Cualquiera que se mueva por las redes sociales habrá podido observar que, desde hace algún tiempo, abundan los anuncios que nos invitan a conocer nuestro coeficiente intelectual. No he tenido ninguna curiosidad por ver qué hay detrás del cebo publicitario, pero siempre que lo veo, me viene a la memoria una época en la que, por razón de estudios, hube de internarme en los tanteos que hasta el momento se habían hecho por conocer esta capacidad prodigiosa del ser humano que es la inteligencia. Prodigiosa y misteriosa, que permanece como territorio con extensas áreas aún inexplicadas. De las muchas cuestiones que hay establecidas en torno a ella, la que me parece más interesante es la que tiene que ver con su definición: ¿qué es la inteligencia?
Antes de entrar en materia, para despejar el campo conceptual, creo que puede ser conveniente decir, aunque sea solo de paso, algo sobre lo que no es, ya que con alguna frecuencia se oye llamar inteligencia a aptitudes o habilidades que por su cercanía lo parecen, pero no lo son; por ejemplo, la memoria o la listeza. Como tampoco lo es la astucia, que es la sagacidad para lograr los propios fines sin que importen los medios empleados. Estos son rasgos muy valiosos que en ocasiones se toman como sinónimos de inteligencia, pero conviene no confundirlos porque no lo son; de hecho, hay quienes poseyendo algunos de ellos en alto grado, no pueden ser considerados personas intelingentes. Pero como no es el propósito ahondar en estos ejemplos, y hacerlo nos distraería de nuestro objetivo, me limitaré a añadir una sola cosa más que me parece muy interesante sobre lo que no es la inteligencia. Se trata de algo que, a pesar de ser muy simple, tiene su miga: la inteligencia no es lo que miden los tests de inteligencia; precisando un poco más, la inteligencia de una persona no es lo que miden los test de inteligencia que puedan aplicarse a esa persona. Al decir esto, no estoy diciendo que los resultados de los tests no sean fiables, que sí suelen serlo porque son pruebas muy contrastadas, ni que no nos sirvan para apoyarnos en ellos, que sí sirven. Lo que sí es necesario remarcar es que no debemos sobrevalorar los resultados de los tests porque lo que miden es la intensidad de distintas capacidades, es decir, solamente una parte del potencial intelectual con el que un individuo está dotado. Lo que un test de inteligencia nos dice es una apreciación global de la inteligencia general de una persona o bien cuál es la potencialidad de algunas de sus herramientas mentales con las cuales cabe esperar que se mueva con soltura en ciertas áreas intelectuales. Pero nada nos asegura que una persona con buenas herramientas las vaya a usar, y menos aún que las vaya a usar correctamente para bien propio y de los demás.
Hechas estas precisiones, volvamos punto de partida para intentar ver, ahora ya sí, qué entendemos por inteligencia. Es esta una pretensión que, como se verá, no es simple ni fácil. Si acudimos a quienes han estudiado la cuestión, veremos que hay tantas definiciones como autores, y, aunque estaría muy bien poseer una definición aceptada de manera generalizada, hay que decir que el consenso es imposible. Sortearemos esta primera dificultad diciendo que, en la práctica, no importa tanto la definición teórica cuanto una buena caracterización de la inteligencia. Dicho de otra manera, el objetivo no es encontrar una definición que se nos antoja escurridiza sino contar con un número suficiente de rasgos que aplicados a una persona puedan calificar a esta como inteligente. A falta de una definición única, esta solución es honrosa y válida, aunque hay que advertir de un grave inconveniente y es que la presencia de esos rasgos ha conducido a hablar de inteligencia con apellidos: inteligencia emocional, lingüística, psicológica, social, creativa, etc. Hecha esta advertencia, en mi opinión, podemos decir que una persona demuestra ser inteligente cuando sabe, y sabe explicar con propiedad, cuestiones como las siguientes: Lo que las cosas son; clasificar y establecer categorías; percibir hechos o fenómenos, analizarlos y sintetizar lo analizado; gestionar el tiempo y el espacio (orientación, cálculo, distribución y aprovechamiento); razonar de acuerdo con las leyes de la lógica y obtener conclusiones; manejarse con símbolos; recordar; calcular; relacionar causas y consecuencias, hallar las primeras y prever las segundas; resolver problemas; manejar secuencias y algoritmos; adaptar la conducta a circunstancias imprevistas y a contextos desiguales; relacionarse con los demás; tomar decisiones acertadas.
