¿Qué es lo que está pasando en América Latina? Ésta es una pregunta acuciante que no pueden dejar de planteársela quienes quieren el bien de nuestros pueblos. Es difícil mantener viva la esperanza cuando se advierte con desazón la situación actual. Se percibe a grueso modo que América Latina está entrando en una nueva fase en su vaivén de alternancias periódicas sin la continuidad acumulativa y auto-consistente de un auténtico progreso económico, social y político.
Lo que se impone a simple vista es que América Latina está entrando en una fase de fuerte efervescencia social, como de estallido social, con protestas populares espontáneas que ocupan las calles como en Haití, Puerto Rico, Nicaragua, Colombia, Ecuador, Venezuela, Bolivia y Chile, en un clima que es a veces de violencias desatadas. América Latina es un hervidero de protestas. ¿Qué es lo que está pasando? Hay pocas respuestas que se advierten en el debate político e intelectual de América Latina. O, al menos, pocas respuestas razonables y convincentes. Las élites financieras, políticas e intelectuales de América Latina no han sido capaces de monitorear y entender lo que estaba pasando, lo que iba a pasar y lo que pasa ahora. También la Iglesia latinoamericana está llamada a discernir los “signos de los tiempos” en esa atenta escucha de la realidad a la que la llama el papa Francisco. En general, reina una gran incertidumbre, si no confusión.
Dentro de un cambio de época
Esto no es de extrañar, pues aún no han madurado nuevos paradigmas para afrontar la realidad del impresionante “cambio de época” que estamos viviendo. Con el derrumbe del “socialismo real”, la conclusión del mundo bi-polar de Yalta dejó anacrónicas narraciones y contraposiciones ideológicas, y sus polarizaciones políticas, aunque sobrevivan por inercia. Estamos sumidos en un nuevo mundo emergente que hay que ir descifrando.
El marxismo-leninismo que era ideología hegemónica en medios universitarios e intelectuales de la América Latina de los setenta y ochenta, ha quedado como un pálido vagabundo en la historia, apenas como ideología oficial anquilosada en Cuba. El “nuevo orden internacional” proclamado por el neocapitalismo triunfante, que incluso llegó a prospectar el “fin de la historia” destinado a recorrer sin alternativas los carriles del liberalismo económico y la democracia liberal hacia un mercado mundial sin regulaciones ni obstáculos y una paz y prosperidad para todos, ha sido teatro de una “tercera guerra mundial a fragmentos”, del terrorismo y el incremento de la violencia por doquier, del surgimiento de nuevas potencias en un nuevo concierto internacional muy fluido, de enormes concentraciones de riqueza y especulaciones financieras, de la profundización de la brecha de inicuas desigualdades sociales entre opulentos y multitudes excluidos. Y ahora asiste a tensiones y desequilibrios causados por proteccionismos y guerras comerciales.
Este cambio de época lleva también consigo la difusión mundial de la sociedad del consumo y del espectáculo como gigantesca máquina de distracción de masa, de vigencias relativistas, individualistas, mientras que la “revolución digital”, que es una nueva fase de la revolución industrial, acelera en tiempo real todos los intercambios de informaciones, dineros, acciones, publicidades, entretenimientos, drogas y armas, y va cambiando todos los modos de vivir, pensar y operar. Hay que tener en cuenta que América Latina está envuelta en la complejidad de este “cambio de época” para darse un cuadro general adecuado de la incertidumbre y confusión que está sufriendo. Recomiendo la lectura del soberbio discurso del papa Francisco en el saludo natalicio a la Curia Romana.
Si no cejamos en pensar con el papa Francisco en el horizonte de “Patria Grande” y seguimos afirmando, con los Obispos latinoamericanos en la Conferencia de Aparecida, que ninguna región en el mundo cuenta con tan arraigados factores objetivos y subjetivos de unidad como América Latina, a la vez nos damos cuenta que pasar de esa “estructura” de fondo a las coyunturas concretas de los diferentes países dificulta mucho intentar dar criterios generales de análisis para nuestra actualidad.
Una cosa es lo que está sucediendo en Bolivia y otra cosa muy diferente sucede en Chile, son tan diferentes los acontecimientos en Brasil y México, Venezuela y Colombia, y así podríamos continuar…Así que hay que saber aterrizar estas hipótesis para corregirlas y adecuarlas a las situaciones específicas de cada país.
De las vacas gordas a las flacas: persistencia de la pobreza y la indigencia
Sin embargo, es muy claro que las protestas populares y callejeras que irrumpen por doquier encuentran sus causas de fondo en la pobreza y la desigualdad. No hay que considerarlas como producto de quién sabe qué conspiraciones, sean de derecha o de izquierda.
No podemos cerrar los ojos al hecho de los todavía altos porcentajes de pobreza e indigencia en los pueblos latinoamericanos. Los años de las “vacas gordas”, de 2007 al 2014, gracias a los altos precios mundiales de nuestros productos energéticos, minerales, agrícolas y ganaderos pudieron permitir que algunas decenas de millones de latinoamericanos se incorporaran al mercado de trabajo y a los servicios públicos de salud, educación y asistencia social, aumentando su hasta entonces muy limitada capacidad de consumo.
La exportaciones de tales materias primas aportaron mucha riqueza a los países latinoamericanos, llenaron las arcas de los Estados y hubo una reducción de la pobreza dado el alto porcentaje del presupuesto público de los gobiernos centrales que se dedicó a gasto social. Diversos analistas destacaron el crecimiento de clases medias, sobre todo populares. Así fue como en el 2010 “The Economist” eligió para estos años la elogiosa denominación de “década latinoamericana”. Pero el éxito también seducía.
Los países latinoamericanos se concentraron en un “neo-extractivismo”, sin afrontar las reformas estructurales que afrontaran tres pesadas herencias: las inicuas desigualdades sociales – el sistema impositivo casi no fue tocado o lo fue confusamente y las compensaciones sociales muy limitadas y sin cobertura permanente-; la incapacidad de servicios públicos eficientes, de calidad, accesibles a todos; y, sobre todo, la dependencia de las materias primas. La expansión de la soja en Argentina y de la soja y minería en Brasil mostraban como se apostaba sobre todo a la exportación de materias primas, sin estrategias de diversificación y aumento de la productividad. No hubo políticas de industrialización que aprovecharan para crear valores agregados a esa riqueza y nuevas fuentes de trabajo , contentándose con el tradicional modelo de crecimiento “hacia afuera”, dependiente de los vaivenes del mercado mundial.
