‘La victoria que hace feliz al hombre’, por el cardenal Joseph Ratzinger
¿Qué significa Corpus Christi para mí? En primer lugar, el recuerdo de una día de fiesta, en el que se tomaba al pie de la letra la expresión que acuñó Santo Tomás de Aquino en uno de sus himnos eucarísticos: «Quantum potes tantum aude» —atrévete cuanto puedas a alabarle como merece—. Estos versos recuerdan además una frase que el mártir Justino ya había formulado en el siglo II. En su explicación de la liturgia cristiana escribe que el sacerdote debe, en la celebración eucarística, elevar oraciones y plegarias de acción de gracias «con toda la fuerza de la que dispone».1 El día de Corpus Christi toda la comunidad se siente llamada a cumplir esa tarea: atrévete cuanto puedas. Todavía siento el aroma que desprendían las alfombras de flores y el abedul fresco, los ornamentos en las ventanas de las casas, los cantos, los estandartes; todavía oigo la música de los instrumentos de viento de la banda del pueblo, que en aquel día a veces se atrevía con más de lo que podía; y oigo el ruido de los petardos con los que los muchachos expresaban su barroca alegría de vivir, pero saludando a Cristo en las calles del pueblo como a una autoridad de la ciudad, como a la autoridad suprema, como al Señor del mundo. La presencia perpetua de Cristo era saludada en ese día como una visita de Estado, que no se olvida ni siquiera de la aldea más pequeña.
Corpus Christi nos recuerda también las cuestiones planteadas por la renovación litúrgica, con su aportación teológica. ¿Estará bien de verdad –nos preguntábamos– celebrar la Eucaristía una vez al año como si fuera una visita oficial del Señor del mundo, con todos los símbolos de alegría triunfal? Se nos recordaba que la Eucaristía se instituyó en la Ultima Cena y que en ella alcanzó su dimensión perenne. Los signos del pan y el vino, que el Señor escogió para este misterio, recuerdan el gesto de recibir. La manera correcta de dar las gracias por la institución de la Eucaristía es, por tanto, la propia celebración eucarística, en la que celebramos su muerte y su resurrección y por Él somos constituidos como Iglesia viva. Todo lo demás era al parecer una falsa interpretación de la Eucaristía. A esto se sumó la alarmada resistencia a todo aquello que sonara a triunfalismo: no parecía compatible con la conciencia cristiana del pecado ni con la trágica situación del mundo. Por eso la celebración del Corpus Christi se hizo incómoda. Un influyente manual de liturgia, publicado en dos volúmenes en los años 1963-1965, no menciona siquiera el Corpus Christi en su exposición del año litúrgico. Sólo contiene una tímida alusión de algo más de una página en un capítulo que lleva el título de “Devociones Eucarísticas”. Intenta salir del trance recurriendo a la propuesta, más bien absurda, de concluir la procesión del Corpus Christi con una comunión para los enfermos, pues en realidad la comunión de enfermos sería el único caso en el que una procesión, un recorrido con la Sagrada Forma, tendría un significado funcional.2 El Concilio de Trento fue en este aspecto mucho menos rígido. Había dicho que el Corpus Christi existía para suscitar en todos la gratitud y el recuerdo del Señor3. En tan pocas palabras encontramos tres razones diferentes. El Corpus Christi debe reaccionar a la mala memoria del hombre; debe suscitar en él sentimientos de agradecimiento y, por último, tiene que ver con lo comunitario, con la fuerza unificante que proviene de la mirada al Señor. Podríamos hablar muchísimo sobre este asunto. ¿No nos hemos vuelto enormemente irreflexivos y desmemoriados precisamente en la era de los ordenadores, de las reuniones y de las agendas (que incluso son utilizadas por los escolares)?
Los psicólogos nos dicen que la conciencia racional que sale a la luz es solamente la superficie de toda nuestra alma. Pero estamos tan cautivados por este primer plano que no dejamos hablar a lo más profundo de nosotros. El hombre acaba enfermando porque ya no escucha lo auténtico; no vive por sí mismo, sino dominado por la casualidad y la superficialidad. Con éstas está estrechamente relacionada nuestra noción del tiempo. Nuestra relación con el tiempo consiste en olvidar. Vivimos sólo el momento presente. Incluso queremos olvidar, porque no aceptamos la vejez y la muerte. Pero ese querer olvidar es en realidad una mentira y por eso se transforma en un grito agresivo hacia el futuro, que pretende interrumpir el tiempo. Sin embargo, también este romanticismo del futuro, que no quiere someterse al tiempo, es una mentira que destruye a los hombres y el mundo. La única manera de vencer verdaderamente al tiempo es el perdón y el agradecimiento, que recibe el tiempo como un don y lo transforma en gratitud.
