En pleno diciembre, la ciudad brilla como un árbol de Navidad eterno. Las calles se visten con miles de luces, más resplandecientes que las estrellas mismas y lo cierto es que hay algo fascinante y, al mismo tiempo, un tanto inquietante en todo eso. Estamos tan acostumbrados a ver el fulgor artificial de las bombillas -ahora led- que ya no recordamos cómo se ve el cielo nocturno sin la opaca cortina de la modernidad. La Navidad, en su esplendor comercial en la ciudad, ha llegado a eclipsar el firmamento que interpelaba a nuestros abuelos con su misterio y belleza, y ha sido sustituida por destellos que apenas nos dejan ver más allá de nuestras narices.
La Navidad es ese momento en el que se nos invita a mirar, en familia, las estrellas. No las que adornan las tiendas o las luces de los escaparates, sino esas que nos remiten a lo trascendente. Si apagáramos las luces de Navidad —esas luces brillantes y, a menudo, vacías— tal vez descubriríamos que debajo de toda esa artificialidad, el cielo sigue allí, esperando a ser visto. Y entonces, tal vez, volveríamos a ser lo que un día fuimos: seres que buscan más allá de lo inmediato, que anhelan lo eterno, que se sienten pequeños ante la vastedad del universo y, a la vez, extraordinariamente conectados con él. Puede que ese olvido de mirar las estrellas corresponda también al adormecimiento del deseo de encontrar sentido a lo que nos sucede. El mismo silencio de la oscuridad sigue sacudiendo cada corazón y quizá es por eso que nos empeñamos en tener luces por todos lados, no vaya a ser que mirando las estrellas en la noche despertemos.
“No existe una sola noche en la historia humana en la que alguien no haya sentido disminuir la tragedia viendo el cielo estrellado, igual que el niño deja de llorar, en la cuna, al mirar el movimiento de un carrusel” reza Montiel.
¿Y si los astros tuvieran algo que ver con el deseo? ¿Y si la estrella de Oriente nos indicara el lugar donde encontrar ese Alguien que puede saciar ese deseo?
Deseo —esa palabra tan llena de poesía— proviene del latín “desiderare”, que significa «anhelar lo ausente». De hecho, “de” es ausencia, y “sidus” es astro. ¿No es curioso? El deseo nace de la ausencia de lo que nos falta, de la lejana presencia de un astro que no podemos tocar, pero que podemos ver, por un fugaz instante, alzándose en el cielo de nuestras vidas en forma de anhelo.
La estrella de Oriente, aquella que guió a los Reyes Magos, brilló en La noche porque no había contaminación lumínica que le hiciera competencia. Ese astro fue un recordatorio silente de que lo verdadero y lo grande se ve con los ojos pero, sobre todo, con el corazón abierto. Los sabios de entonces, al seguirla, no solo cruzaron desiertos y reinos, sino que se adentraron en el misterio mismo del nacimiento del Sentido saliendo a su encuentro. Esa estrella fue una invitación y también fue el símbolo de un deseo, un anhelo de algo más allá, de algo trascendente que, habitando más allá de las luces del mundo, da sentido a todo cuanto existe y acontece.
Quiero detenerme en ese anhelo, esa necesidad tan humana que todos compartimos. En los momentos de mayor consumismo y distracción, cuando las luces parpadean con promesas vacías, el hombre sigue buscando algo que trascienda y que le dé respuestas que encajen de verdad. Pero ¿y si el deseo de nuestro corazón se comportara también como una estrella de Oriente?
“Hasta ahora nadie ha visto aves migratorias dirigirse a tierras más cálidas que no existan o a ríos moverse entre las rocas y las llanuras corriendo hacia un océano que no se puede encontrar. Porque Dios no crea un anhelo o una esperanza sin tener preparada una realidad que la cumpla. Nuestro anhelo es nuestra certeza, y bienaventurados los nostálgicos porque ellos volverán a casa» escribió Karen Blixen.
Es curioso, ¿no? El anhelo parece ser la semilla de lo eterno que ya está inscrito en nuestro ser, como algo que nos lleva, a través de los días y con nuestra libertad, hacia algo que aún no podemos ver, pero que sabemos que está allí, esperando correspondernos.
La Navidad se ha vuelto en nuestro tiempo un escenario de consumismo desmesurado. Como señala Esperanza Ruiz, «El consumo, desordenado y compulsivo, anestesia el dolor del alma que ha perdido lo sobrenatural y lo busca, como polillas, debajo de una farola». Nos hemos acostumbrado a comprar y consumir, a pasearnos por las calles siguiendo las luces y guirnaldas de las tiendas intentando llenar nuestros vacíos con regalos que, aunque brillan y relucen, nunca colman la sed más profunda del ser y menos si no se ha descubierto que el sentido de lo que celebramos es sobre todo relacional y familiar: va de que dar es darse por amor. Nos hemos olvidado de lo sobrenatural, de lo que no se toca ni se vende, y por ello hemos enfocado mal todo lo material y buscamos desesperadamente, bajo las luces y pompas artificiales, lo que no puede encontrarse ni allí ni de ese modo.
Lo cierto es que, cuando apagamos las luces de los comercios, cuando cesan los anuncios y las ofertas, lo único que queda es el anhelo feroz del corazón, sin anestesias. Ese anhelo que, al igual que la estrella de Oriente, nos señala un camino hacia la Verdad, hacia la casa a la que pertenecemos. Los anhelos del corazón no son casuales, están escritos en cada corazón y, salvo anestesias, reclaman ser llenados. La Navidad nos recuerda que nuestro anhelo es nuestra certeza. Lo que buscamos, aunque parezca lejano, tiene un lugar donde puede cumplirse: en el abrazo del misterio, en la simplicidad de la familia, en la humildad de una luz que no necesita adornos para brillar: en la verdad de un Niño que nos recuerda que somos hijos.
Quizá ha llegado el momento de apagar, por un instante, las luces del mundo, esas luces que tanto nos ciegan, y de permitirnos mirar el cielo como antaño. Tal vez entonces, como los Reyes Magos, descubramos una estrella, que no solo alumbra, sino que arde también en lo más profundo de nuestra existencia. Quizá ese anhelo pueda orientarnos hacia Belén. Ese es el verdadero sentido de la Navidad: un regreso a lo esencial, a la luz que nunca se apaga, al deseo correspondido.
En esta Navidad, apaguemos las luces artificiales para encender las del corazón. Dejemos que el anhelo nos guíe, como la estrella de Oriente, hacia la Verdad que nos llama en nuestra realidad. Y recordemos que, por encima de las luces comerciales, existe un firmamento lleno de estrellas esperando ser vistas, esperando orientarnos para que volvamos, con Él, a su casa de pan.
¡Feliz Navidad!
Quizá ha llegado el momento de apagar, por un instante, las luces del mundo, esas luces que tanto nos ciegan, y de permitirnos mirar el cielo como antaño Share on X