También se omitió por completo llevar adelante durante el boom de las materias primas, en la medida de lo posible, una activa política internacional de regulación de estos mercados. Y así es que desde 2015 hasta ahora hemos asistido a un descenso brusco de esos precios de las “commodities” en el mercado mundial mientras decae también la demanda china – años de “vacas flacas”, en que caen los precios del cobre y el hierro, el carbón y el petróleo, la soja y el maíz y podríamos seguir esta enumeración…–, lo que no podía no dejar sentir sus efectos negativos a niveles económicos y sociales en todos los países latinoamericanos.
Hoy la región tiene una dependencia de las exportaciones de materias primas mayor que a fines del siglo XX. Ese neo-extractivismo no hace más que continuar y agravar aún los modos de explotación que son muchas veces irracionales e incluso del saqueo de los recursos naturales. De ello se alzó la denuncia en la reciente Asamblea del Sínodo sobre la Amazonia.
¿Qué se puede esperar de una región que crecerá este año entre el 0.2 y 05%, mientras que las economías asiáticas crecen al 5.9% y en África al 3.2%?
No sólo los índices de crecimiento han sido en estos años muy limitados y en algunos países muy importantes en la región, como Argentina y Brasil, menos que nulos – ¡para no hablar del desastre venezolano! – , sino que la reducción de la pobreza que se logró durante la década del 2007 al 2015 ve ahora, desde el año 2017 un retroceso, sobre todo a niveles de la pobreza extrema.
Tenemos que repetirnos, con la CEPAL, que de los aproximadamente 600 millones de latinoamericanos, su 30,2%, o sea 184 millones viven en condiciones de pobreza, en tanto que un 10.2%, unos 62 millones se encuentra en condiciones de pobreza extrema, el porcentaje más alto desde el 2008. ¡Uno de cada diez latinoamericanos vive en pobreza extrema! Si esa ha sido la tendencia del conjunto latinoamericano, sin embargo podría señalarse que algunos países, como Chile, El Salvador, República Dominicana, Costa Rica, Panamá y Uruguay lograron, desde 2012 a 2017, cierta reducción de la pobreza. Por eso, hay que tener en cuenta como causas profundas de los actuales estallidos populares no sólo las condiciones de pobreza que subsisten por doquier sino también las inicuas desigualdades sociales que se dan en América Latina, que no son sólo económicas sino también asociadas a la condición étnica, a las que se dan entre varones y mujeres y entre las distintas etapas de la vida.
Enormes e inicuas desigualdades sociales
En efecto, las muy duras protestas sociales han sido provocadas sobre todo por los muy altos y escandalosos niveles de desigualdad que América Latina arrastra en su historia y que actualmente estallan ante las imágenes de los escaparates de sociedades que despiertan y alimentan toda clase de estímulos de consumo que vastos sectores de la población no pueden satisfacer y con el temor de ver aún empeoradas sus condiciones de vida.
Hay que repetirse que América Latina sigue siendo la región con las mayores desigualdades del mundo entero, en la que enormes concentraciones de riquezas de oligarquías, que las ostentan en un estilo de vida opulento y que tienden a proteger en recintos cada vez más protegidos por todos los medios, conviven con las “villas miserias” (“pueblos jóvenes”, “favelas”, etc.) y con las grandes mayorías humanas que luchan por mantener día a día sus condiciones de vida y de trabajo.
El 40% de la riqueza en América Latina está en manos de una minoría. En Perú alrededor del 1% de la población concentra el 40% de la riqueza y el 99% restante el 60%. Chile se ha gloriado de su crecimiento económico desde hace años, con inflación del 2%, desocupación del 7% y un PIL pro capite di U$S 20.000, pero el 1% de la población goza del 24% de la renta, mientras que la mitad de los chilenos recibe sólo un mínimo 2.5%.
Un 40% de la población ocupada en América Latina percibe ingresos inferiores al salario mínimo y esto se incrementa notablemente cuando hablamos de las mujeres (48.7%) y de jóvenes entre los 15 y 24 años (55.9%), disparándose entre la juventud femenina al 60.3%. No en vano, los más altos porcentajes de las fuentes de trabajo en la región, al menos en un 50%, son aquéllos trabajos que se llaman edulcoradamente “informales”, pero que en la gran mayoría de los casos son ocupaciones callejeras extremadamente precarias, de mínima subsistencia, que rayan con la mendicidad. Si entre el 2008 y el 2015 los índice de esta desigualdad social disminuyeron, aunque en muy discreta medida, lo fueron gracias a medidas redistributivas recientes que no estuvieron asociadas a un reparto más equitativo del capital y del trabajo.
El estallido de la olla a presión
Pues bien, estas espontáneas protestas callejeras son respuesta a la carga de muchos sufrimientos y sacrificios soportados, de muchas humillaciones sufridas y de horizontes de esperanza que parecen bloqueados. Es como la explosión de una “olla a presión”. No extraña que su estallido vea como protagonistas a sectores de juventud de escolarización de baja calidad, con muy grandes dificultades de acceder a mercados de trabajo y de horizontes bloqueados, a sectores de periferias pobres y de excluidos de las grandes ciudades, a los “mundos” de los “cholos” marginados y despreciados, como también, y esto es muy importante tenerlo en cuenta, a sectores de clases medias populares en condiciones de precariedad que habían recuperado algo y ahora ven que corren el riesgo de perderlo y venirse abajo.
Si a las condiciones de pobreza y de desigualdades sociales le sumamos el reguero de modalidades de corrupción que ha tenido gran impacto mediático y judicial – en gran parte de los casos de cuantiosas coimas bajo contratos amañados con empresas multinacionales o empresas nacionales “amigas” o complacientes – y las acusaciones generalizadas, virulentas y compartidas en desahogos viscerales en los medios sociales, la resultante ha sido un “mix” de rabia muchas veces descontrolada.
En condiciones muy disímiles de país a país, estos estallidos provocados por la pobreza y la desigualdad social se dan en países con regímenes de gobierno y políticas económicas muy disímiles, tanto en Venezuela como en Colombia, en Chile como en Nicaragua. No sería nada extraño que asistiéramos a corto plazo a similares estallidos populares en el Brasil.
