Otro mundo es posible. Esta idea, convertida en eslogan se ha extendido hasta cristalizar en un lugar común, que expresa, sobre todo, un deseo indeterminado, más que un proyecto bien establecido. ¿Cómo se define este otro mundo?
A mi parecer hay una respuesta cercana y al alcance, que posiblemente por su proximidad y a la vez desconocimiento real, no tomamos en consideración. Se trata de la alternativa cultural cristiana, que debería presentarse a todos, con convencimiento y sinceridad, y de manera completa, cosa que pocas veces se hace. Cierto que hay un determinado porcentaje de población, del orden del 30%, que rechazan de plano y de manera absoluta toda referencia cristiana, pero esto no debe ser óbice para que no se plantee esta opción al 70% restante, como una forma de entender la vida y la sociedad.
¿Cuáles serían las principales características de esta forma de vivir?
Uno de sus elementos fundamentales sería la confianza. En Dios, en el futuro, en los demás. Esto permite sobrellevar mejor las situaciones y es un componente esencial del capital social, que nos enriquece. Lenin decía que la confianza era buena pero que el control era mejor, y en menos de 80 años, muy poco en tiempo histórico, el modelo del comunismo leninista colapsó, porque resulta imposible mantener cohesionada una sociedad solo a base de control.
El cristianismo, también establece como virtud esencial la esperanza, que confiere una determinada alegría de vivir, y genera la fuerza necesaria para afrontar lo cotidiano. Ella es la pequeña virtud, que maravillaba a Charles Péguy, tan pequeña e insignificante, que muchas veces es menospreciada a pesar de que es la más fuerte de todas ellas.
La paciencia es inherente a la mentalidad cristiana, y aporta a las personas y a sus sociedades una mayor capacidad para encajar la adversidad. Unida a la prudencia, su pareja, es garantía del mejor andar por la vida y adoptar las decisiones adecuadas. Aporta la calma necesaria que favorece a la persona y a quienes la rodean. De todas las virtudes sobre las que pesan mayores malentendidos, la prudencia es una de ellas. No consiste, en contra de una opinión extendida, en lanzarse a la piscina con la intención de salir seco, o en determinadas situaciones, en confundirse con el paisaje. Nada de eso. La prudencia trata de otra cosa: la elección del mejor camino para alcanzar el objetivo propuesto, de ahí que sea una virtud central en cualquier comportamiento humano y social.
La fortaleza, que se va construyendo día a día desde la infancia, configura aquel tipo de persona que uno siempre desea tener al lado en los momentos difíciles. Ellas son las que permiten salvar la situación cuando los hechos son adversos.
El cristianismo propone como eje de vida la bondad. Es bondadoso quien quiere, procura y se preocupa del bien del otro, el más cercano y también del colectivo, el bien común, es decir, aquel que hace posible que personas y familias realicen sus dimensiones humanas. No es fácil lograrlo, pero es un extraordinario vector de progreso.
La mentalidad cristiana rechaza como algo corrosivo la envidia, y lucha para hacerla desaparecer de su existencia. También rechaza la tentación del orgullo y del ser presuntuoso. Su eclosión máxima es el supremacismo que ha emponzoñado la política. Su antídoto es la humildad, otra virtud incomprendida, puesto que no es otra cosa que el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades, y actuar de acuerdo con esta sabiduría.
El mandato de la bondad comporta necesariamente renegar del egoísmo, de la concupiscencia sin freno, del hedonismo que cuando, como está sucediendo, se convierte en un atributo colectivo, origina una sociedad cuya vida en común resulta imposible, porque cada uno persigue su propio deseo sin reparar excesivamente en las consecuencias de sus actos.
El autocontrol, la templanza, como virtud clásica es esencial para alcanzar nuestros bienes, y evitar aquellas características humanas tan negativas como la irritación, la ira, la rabia y la violencia descontrolada, que tanto daño hacen. Las terribles agresiones entre jóvenes y contra ellos mismos, que cada vez pueblan más las informaciones cotidianas, son una señal evidente de que lo fundamental de nuestra sociedad no funciona.
La conciencia de la dignidad inherente a toda persona, que surge de la fraternidad humana de ser hijos de Dios, conduce al respeto hacia el otro sin importar quién sea, ni lo que haga. Esta condición no atomiza el respeto a la dignidad bajo aspectos secundarios, como pueda ser el sexo de las personas, su forma de entenderlo, el lugar de nacimiento, o lo que se posee, sino que surge de la superior condición común de ser humanos. Solo así es posible construir un mundo realmente fraterno, mejor, mientras que los respetos fragmentados, basados en leyes de diseño, hacen precisamente lo contrario, lo impiden.
El respeto comporta determinadas normas externas de comportamiento, tan perdidas hoy en día. Aquello que se llamaba ser bien educado, y que en su versión más primitiva, incluye el rechazo al insulto, a toda palabra grosera, al menosprecio, y a todo lo que intente herir al otro. Constituye un límite a la libertad de expresión, que no puede servir para denigrar, porque este tipo de daño no tiene justificación.
La justicia es una componente esencial de la concepción cristiana y significa en su versión secular formar un juicio, y obrar respetando la verdad y procurando dar a cada cual lo que le corresponde. La idea de perseguir la verdad significa la capacidad para conocer la realidad, y ello requiere de la condición de libertad. Esta, no surge tanto de una multiplicidad de opciones, que pueden resultar todas ellas malas, como de condiciones objetivas y subjetivas que nos permiten entender mejor la realidad.
Este esquemático planteamiento permite deducir tres cuestiones fundamentales: sin educación en las virtudes, en estas virtudes, la sociedad no puede funcionar bien, ni las personas realizarse. No basta con la educación en ellas si no existe una comunidad que las reconozca y valore, y, por último, no se requiere un gran esfuerzo de imaginación para concebir, que una sociedad que funcionara bajo tales premisas, sería realmente un mundo mejor.
Artículo publicado en La Vanguardia