Hoy día el uso de una terminología adecuada para que nos denominen a cada uno es muy importante. Y especialmente lo es para los políticos, y para aquellos otros que quieren escalar puestos en una sociedad en la que importa mucho la etiqueta.
Hoy día no se trata de hacer el bien o el mal, si no hacer lo políticamente correcto, y decir lo políticamente también correcto. Hay que presentar bien el escaparate.
Ser decente, o ser honrado, es lo de menos; lo más importante es parecerlo, sí: lo que conviene es parecerlo. Por qué puede ser que en algunos ambientes sea preferible lo contrario.
Hoy parece ser que lo políticamente correcto es ser: progre, también lo es en muchos casos el ser de izquierdas, y también lo es el ser: agnóstico; o ateo; o laicista practicante, y con un moderno, y resultón, pin en la solapa, que lo indique. Ser progresista hoy es apoyar: el aborto, o el feminismo, o la ideología de género.
Ser progresista hoy es pasar: de las creencias; de la religión; y si la creencia además es la religión católica, hay que pasar corriendo para que no se nos pegue nada.
Ser progresista hoy es defender a ultranza la sanidad pública y la escuela pública. Aunque después seamos los primeros que ante una operación complicada acudamos al hospital más caro y por supuesto de entre los privados.
¡Por qué claro! Nosotros somos nosotros. Los demás ya son otra cosa.
Y a la hora de elegir colegio elegimos el colegio de élite ¡Pero claro de tapadillo! y justificando siempre nuestras acciones; y por supuesto cuando hay que hablar en público se defiende lo público, incluso con vehemencia.
Ser retro por el contrario es creer en Dios; e ir a la iglesia; y bautizar a nuestros niños; y defender la enseñanza concertada, que no es igual que la elitista de los progres.
Yo he sido profesor en la enseñanza pública, y el 90% de mis compañeros, los progres de solemnidad, llevaban a sus hijos/as a los colegios de monjas y curas, pero públicamente defendían la enseñanza pública, y atacaban además -a veces hasta con desprecio- la enseñanza concertada. Porque lógicamente una cosa es programarle la vida al hijo/a del vecino, que entre otras cosas nos importa tres pepinos; y otra muy distinta es programar la vida de nuestros hijos/as, y se sabe que en la mayoría de los casos en los colegios de curas y monjas están mejor, aunque yo sea de los del puño en alto porque es lo políticamente correcto.
Si dices que después de esta vida viene la vida eterna -en el cielo-, eres: un retrógrado, sin solución; si vas a misa: un anticuado, que no se pone al día; si no defiendes las fiestas del Orgullo gay: perteneces a otra galaxia; y si la defiendes: estás en la cima de la ola de los triunfadores.
Sea como fuere, yo: con la ayuda de Dios, y con el empuje de mis hermanos cristianos; espero tener siempre fe, y espero amar siempre a Jesucristo y a su Santísima Madre; y espero enseñárselo así a los que estén a mi lado, y a los que pueda en la distancia. Y allá: con lo progre, con lo políticamente correcto y con el que se afilia al partido en el que está el sol que más calienta.
A fin de cuentas, al final de nuestra vida, cada palo tendrá que aguantar su vela. Ya no será la vela del otro, será la vela propia. Ciertamente al morir preguntarán a nuestros familiares: si queremos el ataúd con crucifijo o sin él; y si va a haber o no acto religioso; y si en el cementerio se reza un responso o mejor se canta la internacional que tiene un ritmo más progre.
Pero después, una vez que nos meten en el nicho, y «aliñen» los ladrillos, para que todo quede cerrado y bien cerrado; ya a partir de ahí no habrá políticamente correcto; habrá: «Cielo o infierno».» todo o nada».» gusanos o gusanos».
Ustedes me perdonen si consideran que he llegado a un final un poco brusco; pero es que si uno va al cementerio la brusquedad se la encuentra de frente, y no hay cabida para los que se han pasado la vida pensando: “si esto o aquello era políticamente correcto, para de esta manera acercarse al sol que más calienta”.