Una quiebra institucional
A los grandes bolsones de pobreza y la profunda brecha social – que es como un abismo – se agrega, además, la quiebra institucional. Con esto quiero decir que las grandes instituciones públicas de los países latinoamericanos han ido perdiendo credibilidad. ¿Qué se puede esperar de esto en el Perú en el que una sucesión de Presidentes y ministros se han visto envueltos públicamente en olas de corrupción? No podemos ignorar la presencia capilar de la corrupción del narcotráfico en Colombia a todos los niveles, con autoridades del Estado que se muestran a veces cómplices, otras veces ausentes o impotentes en territorios en los que siguen dándose muy frecuentes asesinatos de defensores y líderes sociales y la persistencia de grupos guerrilleros, en clima de mucha inseguridad. Incluso Chile ha asistido al destape de formas de corrupción en la Corporación de empresarios, en la institución de los Carabineros, en el Parlamento, rozando también la anterior Presidencia de la República.
Y en muchos de nuestros países no rige una real y efectiva separación de poderes. Un ejemplo notorio de ello son los fenómenos de la judicialización de la política y la politización de la magistratura. Si bien la magistratura ha tenido que intervenir ante casos notorios de corrupción de la política, muchas veces ha sido instrumentalizada por fines políticos. Acusar y pretender juzgar a Evo Morales de “crímenes contra la humanidad” es una barbaridad, mientras que en Venezuela el poder judicial es sólo soporte de la autocracia e instrumento de persecución de líderes opositores. Sentencias de la magistratura de diversos países admitiendo los matrimonios homosexuales y las prácticas abortivas más allá o aún en contra de dictados constitucionales son otra muestra de esa politización.
Son muy altos los niveles de corrupción en Haití, Honduras, Guatemala, Paraguay…¿Y qué credibilidad pueden suscitar regímenes autocráticos como el venezolano y el nicaragüense? En Bolivia, Evo Morales sufrió una quiebra institucional – que es forma edulcorada para indicar una especie “sui generis” de golpe de estado -, pero fue su afán desmesurado de poder personal que incubó esa quiebra al no respetar el resultado del plebiscito popular contra su reelección y operar, como es bien posible, maniobras fraudulentas en las recientes elecciones. Hubiera podido dejar la presidencia en tiempo oportuno y prepararse para volver años después, porque, más allá de una retórica setentista, una división y contraposición étnica maniquea y no pocos desplantes autoritarios, había sabido impulsar un crecimiento económico sostenido del país, modernizándolo, sacando a muchos sectores de la pobreza y suscitando la auto-estima de un pueblo tradicionalmente despreciado por las elites criollas. Ahora Bolivia entra en una fase previsible de fuerte inestabilidad institucional y contrastes sociales.
Esa misma falta de credibilidad en autoridades de gobierno y elites de grandes riquezas fue lo que provocó una arrolladora victoria electoral de López Obrador en las elecciones presidenciales mexicanas y que, no obstante las dificultades que encuentra para definir más precisamente su camino de gobierno y reformas, aún su consenso supere más del 60% de la población.
Ejemplo de mayor tradición, consistencia y respeto por las instituciones se percibe en el Uruguay ¿Qué hubiera pasado en muchos otros países latinoamericanos si el resultado a las elecciones presidenciales hubiera sido sólo de unos 20.000 votos de diferencias? Sin duda, hubieran abundado las acusaciones, reyertas y revueltas a más no poder…También Costa Rica es ejemplo de tradición democrática y seriedad institucional. Pero se trata de excepciones…
Cuando hablo de quiebra institucional no sólo me refiero a la credibilidad de las autoridades de gobierno, sino también de las elites tecnocráticas, de las Fuerzas Armadas, de las Corporaciones de Empresarios. También los sindicatos están bastante debilitados, representando sobre todo a los trabajadores con ocupación formal, mientras que la mayoría de los trabajadores en América Latina lo son “informales” o “excluidos”. Por eso, el Papa Francisco ha discernido con claridad la irrupción de los “movimientos populares”, en sus distintas acepciones y realidades. Sin una relación más estrecha entre sindicatos y movimientos populares, los primeros corren el riesgo de degenerar en corporaciones de burócratas sindicales que custodian los intereses de trabajadores privilegiados, y los suyos propios, y los segundos de representar experiencias muy aisladas y limitadas o degenerar en una variedad de grupos y grupúsculos ideológicos y violentos.
El desfonde de la estructura tradicional de partidos
La quiebra institucional más notoria se sufre en democracias cada vez menos representativas. Se ha desfondado, por lo general, la estructura tradicional de los partidos políticos en América Latina.
Partidos políticos conservadores y liberales siguen apostando a políticas económicas neo-liberales, sin haber aprendido de las profundas crisis económicas, financieras y sociales que en tiempos de euforia – véase el “consenso de Washington” – dichos enfoques provocaron. La obsolescencia de los costosos e ineficientes aparatos burocráticos del Estado los llevan a confiar sobre todo en el mercado, en general controlado por la alianza de poderes políticos y grandes grupos económicos, que deja un vasto tendal de “excluidos”.
Tender siempre a achicar el Estado – que no es lo mismo que la más que necesaria modernización del Estado -, es ignorar que hay bienes públicos fundamentales que el mercado no puede ni quiere satisfacer universalmente, que se carece de una visión respecto a las prioridades estratégicas que el Estado tiene que llevar adelante y que se opta por reducir políticas sociales estructurales.
Si en algunos casos logran una rentabilidad y modernización significativas, como en Chile, resultan incapaces de afrontar decididamente la condiciones de pobreza y las desigualdades sociales. No es con reformas de fachada, ni siquiera con una nueva Constitución, sino con una revisión muy profunda de su política económica y social que Chile tendrá que afrontar su próximo futuro. En otros casos, como en la Argentina de Macri, el derrumbe económico, la enorme deuda imposible de pagar a breve plazo y el incremento de la pobreza son signos de su total fracaso. No es de extrañar, pues, que dichos partidos no logren, sino coyunturalmente, la adhesión y menos la representación de vastos sectores populares. Si lo han logrado ha sido por reacción a las profundas crisis o agotamientos de los partidos de “izquierda”.
