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Prohibir los dispositivos electrónicos en las aulas. ¿Si o no?

El debate en los medios se ha centrado exclusivamente en defensores y detractores de la medida, pero hay un aspecto que ha pasado desapercibido y sin embargo es mucho más grave

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La reciente decisión de la Comunidad de Madrid de prohibir el uso individual de dispositivos electrónicos en las aulas ha desatado una oleada de reacciones. Padres, docentes, expertos y menos, han opinado polarizando el debate, unos instalados en la «pantallofília» y otros apostados en la «pantallofobia». Bajado un poco el soufflé, vamos a tratar de dar criterio con sosiego.

Puede enseñarse muy bien o muy mal, con pantallas y sin ellas porque la clave de la enseñanza, está siempre en el maestro.

Ahora bien, el riesgo de las pantallas en relación con el docente es que el mal profesor acabe escondiéndose detrás de la muleta de la pantalla para exponerse menos al toro del alumno, despachando faenas de aliño en el aula. Mala cuestión.

En mi opinión, y no sólo por el papel del profesor, no utilizar dispositivos individuales en las aulas como metodología de trabajo es una decisión acertada.

Las pantallas: una falsa panacea

Llevamos años presenciando una progresiva «pantallización» de nuestros niños y adolescentes, tanto en las familias -primeros educadores de nuestros hijos- como en las aulas. En muchas familias, el móvil se ha convertido desde hace tiempo en el regalo estrella de la primera comunión. En muchas aulas, y especialmente desde la pandemia, los dispositivos electrónicos han sustituido por completo al cuaderno, al libro de texto, e incluso en parte —como ya hemos apuntado— al profesor.

Cuando toda esta «moda tecnológica» comenzó, se prometieron múltiples beneficios: motivación, personalización, gamificación del aprendizaje, acceso ilimitado al conocimiento. ¿El resultado? Dispersión, superficialidad, empobrecimiento del lenguaje, menor capacidad de atención y vínculos más débiles con el conocimiento.

Inger Enkvist, reconocida hispanista y pedagoga sueca, lo viene advirtiendo desde hace décadas: el uso masivo de tecnología en las aulas no mejora el rendimiento. Es más, puede perjudicarlo. Enkvist defiende que la enseñanza eficaz se basa en cuatro pilares: un buen profesor, un clima de trabajo, un currículo claro y el esfuerzo del alumno. Ninguno de ellos se reemplaza con una pantalla. No puedo estar más de acuerdo.

Hay, por tanto, evidencia científica, observación pedagógica y sentido común, que justifican limitar, o excluir, los dispositivos electrónicos individuales al menos en las etapas educativas más tempranas.

Estoy convencido de que el aprendizaje profundo, duradero y humanizador requiere un buen maestro al que admirar, concentración, orden, escucha, diálogo, memoria, lectura comprensiva y escritura manuscrita.

Elementos que el uso individualizado de la tecnología suele socavar. Todo ello sin entrar en otros riesgos de «evasión» del aula cuando el alumno tiene un dispositivo personal sobre su pupitre.

No es cuestión de pantallas, es cuestión de principios

El debate en los medios se ha centrado exclusivamente en defensores y detractores de la medida, pero hay un aspecto que ha pasado desapercibido y sin embargo es mucho más grave.

¿Es el papel de una administración educativa decidir cómo debe enseñar un centro educativo? En la respuesta, lo que está en juego no es principalmente la metodología: es la libertad de enseñanza de los centros. Y desde ese punto de vista, esta es una injerencia intolerable, escandalosa.

Llevo años diciendo que el sistema educativo en España, aunque no sólo, obedece a un modelo intervencionista incompatible con el principio de subsidiaridad y absolutamente impropio de una democracia liberal.

Sin embargo, nuestras administraciones educativas determinan el 100% de las asignaturas (currículo) y sus contenidos, las horas que se deben dedicar a cada asignatura, el perfil y cualificaciones de cada docente.

El qué, el cuánto, el quien, el dónde (porque en España no está permitido el Homeschooling) y ahora también el cómo. Esta nueva vuelta de tuerca del intervencionismo supone una intromisión insoportable.

Las administraciones, con nuestros impuestos, deben encargar informes y estudios, analizar los datos estadísticos y sacar conclusiones que poder ofrecer a los centros y a las familias como recomendaciones, pero los centros educativos, especialmente aquellos con ideario propio, tienen el derecho —y el deber— de definir su propuesta metodológica.

Porque no hay un único modo de enseñar. Unos optarán por enfoques más tradicionales; otros, por metodologías activas; unos emplearán tecnología como apoyo; otros, prescindirán de ella casi por completo. Y los padres, en libertad, elegirán el modelo que mejor se ajuste a sus convicciones y a las necesidades de sus hijos. Este es un principio básico de la libertad de enseñanza.

Me entristece profundamente que la mayor parte del debate ha girado en torno a si es bueno o no usar tabletas en clase. Y está bien ese debate. Pero muy pocos —poquísimos— han levantado la voz para recordar que esa decisión no le corresponde a la administración, sino al centro. En una comunidad autónoma que dice defender la diversidad educativa, no se ha entendido que esa diversidad solo es posible si se respeta la autonomía de los centros y esta medida pone fin a la diversidad metodológica, prácticamente la única libertad que quedaba

Una llamada a los padres: elijan con criterio

Ante esta situación, ¿qué pueden hacer los padres? ¿Cómo discernir si un centro educativo está acertando con su propuesta metodológica? ¿Cómo evitar caer en modas tecnológicas? Aquí ofrezco cinco orientaciones prácticas para las familias que buscan elegir bien el centro educativo para sus hijos:

  1. Pregunten por la metodología: No se queden en la reputación del colegio o en sus instalaciones. Pregunten cómo se enseña, qué papel tiene el profesor, cómo se organizan las clases, si hay trabajo cooperativo, si se escribe a mano, si se lee en profundidad.
  2. Valoren el uso de la tecnología como medio, no como fin: Un centro que presume de ser “100% digital” no es necesariamente mejor. La tecnología debe estar al servicio del aprendizaje, no convertirse en su eje. Busquen equilibrio y sentido común.
  3. Observen si el centro tiene un proyecto pedagógico coherente: ¿Todo encaja? ¿El ideario, la metodología, la evaluación, el perfil del profesorado? Un buen colegio tiene un proyecto educativo bien pensado, no una suma de ocurrencias.
  4. Comprueben si se respeta la autoridad del profesor: La relación educativa es, ante todo, personal. Si en el centro se valora al docente, se le da tiempo para explicar, se fomenta la atención y el respeto, están ante un buen lugar para aprender.
  5. Escuchen su intuición y su experiencia: Al visitar un centro, al hablar con otros padres, al observar a los alumnos, uno puede captar mucho. Confíen en su criterio, no solo en rankings o campañas publicitarias.

Y desde luego sean congruentes con su criterio educativo en este aspecto, si tienen la firme intención de retrasar la entrada de los dispositivos individuales (móviles, tabletas, ordenadores) en sus casas, no compliquen esa norma optando por centros que las utilicen desde primaria como método de estudio.

Los centros educativos, especialmente aquellos con ideario propio, tienen el derecho —y el deber— de definir su propuesta metodológica. Compartir en X

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