Pero volvamos al Concilio de Trento, que afirma sin ningún reparo que el día de Corpus Christi se celebra la victoria de Cristo sobre la muerte, su triunfo. De la misma manera que nuestra tradición bávara honraba a Cristo como “huesped de Estado”, nos remontamos aquí a la antigua costumbre romana de reverenciar al jefe del ejército que volvía victorioso a casa con una marcha triunfal. Su campaña militar estaba dirigida contra la muerte, que devora el tiempo y nos fuerza a refugiarnos en esa mentira que pretende olvidar o interrumpir el tiempo. Sólo si existe una respuesta a la muerte, el hombre puede ser verdaderamente feliz. Y entonces si existe esta respuesta, ella es la única y definitiva autorización para la alegría, aquello en lo que puede basarse verdaderamente una fiesta. La Eucaristía constituye en su esencia la respuesta al problema de la muerte, el encuentro con el amor que es más fuerte que la muerte. El Corpus Christi es la respuesta a ese núcleo del misterio eucarístico. Una vez al año la alegría triunfal por esa victoria ocupa el centro y se acompaña al vencedor en marcha triunfal por las calles. Por eso la celebración del Corpus Christi no atenta contra la primacía de la acogida, expresada en los dones del pan y el vino. Al contrario, saca a la luz a la perfección lo que significa acoger realmente: dar al Señor el recibimiento que merece el vencedor. Recibirlo significa adorarlo; recibirlo supone decir: “Quantum potes tantum aude”(atrévete cuanto puedas).
El Concilio de Trento concluye sus reflexiones sobre el Corpus Christi con una frase que hace daño a nuestros oídos ecuménicos, y que sin duda alguna ha contribuido a que esta fiesta caiga en descrédito entre nuestros hermanos evangélicos. Pero si a esta expresión se le quita un poco la pasión con la que fue escrita en el siglo XVI, encontramos sorprendentemente algo muy positivo e importante. Pero escuchemos simplemente lo que se dice. El texto del Concilio sostiene que Corpus Christi tiene que manifestar el triunfo de la verdad «para que, colocados sus adversarios ante el espectáculo de tanto esplendor y ante tan inmenso júbilo de la Iglesia universal, o se consuman debilitados y vencidos, o se arrepientan un día llenos de vergüenza y confusión»4. Dejando a un lado los aspectos polémicos, esta frase significa: la fuerza con la que la verdad se impone tiene que ser la alegría, que es su expresión más clara. La unidad no se consigue mediante la polémica ni tampoco mediante teorías académicas, sino con la irradiación de la alegría pascual; ella nos lleva al núcleo del credo cristiano: Jesús ha resucitado; nos lleva al mismo centro de la humanidad, que espera esa alegría con toda la fuerza de su ser. Y así la alegría pascual se caracteriza como el elemento esencial del hecho ecuménico y misional; por ella deberían apostar juntos los cristianos y en ella deberían darse a conocer al mundo. Para eso existe el Corpus Christi. Y este es el significado profundo de la expresión «quantum potes tantum aude»: utiliza todo el esplendor de la belleza cuando quieras expresar la alegría de todas las alegrías. El amor es más fuerte que la muerte, Dios está en Jesucristo en medio de todos nosotros.
Notas
1Justino, Apología I, 67, 5.
2 A. G. Martimort (preparado por), Handbuch der Liturgiewissenschaft, 1 Friburgo, 1963, p. 489, nota 15.
3 «Aequissimum est enim, sacros aliquos statutos esse dies, cum christiani omnes singulari ac rara quadam significatione gratos et memo-res testentur animos erga communem Dominum et Redemptorem pro tam ineffabili et plane divino beneficio, quo mortis eius victoria et triumphus repraesentatur». Decretum de sanctissimo eucharistia sacramento (Sesión XIII, 11, 10, 1551), cap. V; DS 1644.
4 «…Ut eius adversarii, in conspectu tanti splendoris et in tanta Ecclesiae laetitia positi, vel debilitati et fracti tabescant, vel pudore affecti et confusi alquando resipiscant» (Ibid).