Una palabra especial merece la crisis sufrida ya desde hace décadas por la Democracia Cristiana y la constelación social-cristiana. Tuvo su tiempo de esplendor desde la pos-guerra y en los años 60 de la “revolución en libertad” en el Chile de Frei, en Venezuela de Caldera y en otros países. Por una parte, la radicalización generada por doquier por la proyección de la revolución cubana en América Latina le provocó continuas tensiones y oscilaciones entre una posición tecnocrática-desarrollista y una posición de seguimiento de posiciones filo-marxista, con numerosas escisiones. Por otra parte, la ruptura de los vasos capilares con la Iglesia, que mucho la había alimentado con su doctrina social y grandes pensadores católicos como Maritain – ruptura causada sea por la diáspora política de los católicos en tiempos post-conciliares sea por la secularización de las dirigencias demo-cristianas – la introdujo en una crisis cultural que anticipó y preparó su crisis política.
En algunos casos, como en Argentina, nunca pudo prosperar porque el “justicialismo” peronista tuvo fuerte influencia de la Doctrina social de la Iglesia, representó a vastos sectores populares arraigados en la religiosidad popular cristianos y, después del Concilio, gran parte de la clerecía le expresó su apoyo en tiempos de dictadura y de su exclusión en las contiendas electorales.
Hoy día, la Democracia Cristiana necesita una revisión y reactualización radicales. Y esto sería muy importante, porque lo de “Democracia” y “Cristiana” sigue siendo una combinación política óptima para América Latina, llámese como se llamen los partidos que la encarnan.
La actual coyuntura expresa también cierto agotamiento de las izquierdas políticas e intelectuales, muy desconcertadas. La crisis de credibilidad del marxismo-leninismo, por una parte, y el arrastrarse cansino y empobrecido de la social-democracia recostada en las sociedades de alto consumo, por otra, las han dejado huérfanas. En general, las izquierdas tradicionales no han sabido imaginar nuevos caminos, utopías y místicas para esa transformación en las condiciones económicas, tecnológicas y sociales de nuestro tiempo. Además, han ido sustituyendo u ofuscando, o también mezclando, cada vez más raídas proclamas e intenciones de transformación social con la aceptación acrítica de sub-productos culturales de las sociedades de alto consumo, con su relativismo hedonista, con sus formas de colonización cultural. No extraña, pues, que los “establihments” bienpensantes de la izquierda se hayan convertido en los protagonistas propagadores de discursos sobre la liberalización del aborto, los matrimonios homosexuales, el alquiler de los vientres femeninos, la facilonería para el divorcio, la ideología del género, etc. considerando todo ello como signos de “progreso” (“progreso” por cierto lanzado y sostenido por grandes agencias y corporaciones internacionales y convertido en mentalidad común).
Es grave que las izquierdas se demuestren bastante incapaces de mirar la realidad con los ojos de los excluidos, “desechados y sobrantes”, y, a la vez, de proponer un proyecto nacional para el bien común de todos. Incluso la sacrosanta lucha por la dignidad de los pueblos indígenas, especialmente vulnerables y hoy muy amenazados, se ha reducido a menudo a un indigenismo ideológico, de pura denuncia, sin repensar y alentar grandes proyectos de realización efectiva de esa dignidad, creando condiciones materiales, económicas y espirituales para hacerla posible y una gradual integración de estos pueblos, respetuosa de sus tierras y culturas, en las sociedades nacionales a la altura del siglo XXI.
La idolatría del poder y su ejercicio centralista y verticalista ha alejado las izquierdas políticas de necesidades y emergencias de la llamada “sociedad civil” y las ha mezclado, en no pocos países, en frecuentes situaciones de corrupción. No han sabido dar respuestas serias a las situaciones de inseguridad que se sufre sobre todo a niveles ciudadanos ni a la emergencia educativa que es prioridad capital para un auténtico desarrollo de nuestros pueblos. Es sorprendente que los gobiernos de izquierda desalojados del poder en varios países de América Latina no hayan elaborado una severa autocrítica de los motivos de su derrota y, al contrario, queden encerrados en una apología engañosa y en una espera de su revancha.
Para más, la sugestiva consigna del “socialismo del siglo XXI” ha sido sólo cobertura ideológica de regímenes autocráticos, liberticidas, como en Venezuela y Nicaragua, cuyo fracaso económico y social es evidente. En Venezuela los datos son escalofriantes: 73% de la población en condiciones de pobreza, 4 millones y medio de venezolanos que han dejado el país y 5.000 personas que cada día huyen de Venezuela. Sólo la corrupción de las cúpulas militares, el apoyo estratégico y en las fuerzas represivas por parte de cubanos, la violación sistemática de los derechos humanos, aunque también las divisiones mezquinas de las fuerzas de oposición incapaces de un gran programa de reconstrucción nacional y popular, permiten la sobrevivencia de ese desastre.
Cuba, por su parte, ya ha perdido la fuerza de atracción y propulsión que tuvo sobre significativos sectores universitarios, intelectuales e incluso clericales desde los años 60 a los 80. Lamentamos, sí, que la promisoria normalización de relaciones con Estados Unidos, después de décadas de guerra fría, haya dado marcha atrás con la presidencia de Trump, pero el socialismo cubano conlleva el límite congénito y las pesadas consecuencias de todo régimen leninista y colectivista y, por eso, no ha dado respuestas más cabales a las notorias limitaciones a las libertades públicas y sobrevive económicamente, sin poder ya poner como excusa el odioso asedio y embargo del gigante del Norte. No queremos para nada que el futuro de Cuba – que es parte de América Latina – sea el de una factoría marginal de Miami para diversiones corruptas, pero tampoco que se eternice una casta burocrática e ideológica que sofoca el país en la depresión y desesperanza.
Partidos políticos de derecha y de izquierda no logran zafar de sus ideologismos gastados.
Las espontáneas protestas populares y callejeras que han hecho irrupción recientemente carecen, pues, de líderes, partidos y modelos que tengan la credibilidad como para encauzarlas. Hay quienes pretenden instrumentalizarlas, pero no las representan ni dirigen. La gente está cansada y con mucha rabia ante el espectáculo de corporaciones autorreferenciales de políticos profesionales enfrascados en sus pujas de poder, con descalificaciones e insultos, más interesados en sus intereses que en el bien común, sin pasión por el propio pueblo y menos por los humildes y desamparados, sin grandes proyectos nacionales y populares, incapaces de suscitar esperanzas fundadas.
