Una de las políticas más suicidas que comete el Gobierno español, ante una indiferencia poco menos que generalizada —incluidas las instituciones económicas y sus liderazgos—, es la ausencia de una política favorable a la familia y la natalidad. Desde las condiciones que favorecen su formación en las edades más jóvenes hasta el acompañamiento durante el periodo de crianza y educación de los hijos, pasando por las compensaciones necesarias para garantizar el buen desempeño de sus funciones. No solo no existe una política positiva, sino que ocurre todo lo contrario, fomentándose una cultura abiertamente contraria a la familia, que tiene en el feminismo de género (y, en general, en toda la concepción surgida de la perspectiva de género) un ariete beligerante contra todo lo que significa la familia.
El Gobierno y su entorno político y cultural ven a la familia bajo sus anteojeras ideológicas, que les impiden reconocer la realidad. Porque la familia, como un modelo concreto que cumple unas funciones bien específicas, no solo procura una mucho mayor felicidad subjetiva a sus miembros, sino que genera lo que en economía se denominan externalidades positivas. Es decir, posee efectos beneficiosos sobre el conjunto externo a la familia. Los beneficiados no pagan por ello, y estos efectos son un colateral de la actividad principal.
Es por todo ello que los gobiernos tienden a subvencionar las actividades generadoras de dichas externalidades y a ofrecer incentivos fiscales para fomentarlas. Esto explica las ayudas universales a las familias con hijos, que no deben ser contempladas como una ayuda social, sino como un incentivo de fomento.
Esto se debe a que las familias cumplen nueve funciones, de las cuales solo una es realmente atendida por la economía neoclásica: la tan decisiva del ahorro, necesariamente conectado a la inversión y al consumo.
Además de esta, existen otras ocho funciones esenciales para el crecimiento económico y la sostenibilidad del estado del bienestar, como explico en Una Nueva Teoría de la Familia (2016) y que resumiré en mi sesión sobre La Familia, el día 30, en el curso de DSI que ha organizado la Corriente Social Cristiana.
Estas funciones son decisivas para el crecimiento económico, como se deduce de la mayoría de modelos de esta naturaleza, como los de Lucas (1988), Mankiw, Romer y Weil (1992), o Aghion y Howitt (1992), entre otros. Todos ellos parten de supuestos semejantes o parcialmente distintos, pero tienen como denominador común la importancia del trabajo en términos de cantidad y el muy decisivo capital humano, que, a su vez, se relacionará con la innovación o el progreso técnico para determinar la productividad. Esta no solo afecta al trabajo y al capital, sino, de forma más importante, a la productividad total de los factores (PTF).
Pues bien, la fuente primigenia de estos dos factores (trabajo y capital humano) es la familia. A pesar de ello, las políticas públicas lo ignoran, demostrando una vocación de suicidio solo explicable por el sectarismo ideológico.
Las condiciones del estado del bienestar también dependen de la familia, en parte en relación con las funciones mencionadas, y en parte gracias al capital social localizado en la familia. También en este caso, el capital social tiene como primera fuente a la familia, que después el resto de las instituciones sociales tienden a multiplicar —o a destruir cada vez más frecuentemente—.
Este capital social es otra externalidad positiva de la que nos beneficiamos todos y que actúa de dos maneras distintas: una, reduciendo los costes sociales y, por consiguiente, los costes de oportunidad públicos que, en muchos casos, hay que acometer para paliarlos. La delincuencia juvenil es un ejemplo clásico, como lo es la destrucción deliberada de mobiliario urbano. Se distraen recursos de otros fines favorables al bienestar para resolver estos y otros daños. Estos costes de oportunidad públicos, ocasionados por estas causas, a su vez determinan otros costes, denominados costes de transacción, también del sistema público.
La otra vía es que la familia reduce directamente el gasto social. Otro caso clásico, cada vez más relevante, es la diferencia entre las personas mayores que viven años en soledad y aquellas que han conservado un vínculo de pareja o una relación de cuidado amplia con los hijos.
Sin embargo, estas funciones no pueden desarrollarlas cualquier tipo de emparejamiento. Solo las optimiza la pareja estable formada por un hombre y una mujer abiertos a la descendencia y con voluntad educadora, que permanecen unidos hasta la muerte de uno de los cónyuges (o, como subóptimo, hasta la finalización de la secundaria de uno de los hijos), como está empíricamente demostrado. Por ejemplo, Fernando Pliego Carrasco lo explica en su obra Familias y Bienestar en Sociedades Democráticas (2012).
Menospreciando, y aún perjudicando, la formación y desarrollo de familias estables con hijos, estamos destruyendo nuestra prosperidad (en términos de mejora de la renta per cápita) y la capacidad y calidad del estado del bienestar. Ciertamente, es una locura.
Si estàs interesado en participar en