Todo un amplio espectro de aptitudes y habilidades intelectuales, como puede verse. Para el propósito que aquí se sigue, que es ofrecer una pincelada reflexiva en torno a este comienzo de curso, me limitaré a comentar alguna cosa sobre el primero de los puntos: Saber y saber explicar lo que las cosas son.
Saber lo que las cosas son
Decir que la inteligencia es la capacidad para saber, y saber explicar con propiedad, lo que las cosas son es remontarse al concepto originario, el concepto con el cual se gestó, alumbró y echó a andar la palabra inteligencia. Estamos hablando de su etimología. La palabra inteligencia procede del latín intelligentia, y esta a su vez de la unión de otras dos, intus legere, ‘leer dentro’, o ‘leer por dentro’. Según esto, la inteligencia vendría a ser la facultad que nos capacita para leer en el interior de las cosas, es decir, para captar una realidad inmaterial escondida tras las apariencias sensibles, que viene a ser lo mismo que buscar la esencia de las cosas y abstraer. Esta idea nos remite al ser y su interioridad.
Con mucha frecuencia se oye hablar de la inteligencia animal. No es el momento para examinar la cuestión de hasta qué punto podemos decir que los animales son inteligentes y, si lo son, ver las diferencias con la inteligencia humana. En todo caso, hay una primera diferencia esencial, que salta a la vista y es que para el animal, los objetos no pasan de ser estímulos, es decir, detonantes de su sensibilidad. Para el animal las cosas son fuentes de atracción o rechazo o no son nada, cosas atractivas, repelentes o indiferentes. Para el hombre en cambio no. El hombre ve lo mismo que ve el animal, puede compartir -y de hecho comparte- hábitat con muchos animales, podría estar en medio de la naturaleza rodeado de los mismos elementos materiales, la misma agua, los mismos árboles, el mismo suelo, etc., pero la capacidad de abstracción (de entender lo que las cosas son) supone un abismo mental insalvable que separa al uno del otro. El animal se queda en la exterioridad de las cosas, el hombre puede entrar en su interior, leerlas y así formar conceptos. (Habrá que añadir de inmediato que si el hombre puede entrar en el interior de las cosas es porque las cosas no son mera exterioridad, sino que tienen también un adentro).
Esta capacidad para entender lo que las cosas son, que es la postura básica del realismo, entronca directamente con el concepto de sabiduría y nos remite a él, de modo que inteligencia y sabiduría vendrían a coincidir parcialmente. No se solapan porque la inteligencia se circunscribe a una facultad mental que es el entendimiento, por la cual captamos la esencia de los objetos, más allá de lo que entra por los sentidos, mientras que la sabiduría incluye, además, una dimensión moral. Incorporo aquí, porque viene al caso, los últimos párrafos de un artículo publicado por estas mismas fechas y en este mismo blog, en 2016, con el título: El hombre sabio, modelo de hombre para la educación.
En la Edad Media se dio una definición de hombre sabio que dice así: Sabio es el hombre a quien las cosas le parecen tal como realmente son. En mi opinión, el gran mérito de esta definición está en su candorosa simplicidad. Veo en ella -valga el juego de palabras- una sabia definición de hombre sabio. Y lo veo por dos motivos:
Uno, porque según la definición, sabio no es el que sabe cómo son las cosas, sabio es al que le parece cómo son. Saber cómo son las cosas, lo que se dice saber de manera exacta y definitiva, solo Dios. Nuestros saberes, aún los mejor establecidos, son siempre provisionales. Uno de los grandes méritos del reputado filósofo Carlos Popper, estuvo precisamente en advertir de la interinidad de nuestras proposiciones, por más atadas que las supongamos. En la confrontación con lo real (con las cosas) el arrogante dice saber, al sabio le parecen. Ahora bien, por ser sabio, su parecer no es un parecer arbitrario ni gratuito, sino preciso y bien fundamentado porque coincide con lo que las cosas son realmente. Si el parecer fuera una mera opinión alejada de la realidad, no habría tal sabiduría, porque se trataría de un parecer erróneo o falso. Por esta razón digo que veo candor en esta definición, porque el sabio, habiendo aquilatado su opinión de manera rigurosa y aun teniendo la certeza de cómo son las cosas, no se arroga el saber y no se atreve a ir más allá del me parece. Digamos de paso que esta postura de humildad frente a la arrogancia del saber nos ofrece una síntesis preciosa de razón y fe, sabiduría humana y revelación divina. En cuanto sabiduría humana nacida de la razón, hunde sus raíces en la filosofía de Sócrates, en cuanto revelación divina sabemos que la arrogancia con los hombres, Dios la detesta. (Lc 16, 15).