La explosión de la violencia
Se dice que “en río revuelto, ganancia de pescadores”, mas bien ganancia de grupúsculos violentistas, que merecerían un estudio más serio. Una dosis de violencia puede llegar a ser explicable, pero en Chile, especialmente, se ha dado una persistente e inaudita violencia que desde la reactividad ha pasado a ser estrategia política. Es violencia protagonizada por pequeños sectores de juventud “anarquista” – más por la destrucción que provocan que por la teoría -, de delincuentes comunes del “lumpen” y de los residuos del Partido comunista y de grupúsculos de extrema izquierda. Impresiona en Chile esa estrategia destructiva que pretende crear un estado de violencia permanente y que, entre muchas otras cosas, arremete contra templos católicos y evangélicos así como con Universidad e instituciones de enseñanza católicas o de inspiración cristiana.
Es muy probable también que participen en esa violencia los incorporados dentro de la red capilar del narco-negocio. El narco-tráfico se ha convertido en la “multinacional” más rentable en América Latina, con enormes poderes de corrupción de dirigencias políticas y financieras, pero también de corrupción de muchos jóvenes de sectores populares, seducidos por la ganancia fácil e inmediata, dispuestos a las más crueles violencias que sean necesarias para obtenerla.
Las “maras” centroamericanas son el ejemplo cabal de esta realidad extremadamente violenta, mientras que los carteles mexicanos – desde la cúspide hasta las bases – parecen incontrolables, con todo tipo de protecciones en diversas instancias del Estado, en guerra entre ellos por el control de regiones y circuitos, protagonistas de una violencia inaudita, asesina, con muchas decenas de millares de muertes a su haber.
El narco-negocio quiere dominar o neutralizar el Estado a través de diversas formas de complicidad, o quiere destruirlo. No es la mera represión de las fuerzas de seguridad que lograrán acabar con ello. El fracaso de la “guerra” proclamada por la anterior Presidencia mexicana está muy claro. Las operaciones de la DEA no pueden pretender ocultar que la más grande demanda de drogas proviene de los Estados Unidos (y después de Europa Occidental), lo que plantea cuestiones muy serias sobre su presunto “estado de bienestar”.
Tampoco parece solución adecuada la liberalización del comercio de drogas ligeras bajo cierto control estatal. Ante todo, es como un rendirse a las drogas como algo normal y no como mal para las personas, familias y comunidades. Además, se manejan dos presupuestos más que discutibles: que el consumo de las drogas ligeras no conduzcan al consumo de las drogas pesadas y que dicha liberalización irá quitando espacio a la red del narco-tráfico. Se necesita lo que aún no se ve en el horizonte: una vasta tarea nacional de educación y prevención, que implique a las más variadas instituciones – comenzando por familias y escuelas -, acompañada, claro está, con eficaces sistemas de represión de sus circuitos de difusión y de sus complicidades políticas y financieras. Sobre todo, no mucho se logrará si vastos sectores de juventudes populares, que componen los “ni-ni” (sin escolaridad ni trabajo), viven en la penuria y sin perspectivas.
Lo que es evidente es que se ha incrementado en grado sumo la inseguridad y violencia en los países latinoamericanos. ¡Y cuidado con los aprendices de brujo, porque cuando la violencia domina las calles es la hora de las Fuerzas Armadas, resucitando un pasado muy sufrido que creíamos, gracias a Dios, ya bastante lejano! ¡Atención!, que en río revuelto se mezclan también los provocadores de diversa calaña.
La crisis de la democracia representativa
El quiebre institucional es la manifestación más notoria de la crisis de la democracia representativa que se da en América Latina. No es de extrañar que los resultados de sondeos que registran las percepciones políticas de 20.000 latinoamericanos de 18 países (exceptuando Cuba y Haití), entrevistados por la prestigiosa Corporación “Latinobarómetro”, confirman que los latinoamericanos están como nunca insatisfechos con la salud de las democracias. El respaldo a la democracia ha caído en 2018 al 48%, cinco puntos menos que el año anterior y 13 menos de su valor más alto, del 61%, en el año 2010. Es como si se hubiera dado una erosión de las democracias, que se acentúa con el desencanto e indiferencia de los jóvenes entre los 16 y 26 años, generación que nació en democracias y no conoció las gravísimas penurias de años de dictadura.
La democracia representativa está en plena crisis no sólo en América Latina sino en todo el Occidente. Esta crisis está ciertamente causada por ese quiebre institucional y las inequidades sociales, impactada también por el sobredimensionamiento del poder financiero y mediático, los crecientes límites a la soberanía por cada vez mayores interdependencias, la ausencia de propuestas innovadores y audaces de participación popular. Parece muy claro que ahora estamos pasando sorprendentemente por una coyuntura histórica mundial de repliegue reactivo, es decir reaccionario, que reacciona ante las más variadas situaciones de confusión e incertidumbre, de inseguridad y de miedo. Son situaciones provocadas por el terrorismo, las migraciones de masa, los numerosos focos de la “tercera guerra mundial a pedazos”, el incremento de la violencia por doquier. Son también provocadas por aceleradas transformaciones que parecen incontrolables, por todas las penosas consecuencias sociales que arrastra una globalización que deja multitudes de excluidos, pero que también son sentidas como amenazas para vastos sectores de clases medias de países de alto y medio nivel de desarrollo.
Esas situaciones de incertidumbre y de miedo se acrecientan y agudizan en poblaciones enteras que no encuentran sólidos pilares de referencia para la construcción de la propia existencia personal y colectiva.
“Uno de los fenómenos que actualmente golpea al continente – dijo el Papa en su discurso al Colegio Pío Latinoamericano, el 11/05/2019 – es la fragmentación cultural, la polarización del entramado social y la pérdida de raíces”. El desfibramiento de los tejidos familiares y sociales y, con ello, la gradual disolución de los vínculos de pertenencia y socialización, dificultan toda cohesión social y van dejando a la gente en vacíos y orfandades, en “todos contra todos” o “sálvese quien pueda”.
