Hay en el aire un eco de luces y cánticos que sugiere la cercanía de la Navidad. Sin embargo, lo esencial parece haberse perdido.
La festividad que encarna el misterio más hondo de la fe y la trascendencia se ve hoy atrapada en una vorágine de consumismo, superficialidad y falsos destellos.
Como si de una escenografía se tratara, todo parece estar en su lugar: los villancicos resuenan, las luces iluminan avenidas enteras, y los anuncios prometen felicidad envuelta en papel brillante.
Pero, ¿Qué queda realmente de la Navidad?
El filósofo Josef Pieper acertó al describir este fenómeno como un lujo miserable, incapaz de irradiar el auténtico espíritu navideño.
Este contraste entre la parafernalia visual y la ausencia de significado profundo nos sitúa ante una verdad incómoda: hemos conservado la apariencia, pero perdido el alma.
De la encarnación al sucedáneo
La paradoja de la Navidad actual reside en su capacidad para celebrarse sin su núcleo más esencial.
Incluso aquellos que creemos recibir al Hijo de Dios parecemos a menudo más absortos en la pompa que en la reverencia.
El resultado es un sucedáneo descafeinado, donde los símbolos permanecen, pero su espíritu está ausente. La Navidad se convierte, en muchos casos, en una caricatura de sí misma.
Son múltiples los esfuerzos por vaciar la Navidad de cristianismo.
Paz, comunión y amor, palabras íntimamente ligadas a la Encarnación, son ahora consignas genéricas que flotan en un ambiente desvinculado de su origen.
Hemos pasado de celebrar el nacimiento del Hijo de Dios a un espectáculo de tolerancia y solidaridad hueca. Sonrisas en automático y rituales cargados de sentimentalismo pero sin fundamento.
El cansancio de una época
La fatiga y estrés del modo de vida actual juega un papel central en esta transformación. El agotamiento no es solo físico, sino espiritual. El consumo y la productividad lo invade todo. De estar forma incluso la Navidad se convierte en una mercancía más.
Las compras compulsivas, las cenas y los intercambios de regalos son las notas dominantes de una sinfonía que ha olvidado su tema principal.
El cansancio, sin embargo, no es solo culpa del ritmo frenético de nuestra época.
Es también el fruto de una desconexión profunda con el sentido trascendente de la existencia.
Celebrar la Navidad implica recordar el misterio de un Dios que se hace hombre, que nace en la humildad de un pesebre y que, con su llegada, renueva la historia humana. Este mensaje, tan radical como vital, se ha diluido en un océano de trivialidades.
Recuperar el espíritu
¿Cómo recuperar el verdadero sentido de la Navidad? La respuesta no radica en rechazar los símbolos, sino en devolverles su significado original.
Las luces pueden seguir iluminando las calles, pero deben recordar la estrella que guió a los pastores y magos. Los regalos pueden continuar intercambiándose, pero como reflejo del don supremo del Hijo de Dios. Las cenas pueden mantenerse, pero como expresión de la comunión y la alegría auténticas.
El reto es grande, pero no imposible. Requiere un esfuerzo consciente por parte de cada individuo y comunidad para mirar más allá de lo visible, para escuchar el eco del mensaje eterno que se encierra en la Navidad.
Vivimos saturados de estímulos y este acto de contemplación puede parecer revolucionario. Y quizá lo sea.
Frente a la Navidad desangelada de nuestros días, queda el desafío de redescubrir su verdadera alma. Solo entonces podremos celebrar la auténtica alegría de quien entiende el milagro que tiene lugar cada 25 de diciembre. ¡Feliz Navidad!