¡Qué pompa ponen algunos en su discurso! Pareciera como que rematando con ella las palabras pretendieran remacharlas con blasones y prebendas de vana complacencia, de esas que hinchan por dentro y queman por fuera; porque sí, rimbombantes suenan como para hacerlos parecer ese tipo de señores que no lo son, fantoches vacíos de contenido y forma de chasponazo que para brillar ellos hacen lo que sea, aunque “solo” sea prender fuego al contrario. Casi todos esos especímenes tratan de distinguirse con nombres psicodélicos de aquellos que por ser extraños ya los consideran honrosos.
Todos somos así, más que menos, pues poco nos falta (o no) la ínfula de tratar de plasmar nuestro nombre en los anales como para pasar a la Historia. De hecho, nombrar es clarificar, para bien o para mal, pues ciertamente, “el nombre que ponemos a las cosas es como pintarlas con las palabras” (Vid. Josep Maria Torras. La Pinacoteca de la Oración – Momentos con la Virgen María – María es su nombre). ¡Y sabemos que pintar es mostrar lo que llevamos dentro!
¿Para bien o para mal?
Ir para bien es sentirse orgulloso de tratar de mejorar los hechos y las cosas que se nos presentan en nuestro ir tirando por la vida, quizás sin grandes aspavientos, pero haciendo grande lo pequeño y dando la mano al necesitado, que hay tanto, de uno u otro color, y a menudo incoloro. Digo “tratar”, porque sabemos que más bien nunca lo conseguimos, pero es importante no olvidar que nuestra huella ya habrá quedado marcada en el fango y que –antes o después, y aunque sea tras nuestro nacimiento en el Cielo– alguien, infante o no, se la encontrará ahormada a su piececito, tratando de avanzar por un camino que tantas veces está por abrir, como nosotros hicimos. ¡Habremos ahormado la Historia, sí señor!
También para mal, ¿para qué nos vamos a engañar? Nuestras obras y nuestras cosas a menudo toman un cariz negroide de ese que ni con buena iluminación se advierte, y sucede así como consecuencia de una intervención envenenada de aquellos que solo avanzan con prepotencia. Son las pretensiones de las que hablábamos al principio. Son las ínfulas satánicas con las que algunos –demasiados ya- machacan al vecino. Son las ironías con que afiligranan y eclipsan con total prestidigitación el efecto destructor delicuescente de sus palabras para herir aunque nadie lo note, y no paran –y eso ya será mucho- hasta que advierten a su contrincante lo suficientemente derrotado como para no temer ya su competencia… Son los blasones con que pretendían rematar al “enemigo”. Son, sí -y estate seguro-, aquellos cuales a quienes –tras ser plenamente responsabilizados por su voluntad reiterada- les remacharán su Infierno.
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