Entrados ya en el segundo trimestre de 2020, la pandemia de COVID-19 que tuvo su origen en China a finales del pasado año, prosigue su vertiginoso avance por el mundo. Nos acecha un formidable agente de exterminio; una peste que se expande por el orbe y que, como un tsunami, va inundando cada continente y cada país con una ola de muerte, aislamiento y miedo; un virus que ha puesto en jaque la economía global, y que amenaza, incluso, con alterar nuestra civilización tal como la hemos conocido hasta hoy.
No se trata de una amenaza extraterrestre. Quizás para ello habríamos estado un poco más preparados; o al menos eso quisiéramos creer, al pensar en nuestro ingente arsenal de bombas atómicas, misiles balísticos de largo alcance, aviones caza capaces de combatir en la estratosfera; además de los tan avanzados escudos de defensa antimisiles: una tecnología que ya desde la década de los 80 del siglo pasado, fue concebida como el sistema de “Guerra de la Galaxias”.
Tampoco se trata de una invasión armada por parte de una gran potencia militar. Sin duda que para ello también habríamos estado un poco más prevenidos, al contar con nuestros inmensos ejércitos abundantemente pertrechados, dotados con letales armas con miras láser y visión infrarroja para que –en cualquier circunstancia- pudieran detectar y dar cacería a ese ‘feroz enemigo’ con el que nos estaríamos enfrentando, y que no es otro que nosotros mismos.
Pero no; ninguno de estos escenarios es el que hoy amenaza nuestro género.
Se trata de un enemigo microscópico, invisible al ojo humano; una amenaza que no nos golpea tanto por su fortaleza, sino por nuestras profundas debilidades, entre las que se encuentran la necedad (invertir más en pertrechos para hacer la guerra, que en investigación útil a la vida y la salud), el egoísmo (reservase insumos que debieron ser enviados a tiempo, para contener la pandemia en los primeros países afectados), la insolidaridad (haber actuado inicialmente como si se tratara de un problema de países puntuales, que han debido resolverlo por sí mismos); la mentira (no revelar la verdad acerca del origen y cifras de mortalidad del virus, sólo para preservar la imagen de un determinado sistema político-ideológico), y la infravaloración de la vida humana ante lo material (insistir en que los trabajadores sigan trasladándose a los centros de trabajo, a pesar del alto riesgo para su vida, a fin de mantener pujante la economía); por sólo mencionar algunas.
Este virus –al menos hasta ahora- pareciera no afectar al resto de los seres vivos, sino exclusivamente al género dotado de inteligencia: la humanidad. Y, quizás por ello, algunos, de manera reactiva, pretenden transferir la responsabilidad a Dios, como si se tratara de un ‘castigo divino’; mientras otros se la atribuyen a la naturaleza, como si fuera una especie de ‘rebelión natural’ por nuestros desmanes ecológicos. ¡Vaya manera de evadir nuestra propia responsabilidad!
Dios –que es amor- sólo quiere el bien para la humanidad; ello hasta el punto de haber entregado a su propio hijo unigénito para alcanzarnos la salvación. De modo que mal puede reputarse esta y cualquier otra pandemia como un castigo de la Divinidad. Y, por otra parte, a la naturaleza –que no es sujeto, ni mucho menos persona- mal podemos atribuirle cualidades personales, como lo sería la voluntad de hacer tal o cual cosa, incluido, por supuesto, el rebelarse contra nosotros. La naturaleza no nos castiga ni se rebela contra la humanidad, porque no es un ‘alguien’ dotado de voluntad, sino un maravilloso ‘algo’, un universo creado por Dios con el fin de dar asiento y sustento a su gran amor, que es el género humano, representado en cada hombre y cada mujer en particular.
A nuestro modo de ver y entender, la idea de castigo es inconcebible en este asunto; mas –en buena medida- sí lo es la de la autodestrucción, tanto por imprudencia como por torpeza humana. En hipótesis de imprudencia –si es que así terminase de comprobarse- en virtud del presunto origen del virus en algún laboratorio, a causa de no haber atendido los riesgos que fueran advertidos en su momento; y en hipótesis de torpeza, debido al infeliz desempeño de algunos gobiernos, tanto en la prevención como en la gestión de la crisis. Más ha pesado la ideología feminista para mantener el permiso y promoción gubernamental de una gigantesca marcha el 08 de marzo en Madrid, que el riesgo patente de que en ese evento se iniciará un mega-contagio. Asimismo, algunos gobiernos han tomado con notable retraso las estrictas medidas de confinamiento, sólo porque su mirada se fija más en la economía que en la salud pública. Bien lo dijo Jesucristo: “Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón”. (Mt. 6: 21).
Nuestra insensatez ha sido tal, que nos ha llevado a gastar ingentes recursos en pro de la extinción humana, como es el caso de la fabricación de armas de destrucción masiva; en vez de destinarlos a la investigación científica para procurar la protección de nuestro género ante este tipo de amenazas naturales a su existencia.
¿De qué sirven hoy tantos militares entrenados para la guerra, si lo que necesitamos es mayor cantidad de médicos y enfermeros? ¿De qué nos valen tantos millones de municiones para intentar matarnos unos a otros, si lo que requerimos son vacunas y medicamentos para salvarnos la vida los unos a los otros, para proteger el conjunto de la familia humana? ¿Para qué sirven hoy tantas bombas lacrimógenas con las que dictaduras –como la venezolana- asfixian a sus pueblos, si lo necesario son máscaras y equipos respiradores?
Aún estamos a tiempo. El Creador nos dotó de inteligencia y voluntad, y con ellas nos capacitó para reconocer y corregir nuestros errores. Esta pandemia no debe percibirse como signo del final de la existencia humana, sino como una oportunidad para nuestra regeneración integral. Esta pandemia debe representar una ocasión para la revisión y cambio de paradigmas en nuestros sistemas políticos, económicos y sociales; que han de ser humanizados, puestos verdaderamente al servicio del hombre. Esta pandemia puede representar una oportunidad para la esperanza, un hito con el que demos inicio a nueva era de mayor elevación mental y espiritual; una llave que abra las puertas a un mundo más solidario y menos egoísta, más respetuoso del ambiente y menos consumista y devorador de recursos; un mundo en que los ejércitos de personal médico y docente sean mucho mayores que el de militares prestos a la guerra.
“El Señor es mi luz y mi salud; ¿a quién temeré? Amparo de mi vida es el Señor; ¿ante qué puedo yo temblar?”. (Sal. 27: 1).
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