trabajen las máquinas aprovechando su trabajo para que los trabajadores vivan mejor?
Nos encontramos varias dificultades.
El trabajo humano está penalizado con impuestos y extra-costes frente al trabajo automatizado. La seguridad social, los impuestos del trabajo, y los impuestos sobre la renta los pagan los trabajadores humanos, no las máquinas. Si estos impuestos fueran sobre los beneficios de la empresa y no sobre los salarios, tendríamos recursos económicos para mantener el estado de bienestar aunque trabajen las máquinas. Pero con el sistema actual, las máquinas se quedan con el trabajo y no contribuyen con las prestaciones subsidiarias que ofrece el estado (paro, pensiones, sanidad, etc) que se nutren del impuesto sobre la renta, los impuestos al trabajo y las cuotas a la Seguridad Social.
Si trabajamos sobre ese escenario de reforma fiscal podremos conseguir que trabajen las máquinas para todos nosotros, siempre que articulemos el reparto de sus contribuciones entre los que se han quedado sin empleo. Esto no es fácil, pero es posible. Ahora bien, ¿es algo bueno?
El problema es que, en este razonamiento, hemos reducido el trabajo a su dimensión económica (quizá deberíamos llamarle empleo). El trabajo, el esfuerzo por transformar el mundo, es una actividad necesaria para el ser humano, para su propio desarrollo como persona, por la tensión de la superación individual y colectiva y por la dimensión social de la relación con los demás haciendo algo juntos. También por la necesidad de sentirse útiles y de alcanzar el reconocimiento por esa utilidad. En un lenguaje más antropológico, por la necesidad de amar y ser amados.
Un subsidio no llena el hueco del trabajo. Se debe trabajar, aunque no se genere ninguna plusvalía económica (o aunque la genere otro -la máquina-). Una sociedad sin trabajo (aunque tenga dinero) es una sociedad con vínculos muy débiles y alto riesgo de deterioro. Debemos enfocar la reflexión sobre el propio concepto del trabajo: ¿qué trabajo es realmente humano?
En la sociedad moderna no encontramos el equilibrio. La laboriosidad es una virtud que debe huir de sus alternativas extremas: la pereza y la obsesión por la actividad. La tecnología, hasta ahora, no siempre nos ha ayudado a mantener el sentido humano del trabajo: mejorar el mundo y ayudar a las personas, empezando por mejorar y ayudarnos a nosotros mismos. Tendremos que preguntarnos el porqué.
En la sociedad moderna no encontramos el equilibrio. La laboriosidad es una virtud que debe huir de sus alternativas extremas: la pereza y la obsesión por la actividad Share on X