La potente máquina de distracción (“divertissement”) y censura que opera por medio de la sociedad del consumo y del espectáculo ya no puede ocultar la confusión y la rabia que emergen por doquier. Las democracias se viven en un tembladeral, desprovistas de fundamentos y virtudes, cada vez más erosionadas. No es de extrañar, pues, que mucha gente reaccione emotivamente, casi instintivamente, a veces con exuberancia irracional, dejándose guiar por el miedo y la rabia, y se aferre a las presuntas seguridades de nacionalismos estrechos, a las imágenes de los hombres (y mujeres) “fuertes”, a políticas autoritarias de orden y control social, a promesas ilusorias de regeneración social. Así descuellan las aventuras inciertas de las presidencias de Trump y Bolsonaro, entre muchas otras.
¿Se trata de populismos?
Hay quienes engloban toda esta coyuntura bajo el rótulo del “populismo”. Hay, sí, dosis de populismo cuando se cae en demagogia irresponsable, en la facilonería en afrontar los problemas y en el mero asistencialismo a los necesitados como clientelas políticas. Esta es una realidad de hoy, de ayer y de siempre. Una dosis de demagogia es congenial a toda política. Sin embargo, como interpretación general de la situación actual está tan usada y desgastada últimamente, por pereza intelectual, que ya ha ido perdiendo sentido. Cuando todo entra como por un embudo bajo el mote de “populista” – Trump y López Obrador, Bolsonaro y Daniel Ortega, Johnson, “Podemos” y la “Liga” italiana -, la capacidad analítica del concepto se demuestra casi nula.
Muy cierta es la distinción que el Papa Francisco plantea sobre “populismos” y “políticas populares”. En este sentido, se puede afirmar que hay populismos que se alimentan de las zozobras, los miedos, las rabias e incluso de tendencias xenófobas que sacuden al cuerpo social; y hay “políticas populares” cuando apuntan a promover la soberanía participativa de los pueblos, desde las entrañas de sus culturas, hacia la consecución de un bien común de inclusión y mayor justicia para todos.
Muchas veces se ha usado ideológicamente el mote de “populista” para desvirtuar estas políticas populares, sobre todo por parte de quienes temen toda irrupción del pueblo en la escena pública que ponga en jaque los intereses de los potentados del “establishment”.
Los tres grandes países: Brasil, México y Argentina
Quien mira América Latina en su conjunto tiene que concentrar especialmente esa mirada en los tres grandes países de la región: México, Argentina y Brasil…y no dispersarse sólo en anécdotas locales. Este triángulo es decisivo: no en vano Brasil representa el 38% de la producción total regional, México el 24% y Argentina el 13%. En este triángulo se da la máxima concentración latinoamericana de capital humano, la mayor red de mercados, universidades e institutos de investigación de América Latina.
Pues bien, la presidencia muy personalista de Andrés Manuel López Obrador contó con un sufragio popular avasallador, porque los mexicanos estaban hartos de tanta violencia, corrupción e inoperancia de gobierno. Incluso actualmente conserva un muy alto consenso popular, mientras que cuenta con el control de gran parte de los poderes del Estado. Cierto es que hay que juzgarlo por sus hechos, y aún es demasiado pronto para hacerlo. AMLO hereda una situación “imposible”: un país violentado por una criminalidad que parece incontrolable (sobre todo por las redes del narcotráfico, la difusión de armamentos y una cultura de violencia), una economía que ve puntas de alta tecnología y productividad con un enorme atraso en zonas rurales, una desigualdad social escandalosa entre las más grandes fortunas del mundo y grandísimos bolsones de pobreza, incluso de miseria y exclusión (sobre todo en algunas zonas indígenas). Además, tiene que vérselas con la vecindad, por una parte, con el gigante del Norte y sus muros y, por otra, con el volcán centroamericano y sus migraciones.
Yo escribía hace algunos meses que López Obrador tenía la posibilidad de liderar un gran movimiento nacional y popular de regeneración y reconstrucción del país o podía sufrir la amenaza de reducirse poco a poco en una nueva versión del “ogro filantrópico” de la “revolución institucionalizada”. Podía movilizar lo mejor del “orgullo” nacional del pueblo mexicano, confiado en la “Morenita”, o dejarse llevar por colonizaciones ideológicas o culturales de conventículos elitistas. Arriesgo todavía a dejar abierta esta alternativa, aunque no falten políticas que se demuestran mas bien demagógicas y confusas. Pero quienes se apresuran a condenarlo se lavan las manos demasiado fácilmente de su corresponsabilidad con las situaciones ahora heredadas.
En todo caso, ante la obsesión de la administración norteamericana por el muro divisorio, las imágenes caricaturales que se propagan en Estados Unidos sobre los hispanos acusados de ser focos de delincuencia y las discriminaciones, persecuciones y deportaciones que sufren los hispanos en ese país, todo honesto latinoamericano tendría que repetirse: “somos todos mexicanos y centroamericanos”.
México juega también su destino en su capacidad de seria y firme negociación con el gigante del Norte, en la conquista de su enorme mercado, en el crecimiento educativo, social y económico de los hispanos en los Estados Unidos. Depende de los Estados Unidos en su moneda, sus comercios, sus circuitos de producción integrada, su turismo, sus migraciones, los intercambios entre drogas y armas, pero sus raíces son tan profundas que ha sabido mantener su propia identidad nacional y cultural en las más diversas manifestaciones de vida de su pueblo. Octavio Paz exclamó una vez que Nuestra Señora de Guadalupe – es decir, su mejor tradición por medio de la Madre y las madres – había resultado más “anti-imperialista” que todos los retóricos discursos ultra-nacionalistas de la sucesión de Presidentes de la revolución institucionalizada.
Pero México tiene que mirar también mucho más hacia el Sur, hermanado por historia, cultura y sustrato católico. No pueden ser tan escasos los vínculos comerciales y de cooperación a diversos planos entre México, Brasil y Argentina. Tengamos, además, bien presente que en el 2021 se conmemorará en la misma fecha la independencia mexicana y la de los actuales 5 países centroamericanos (Panamá es otra historia…). Los países centroamericanos no podrán salir de ciclos de depresión y violencia – aunque Costa Rica se salve por el momento – si no mediante un intenso proceso de integración “federal” entre ellos y con México. El eje de solidaridad, integración y modernización “Puebla-Panamá” es capital para el sur de México y para Centroamérica, pero los problemas internos de México son tales que parece carecer por el momento de una más polifacética política exterior.
