No sé si cabe mejor forma de comenzar a hablar de León XIV que diciendo que no necesitamos comprenderlo aún. Ni clasificarlo. Ni opinar sobre él. Necesitamos, simplemente rezar y observar.
Lo más sensato, lo más radical incluso, es hacer silencio y dejarnos de memeces, de perfiles improvisados con una urgencia ideológica.
Etiquetar al Papa, te pongas como te pongas, es desconfiar. Y desconfiar, cuando hablamos del Sucesor de Pedro, no es solo falta de prudencia. Es una falta de fe.
Llevamos unos días conviviendo con un gran desliz de incredulidad aunque hemos intentado decorarlo de análisis e información.
La urgencia de clasificar
Nos puede la impaciencia del hombre moderno que trata de controlar todo. Y venga etiquetas y etiquetas porque hoy en día no se deja un ápice abierto al misterio, no sea que nos sorprenda. Todo hay que rebajarlo a lo mundano, para salvarse como sea del vértigo de Algo mayor.
Hay una gran certeza en todo este barullo sin sentido y es que el Catecismo de la Iglesia Católica proclama con autoridad que cada persona es una unidad corporal y espiritual, irrepetible en su identidad y singular en su misión. No somos una acumulación de supuestas categorías, ni posturas.
Como decía Santa Teresa de Jesús, ni siquiera son nuestros pecados los que nos definen. Somos misterio. Y si esto vale para cualquiera de nosotros, cuánto más para aquel que es el Vicario de Cristo, León XIV.
La urgencia por etiquetar al Papa León XIV —progresista, tradicionalista, discontinuista— es, entonces, más que un error intelectual.
Se trata de un modo sutil, pero no por ello sabio o elegante, de negar que el Espíritu Santo guía verdaderamente a la Iglesia.
Un pontificado que acaba de empezar
Claro que es natural y muy humano buscar signos, gestos y palabras. Y está bien leer, escuchar e incluso intuir. Pero otra cosa es clasificar, etiquetar y reducir.
Porque el Papa no es una corriente ideológica. Es un pastor. Es el hombre elegido para continuar la misión de la Iglesia.
Llevamos unos días, penosos, de risa, ya sabemos qué pie calza León XIV y hay decenas de libros sobre su apenas iniciado pontificado en Amazon. Por no hablar de los viejos tuits del entonces cardenal Prevost que presumen de tener la capacidad de explicar un pontificado que apenas ha comenzado.
Como si ser Papa y ser cardenal fueran lo mismo. Pero no lo son. Gracias a Dios, no lo son.
Las apuestas y las batallas que hemos presenciado en los últimos días no son de Dios, sino del ego humano. Es «uno de los nuestros» porque vestía muceta, decían algunos. Otros lo reclamaban por hablar de diálogo, de puentes y de sinodalidad. Damos pena.
Todo lo que sabemos hasta ahora cabe en pocas certezas. Ha hablado con fuerza de la paz. Ha exhortado a no temer. Ha hablado de unidad y misión. Ha mostrado un afecto sincero por su predecesor. Y sobre todo: ha hablado de Cristo. Todo lo demás son interpretaciones que conviene no absolutizar.
En el fondo, lo que más debería preocuparnos no es si León XIV canta en latín o se salta el protocolo. Lo que más debería inquietarnos es si estamos dispuestos a dejarnos pastorear.
Porque parece que no, parece que ya lo sabemos todo antes de empezar.
Una Iglesia que confía
No existe nada más liberador en este caso que renunciar a la etiqueta. No decir constantemente “el Papa debería…” sino “Señor, gracias por darnos un Papa”.
Se nos ha olvidado que Dios a cada uno lo unge, no por sus méritos, ni por nuestras proyecciones, sino por su designio.
Pero parece que el Papa no tuviera el derecho a ser simplemente quien Dios le ha llamado a ser.
¡Atención! Porque toda esta feria es profundamente injusta. Y profundamente peligrosa. Porque lo que creemos saber de alguien puede impedirnos conocerlo realmente.
Del cardenal Prevost sabemos cosillas, de León XIV sabemos muy poco, y eso es un regalo. Significa que tenemos que descubrirlo, caminar con él, escucharlo con el corazón abierto.
Que tenemos que dejar que su pontificado sea lo que el Espíritu quiera que sea, no lo que los opinadores de turno decreten. La Iglesia es el Cuerpo vivo de Cristo, no cuatro tertulianos tomando birras. Y su cabeza visible en la tierra merece algo más que simplificaciones y etiquetas.
El Papa León XIV ya nos lo ha dicho varias veces y sus antecesores también lo recalcaron: No tengaís miedo!. ¿Qué más queremos?
Caminemos juntos, confiados. Sin miedo. Con paz. Unidos. Como pueblo. Como hijos. Como hermanos.
Y miremos a Cristo.
Él es el único al que podemos poner nombre con certeza: Él es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Todo lo demás sobra.