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Pecado y acción común; esto es política

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Escribe Guardini en El Señor (220; 1963): “El pecado no es solo el incumplimiento de una norma, una ofensa al prójimo, sino un delito contra algo eterno, no solamente contra la ley moral, sino contra algo grande y valioso”. Y añade: “Es imposible acotar una acción (una cosa trae a la otra) todo forma una continuidad, y aun teniendo en cuenta la responsabilidad individual ha de hablarse más de trama formada por la culpabilidad humana que del pecado del hombre aislado”. Y esto nos conduce también a las estructuras de pecado a las que se refirió Juan Pablo II: «Si muchos y graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar en cierto modo el clima de extendida incertidumbre moral y atenuar a veces en las personas la responsabilidad objetiva, no es menos cierto que estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera ”cultura de muerte” (Evangelium Vitae)».

Con un añadido del propio Guardini: “La miseria y el sufrimiento son con frecuencia fruto del pecado”.

¿Pero cómo se puede abordar ese pecado organizado, estructural solo desde el individualismo? Simplemente no se puede. Por la propia naturaleza de la cuestión la respuesta individual, siempre necesaria como testimonio, inútil como franco tirador, no basta. Solo una respuesta cristiana colectiva, por tanto, política, es suficiente. Entre nosotros el uso de la palabra política se ha distorsionado hasta no expresar su realidad. La reducimos al partidismo político, a los debates, cada vez más desafortunados, que para nada reflejan la búsqueda del bien. Pero la política designa otra cosa. Se refiere al reino de lo que nos afecta a todos, lo colectivo, al logro del bien común y de los bienes comunes, y los bienes públicos. ¿Siendo así, entonces por qué tanta renuencia a promover una política cristiana?

Podemos y debemos debatir sobre cómo debe realizarse tal política basada en la concepción social de la Iglesia, y no quedará por falta de textos, pero no hay debate posible sobre el deber de intervenir, porque hacerlo es un deber cristiano, porque forma parte de su caridad. Y no es de ahora. Pio XI, en su discurso de 18 de diciembre de 1927, a la Federación Universitaria Católica Italiana -FUCI- declaró que la política, en cuanto atiende al interés de la entera sociedad constituye “el campo de la más amplia caridad, la caridad política”. El Papa estaba respondiendo a Mussolini, que había acusado a la FUCI de ir más allá del apostolado e incurrir en la actividad política. Después Juan Pablo II, Benedicto XVI, hasta llegar a Francisco, “la política es una de las formas más elevadas del amor, de la caridad. ¿Por qué? Porque lleva al bien común”, han reiterado el mismo enfoque, por otra parte, ampliamente desarrollado en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia. No puede existir la más mínima duda sobre el deber católico de intervenir de manera conjunta en política.

El cómo depende de las condiciones de cada sociedad, pero no pueden omitirse en su planteamiento reglas fundamentales de la contienda política. Una, la existencia de una corriente social organizada que necesite de la expresión colectiva. Otra regla es que debe estar en posesión de un relato capaz de llegar a los corazones y a las mentes, expresar un proyecto cultural, una forma de entender la vida, vincular el presente con el futuro y el pasado.

La política se puede realizar por dos vías. La de la democracia representativa, los partidos políticos, las elecciones, y la práctica parlamentaria. Es fundamental porque regula el poder, y está en crisis, porque en una medida variable pero cierta, la “idea de que no nos representan” es exacta. Lo que sucede es que esta omisión grave, también se debe en parte a una debilidad civil, de creer que la democracia se termina con el voto cada cuatro años, y que a partir de ahí uno se olvida y ya no debe interactuar políticamente. Esto ha contribuido -no lo ha configurado, pero sí lo ha incentivado- a la partidocracia. Los partidos como fin, y no el bien común. De otra parte los actuales partidos, al menos en el caso de España o son contrarios, o responden mal a las grandes categorías cristianas, aun en el caso que en aspectos concretos reclamen alguna inspiración de ella, al tiempo que niegan otras decisivas, relacionadas con el mandato del amor. ¿O es que alguien cree que la política de fundamento cristiano puede prescindir de su mandato central?

La otra vía es la de participación política, que no exige una organización partidista. Esta es buena ahora y aquí por diversas razones: A) Porque supera el debate partidista en el que algunos cristianos con distintas afiliaciones no se sienten bien acomodados. B) Permite acciones concretas con objetivos bien definidos, que facilita tanto el necesario y prioritario reagrupamiento cristiano, como el establecimiento de alianzas amplias y variables, según cada caso, lo cual potencia la acción. C) Facilita organizar una gran corriente social cristiana en el seno de la sociedad, no sujeta inicialmente al debate sobre los partidos; esto es cuando es más débil, y permite construir el relato precisamente a partir de la acción. D) Normaliza progresivamente la presencia en la política de los cristianos y sus planteamientos, sin que necesariamente estos respondan a un explícito nominal. E) Permite mediante una agenda acertada hacer visible la excelencia de las iniciativas políticas, es decir, favorables al bien común que nacen de esta acción impulsada por un implícito cristiano. F) Encarnan la necesidad cívica de impulsar medidas de regeneración democrática, con lo que comporta de proyección positiva hacia el conjunto de la sociedad.

Existen dudas sobre que los cauces establecidos para la participación política en España permitan actuar con eficacia.

Cierto es que, comparado con otros países de Europa, estamos en desventaja, pero también es exacto, que existen los suficientes para intervenir con fuerza y eficacia. Otra cosa es que se desconozcan o no se usen.

En relación con los cauces reglados de participación, hay vías muy efectivas a escala del estado, en muchas autonomías, y en las grandes ciudades. Habrá tiempo y ocasión para identificarlas y explicar cómo usarlas. Se trata en definitiva de incidir precisamente sobre los gobiernos, y la legislación. Nada más y nada menos que de hacer leyes y llevarlas a las instancias parlamentarias para su aprobación o rechazo. Esto permite situar en el escaparate público alternativas a la situación actual.

Existe otra línea de acción reglada solo en algunos aspectos que es la de intervenir sobre leyes en tramitación.

Un tercer aspecto es utilizar la obligación legal de que determinadas acciones de gobierno y leyes se ajusten a obligaciones previamente establecidas. Sucede por ejemplo con la familia, y lo incumplen tanto el Congreso y Senado, como el Gobierno, incluso el Consejo de Estado.

Después existen, sobre todo en el ámbito local, todas las distintas vías de participación, incluidas las presenciales.

Otro capítulo diferente y que puede interactuar con el anterior es la legislación sobre información, rendimiento de cuentas, y transparencia. Hay diversos mecanismos que, aunque imperfectos permiten indagar, obtener información, cuyo uso y divulgación posterior ya forma parte de la vía de participación democrática y pueden constituir por sí mismas formas de intervención eficaces, al mostrar lo ocultado.

Es evidente que junto a las vías regladas existen las de siempre, las que obedecen solo a la capacidad de mover voluntades e iniciativas, que por sí solas quizás sean muy limitadas, pero que unidas a las anteriores multiplican sus efectos.

Finalmente, la envolvente y condición necesaria de todo ello: la capacidad masiva y acierto de actuar en la red constituye una condición necesaria. Con una diferencia favorable, su combinación con las vías regladas de participación multiplica por mil su eficacia. También es un factor complementario, pero no menor, la capacidad de generar acontecimientos.

La condición fundamental para que esto funcione es actuar unidos, agrupados, expulsando todo protagonismo de grupo, toda poca acción cristiana de apropiación de la iniciativa común.


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