De la Argentina de Alberto Fernández cabe también mantener las esperanzas abiertas. La nueva presidencia heredó un país en bancarrota, totalmente endeudado, con espirales de inflación e incremento de la pobreza. Es un “milagro” al revés que un país tan rico tenga a una tercera parte de su población en la pobreza. Es bueno que la nueva presidencia haya inmediatamente destacado la emergencia social, sanitaria y laboral. Tendrá que emprender una tarea titánica que será posible sólo si mantiene firme el timón de una conducción sabia y determinada y si se logra mantener y reforzar la unidad del movimiento peronista-justicialista y su arraigo popular. Son motivos de esperanza la enorme riqueza de la Argentina y su poder de recuperación, por una parte, y, por otra, todas las energías de movilización solidaria de la tradición popular en el país. Sin embargo, se requerirá algo más: una magnanimidad que sepa convocar y dar fuerza a la mayor unidad nacional y patriótica posible, dejando atrás las polarizaciones exacerbadas en tiempos de las presidencias de Cristina Kichner y de Macri. Esto es tanto más necesaria en cuanto que la crisis es de tal magnitud que es muy difícil de afrontar.
En Brasil se aprovechó de las tradicionales fragilidades y corrupciones de la política brasileña, en la que el Partido de los Trabajadores quedó también muy enredado, para emprender una tremenda campaña de acoso judicial y mediático concentrada contra el Presidente Lula. Esa sola campaña no explica suficientemente que más del 60% de los brasileños votara por una candidatura emergente y sorprendente como la de Bolsonaro. Hoy día, la presidencia de Bolsonaro aparece aventurosa e incierta, con raptus de vulgar e incluso amenazadora agresividad que no condicen con la política de un gran país. Su consenso se ha reducido mucho. Mientras que el Ministro de Hacienda Paulo Guedes es un neo-liberal muy ortodoxo, hay que tener en cuenta la tradición nacionalista e industrialista de buena parte de las Fuerzas Armadas del país. Además, el Congreso y la Suprema Corte tienden a bloquear las iniciativas más radicales de la presidencia. El actual régimen de gobierno da muestras de mucha inestabilidad y es muy difícil apostar por su futuro, pero lo que suceda en el Brasil en los próximos años será de importante repercusión para toda América Latina.
En realidad, el quiebre institucional ya señalado ha dado pie en varios países de América Latina al surgimiento, gracias a intensas campañas mediáticas, de figuras tan sorprendentes y variadas como la de Bolsonaro, la del anterior Presidente de Guatemala y el actual de El Salvador, así como muchos de los recientemente victoriosos en las elecciones municipales colombianas. Y es posible que se tengan en el próximo futuro muchas otras sorpresas de ”hombres nuevos” para gobiernos inciertos…¡para bien o para mal!
Siempre la “Patria Grande”, más allá de la crisis de la integración
Las convulsiones locales y nacionales no pueden hacer perder de vista la perspectiva y utopía de la “Patria Grande” que el Papa Francisco mantiene bien en alto.
La integración latinoamericana es una necesidad y una prioridad ineludible y urgente, que está inscrita en nuestra vocación y destino. Así lo reconocía Juan Pablo II cuando, inaugurando la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Santo Domingo, el 12 de octubre de 1992, señalaba: “Es grave responsabilidad (de los gobernantes) el favorecer el ya iniciado proceso de integración de unos pueblos a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la cultura han unido definitivamente en el camino de la historia”. “No hay por cierto otra región que cuente con tantos factores de unidad como América Latina (…) – escribieron los Obispos latinoamericanos en el documento de Aparecida, n. 527 -, pero se trata de una unidad desgarrada porque atravesada por profundas dominaciones y contradicciones, todavía incapaz de incorporar en sí ‘todas las sangres’ y de superar la brecha de estridentes desigualdades y marginaciones”.
Obviamente, estos factores de unidad están lejos de reducir la realidad latinoamericana a la uniformidad, sino que se conjugan y enriquecen con muchas diversidades locales, nacionales y culturales, a modo de “poliedro” diría el papa Francisco. No hay otro camino que la integración para ampliar los mercados y concertar una economía de escala que favorezca la industrialización, especialización, innovación tecnolόgica, los “tradings” productivos y un crecimiento auto-sostenido. Es condición indispensable para enfrentar las exigencias impostergables de la lucha contra la pobreza, de la dignidad del trabajo para todos y de mayores condiciones de equidad en un sub-continente que tiene el lamentable record de albergar abismales desigualdades sociales.
La integración política y económica es la única posibilidad de contar con un propio peso en el concierto internacional con un mínimo de audiencia y de capacidad de imponer respeto. Helio Jaguaribe y Methol Ferré, entre otros, supieron evidenciar con clarividencia todos los desafíos y alternativas de la integración latinoamericana en los emergentes escenarios globales.
Lamentablemente el MERCOSUR, proyecto histórico fundamental desde una alianza brasileña-argentina y chilena – único eje de conjugación, atracción y propulsión a nivel sudamericano – se ha ido empantanando desde hace demasiado tiempo y está sumamente desfibrado. Hoy es apenas una tenue zona de limitado libre comercio, sometida a las presiones e intereses de corporaciones de los diversos países. ¡Sin embargo, está destinado a resurgir de sus cenizas cuando se afronte con inteligencia y valentía el bien común de nuestros pueblos y naciones! Tendrá que saberse conjugar bien con la Alianza para el Pacífico, que ha emprendido un camino de integración que habrá que seguir con atención.
Más allá de las cansinas retóricas de las cúpulas políticas de turno, se está requiriendo una vasta obra de educación y movilización de modo que la integración latinoamericana no se reduzca a los humores y veleidades de las élites sino que arraigue en los pueblos y que vayan formándose grandes consensos populares, transversales a todos los países en pos de esa integración.
Importantísimo es educar, conmover y movilizar las juventudes latinoamericanas con el ideario de construcción de su “Patria Grande”. Mientras tanto, quedamos a la espera de líderes y voluntades políticas más inteligentes, determinadas y apasionadas para dar nuevo ímpetu regional, nuevas realizaciones concretas y nuevos horizontes a la integración y unidad latinoamericanas.
En el Bicentenario de la Independencia de los países latinoamericanos tengamos bien presente que esa integración es condición necesaria para reafirmar hoy nuestra independencia contra todas las amenazas de nuevas modalidades de colonizaciones económicas, culturales e ideológicas que ya mismo atentan contra el bien de nuestros pueblos.
