Hay una forma de patriotismo que no construye y por supuesto no combate nada. Solo se lamenta.
Es un patriotismo de barra de bar y columna de domingo, de recreación histórica y queja perpetua. Pero que no se atreve a levantar un proyecto político que ponga en pie a España.
Ese patriotismo se ha convertido en una de las formas más sutiles de desmovilización nacional.
Se trata de un patriotismo descreído, cultivado en ciertas capas de la derecha cultural, que gusta y se recrea en las gestas pasadas pero no tolera ninguna esperanza futura.
Que presume de amar a España, pero parece que solo en la medida en que esta sea una causa perdida.
Es la España que sirve para insultar a políticos, para maldecir a los traidores, para cabrearse … pero no para ofrecer un horizonte.
España está fatal
Este tipo de patriotismo se presenta como rebelde e incluso lúcido. “España está fatal de lo suyo”, repiten sus fieles. “Aquí no hay solución”, “esto es una ruina”…
Bajo esa actitud nihilista se oculta, sin embargo, un perfecto colaborador del sistema: porque no genera alternativa, solo se deshoga. Es un camino que empieza en la crítica y termina en la nada.
Este fenómeno bebe de dos fuentes que, en combinación, resultan letales: la leyenda negra interiorizada y el liberalismo desencantado.
De la primera hereda la visión de España como un fracaso eterno: un país de corruptos, masas embrutecidas y derrotas heroicas. De la segunda toma el escepticismo ante cualquier causa colectiva, la desconfianza sistemática y la imposibilidad de pensar en lo común más allá del contrato individual.
En este marco, la historia nacional solo sirve como escenografía para el lamento.
La fe, como un cuento chino del pasado. La monarquía, como teatro insulso. Y el pueblo, como un ente zafio, incapaz de redención.
El resultado es un discurso donde no cabe la regeneración ni el futuro. Solo queda el brindis amargo y el fatalismo resignado. La patria es así una losa más que un destino.
Otro patriotismo
Frente a esta situación, urge rescatar otro patriotismo: uno que no se avergüence de su nombre.
España necesita hombres y mujeres capaces de articular una visión del país que no se limite a sobrevivir, sino que quiera vivir. No necesitamos más crónicas del desastre: necesitamos porvenir.
Porque el patriotismo es ante todo, una virtud. Es el reconocimiento de que hemos nacido dentro de una herencia, de una comunidad de memoria, sangre, cultura y fe. Y esa lealtad exige entrega, sacrificio, propuestas…
España fue grande cuando supo unir cielo y suelo.
La fe también debe volver al centro. Y es aquí donde entra la gran tarea cultural: desmontar el relato autodestructivo que tantos han interiorizado.
Hay que romper con esa pose de ciudadano cansado que no cree en nada salvo en su propio desdén. Pensémoslo bien, no hay nada más funcional al poder que una oposición que se resigna y que se burla de la esperanza.
España no necesita más funerales ni elegías. La nación no se defiende con memes. España necesita epopeyas nuevas. No necesita tragedias bellamente narradas, España necesita recordar y forjar motivos legítimos para levantar la cabeza con orgullo. España se defiende con una cultura que proponga sentido.
Así, el patriotismo será alegre, fundacional, arraigado en la verdad, abierto al bien común, y dispuesto a la acción. Todo lo demás es derrota aunque se pretenda cubrirlo de aplausos.