El segundo motivo por el que entiendo que estamos ante una definición sabia es porque sabio no es quien sabe esto o aquello, ni el que colecciona saberes, sino el que ha forjado una fundada opinión sobre las cosas, usando con agudeza y prudencia su razón natural. ¿Sobre qué cosas? Sobre todas las cosas: Dios, hombre y mundo, es decir, la vida humana con todas sus dimensiones, con todas sus hebras, con su devenir, con su intrincada red de relaciones y enredos, con su lucha interminable entre el bien y el mal. Adquirir la sabiduría que consiste en entender todo esto es aprender el arte de vivir, el único verdaderamente imprescindible. Por esta vía de la visión de totalidad llegamos a ver la coincidencia de la sabiduría con la filosofía. Sabio es el filósofo, siempre que se entienda la filosofía, no como un saber más, perdido en la constelación de saberes, sino como la ciencia de «todas las cosas» por sus causas últimas adquirida por la luz natural de la razón. Es la definición clásica de filosofía (no la etimológica), que a pesar de haber sido contestada y puesta en entredicho desde la Edad Moderna, sigue conservando todo su valor y toda su fuerza.
Explicar lo que las cosas son
No basta con saber, hay que saber explicar. Saber es más que saber decir, pero el saber exige decir. El saber de la inteligencia no entiende de secretos ni de arcanos incomunicables; un saber que no se comunica es un quiste intelectual, una perla preciosa en una ostra cerrada. Saber y saber explicar con propiedad. He aquí dos de las condiciones imprescindibles a todo buen maestro, independientemente de la edad del que aprende, la materia o el ámbito en que se ejerza la función de enseñar.
En alguna ocasión me he atrevido a decir que en la enseñanza reglada (da igual si hablamos de la enseñanza primaria o de la universidad) solo hay una asignatura: el lenguaje. Entiéndase la hipérbole, ya sé que esto no es así, pero en ella sí hay un punto de verdad. Me lo ha recordado hace poco -y me ha vuelto a confirmar en esta idea- la lectura del De magistro de San Agustín. Cada asignatura se distingue por su objeto, pero la enseñanza y la comprensión de todas ellas se hace mediante el lenguaje porque el conocimiento, sea el que sea, no existe fuera del lenguaje y sin lenguaje no puede transmitirse.
Uno de los graves escollos académicos, si no el mayor, con el que se enfrenta un buen número de los estudiantes que presentan dificultades de aprendizaje, no está en la falta de capacidad intelectual sino en los tropiezos con el lenguaje y su falta de dominio: pobreza de vocabulario, deficiencias de lectura, especialmente de comprensión de lo leído, dificultades de expresión, etc. Por otra parte, está archidemostrada la relación entre inteligencia y lenguaje, hasta el punto de que una de las granes áreas que nos indican el nivel de inteligencia es precisamente la que da cuenta de las habilidades lingüísticas.
Volvemos al enunciado del primer punto: La inteligencia es saber lo que las cosas son y explicarlo con propiedad. Cuando las cosas se explican bien, no solo se enseña, sino que en el que aprende se despierta el gusto por el saber. Eso es encaminar hacia la sabiduría de la que se acaba de hablar, que no solo está en saber, sino en saborear, en disfrutar del conocimiento. Con la reflexión sobre el entendimiento de lo que las cosas son y su consiguiente explicación, nos acaba de aparecer la nota de complacencia en el saber, el disfrute por aprender, que viene a redondear y coronar este primer concepto de inteligencia. Esta, como el resto de las capacidades humanas, descubren su verdadero sentido cuando no se agotan en sí mismas, sino que sirven a un fin mayor, que no es sino el cultivo integral de la persona, y que va unido necesariamente a este otro: encontrar alegría en lo que decimos y hacemos. Esta es una piedra de toque y un auténtico test con el que medir nuestras empresas: poder comprobar que en ellas se nos hace presente la alegría. Con una condición, que de la alegría tengamos su concepto más elevado. En palabras de una de las grandes figuras de la Pedagogía española del siglo XX, Víctor García Hoz (tan grande como desconocido por quienes mejor deberían conocerlo, los actuales profesores y estudiantes de Educación), la alegría «no [es] complacencia sensible, sino gozo espiritual» (Introducción general a una pedagogía de la persona, p. 193. Volumen nº 1 del Tratado de Educación Personalizada. Madrid, Rialp).