El método del diálogo, de la negociación y del encuentro, a tiempo y destiempo
Si la mirada de un atento observador recorre y recapitula las pasadas décadas de América Latina, se queda asombrado de cuánto la región continúe dependiendo de las variables políticas y económicas del concierto internacional y de cuánto fluctúe en su conjunto de virajes periódicos. Los horizontes que aparecen como cerrados, de golpe van abriéndose en forma reactiva respecto del período anterior, pero poco se aprende de lo ensayado y vivido en cada coyuntura mundial y latinoamericana. Estamos siempre propensos a auges y caídas en alternancia periódica. No hay una continuidad acumulativa.
Sin embargo, si se quieren afrontar a fondo situaciones de grave emergencia, y más aún, los tremendos problemas y desafíos que implica un auténtico desarrollo integral, solidario y sustentable, de mayor justicia y equidad, se requiere que se logren grandes acuerdos políticos y sociales, de amplitud y generosidad de miras. Hay que evitar extremizar las polarizaciones, no quedar encerradas en las conflictualidades, descartar las descalificaciones, la ausencia de todo diálogo, el descalabro de la amistad social. No se trata de ignorar los legítimos motivos de las distintas posiciones políticas y de la conflictualidad social, pero se necesita mantener un tejido democrático de encuentros y diálogos perseverantes y abiertos, en los que se sepa aprender unos de otros.
Con contraposiciones radicales y maniqueísmos exasperados entre enemigos – más que adversarios políticos – es muy difícil que se emprendan políticas dirigidas efectivamente al bien común, sino que se erosionen las democracias. Las más diversas instituciones políticas, educativas, culturales, económicas, sociales y religiosas tienen que ser protagonistas de diálogos nacionales, que serán tanto más sólidos y fecundos cuando impliquen a los más diversos niveles de la sociedad civil. Incluso más: nuestros países necesitan grandes objetivos y políticas de Estado que, en lo fundamental, no estén dependiendo de los intereses políticos y económicos que se mueven en la alternancia de gobiernos. En esto la Iglesia está llamada a jugar un papel educador y promotor de una auténtica reconciliación y democratización.
Nuevos métodos, nuevas propuestas, nuevas terceras vías
No estamos, pues, para quedarnos sentados esperando que pase la actual “racha” y soñando con un mañana mejor. ¡No! Se trata de empeñarse para ir animando, a través de las más numerosas y variadas acciones, convergentes en lo posible, procesos y experiencias de una convivencia en la que el pueblo pueda ejercer la fraternidad, sin desesperar, aguardando “confiadamente y con astucia los momentos oportunos para avanzar en la liberación tan ansiada” (Documento de Puebla, n. 452).
“Los pueblos, especialmente los pobres y sencillos – escribió el papa Francisco en la presentación de mi libro “Memoria, coraje y esperanza a la luz del Bicentenario de la independencia de los países latinoamericanos” (ed. Nuevo Inicio, Granada, 2016) – custodian sus buenas razones para vivir y convivir, para amar y sacrificarse, para rezar y mantener viva la esperanza. Y también para luchar por grandes causas”. “Necesitamos cultivar y debatir – prosigue el Papa – proyectos históricos que apunten con realismo hacia una esperanza de vida más digna para las personas, familias y pueblos latinoamericanos. Urge poder definir y emprender grandes objetivos nacionales y latinoamericanos, con consensos fuertes y movilizaciones populares, más allá de ambiciones e intereses mundanos y lejos de maniqueísmos y exasperaciones, de aventuras peligrosas y explosiones incontrolables”. En general, no sirven para nada los modelos pre-fabricados, pero si se necesita invertir mucha inteligencia, muchos intercambios, mucha imaginación, para ir proponiendo nuevas políticas económicas y sociales, nuevos modelos de desarrollo integral, solidario y sustentable, incluso nuevas “terceras vías” más allá de los círculos viciosos desgastados del neocapitalismo tecnocrático ultraliberal y del socialismo estatista autocrático. Una iniciativa muy importante que va en ese sentido es la convocatoria del papa Francisco para Asís, del 26 al 29 de marzo próximo, en la que se han inscrito más de 3.000 jóvenes economistas, empresarios y operadores sociales.
Por eso, hablando a los participantes en el post-diplomado de la Academia de Líderes Católicos en el Vaticano, el Papa Francisco recalcaba que es necesaria “una nueva presencia de católicos en la política”. “Una nueva presencia – proseguía el Papa –que no sólo implica nuevos rostros en las campañas electorales, sino, principalmente, nuevos métodos que permitan forjar alternativas que simultáneamente sean críticas y constructivas. Alternativas que busquen siempre el bien posible, aunque sea modesto. Alternativas flexibles pero con clara identidad social cristiana. Y, para ello, es necesario valorar de modo nuevo a nuestro pueblo y a los movimientos populares que expresan su vitalidad, su historia y sus luchas más auténticas. Hacer política – concluía el Papa – inspirada en el Evangelio desde el pueblo en movimiento se convierte en una manera potente de sanear nuestras frágiles democracias y de abrir el espacio para reinventar nuevas instancias representativas de origen popular”.
La Academia de Líderes Católicos ha querido y quiere responder a esta necesidad y convocación: acompañar, alentar y alimentar la formación de nuevas generaciones de católicos en la política – en el recambio de dirigencias de variadas posiciones políticas que se está necesitando -, de profundas convicciones cristianas, arraigados en la tradición, cultura, sufrimientos y esperanzas de nuestros pueblos – ¡políticos, empresarios, sindicalistas e intelectuales populares! -, con amor preferencial a los más pobres y vulnerables, anteponiendo el bien común a todo interés particular, competentes ante situaciones complejas, comprometidos en la lucha por una América Latina unida, casa común para todos, de mayor justicia y equidad, pacificada, hábitat que cuida la riqueza y belleza de su naturaleza y el crecimiento en humanidad de sus hombres y mujeres.
Nos queda para desarrollar como un segundo capítulo que es el de la misión de la Iglesia en este “cambio de época” convulso que sacude a todo nuestra querida y sufrida, pero siempre esperanzada América Latina…¡Será para otra ocasión!
Roma, 18 de enero de 2020
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[…] primera vista, los problemas de América Latina parecen provenir del egoísmo y el ánimo de lucro desmedidos de las élites […]