Cuando mueren tus padres, te quedas “huérfano”. Si muere tu cónyuge, te quedas “viudo”. Pero la muerte de un hijo antes de nacer es una experiencia tan anti natura, tan desgarradora y desconcertante, que ni siquiera existe una palabra que defina la situación en la que te quedas.
Esta es la situación en la que, justo en el día en que escribo estas líneas, nos quedamos hace ocho años mi esposa y yo.
Los expertos llaman a ese dolor “duelo perinatal” o “duelo gestacional”. Y aunque cada vez hay más literatura científica y mediática sobre este drama familiar –ya tiene un Día Internacional, el 15 de octubre, y hay quien le ha adjudicado el símbolo de una mariposa morada para generar conciencia–, en la inmensa mayoría de los casos aún se vive como un tabú que solo conoce el matrimonio.
En rigor, da un poco igual cuál sea la causa: un aborto espontáneo, una desgracia sobrevenida en el parto, o el fatal desenlace de un riesgo severo que se previó durante la gestación. El resultado es que la punzada en el corazón, la náusea existencial, el desgarro en las entrañas, laceran a ambos padres (sobre todo a las madres, pero también a esos varones que soñaban con escuchar a su bebé llamarles “papá”) con un dolor para el que no encuentran sentido, ni respuestas.
Puede parecer contradictorio, pero pocas veces se experimenta tan a fondo la sobrenaturalidad de la vida, la inmensa grandeza de cada bebé que nace, como en el momento en que tu hijo muere antes de nacer. Porque resulta abrumadoramente evidente que no es de tu propiedad, ni tienes derecho a él. Es un regalo, y su vida puede alcanzar un propósito magnífico incluso en pocas semanas de gestación: mostrarte la soberana grandeza de un Dios que nos ama.
En mi caso, me permití desahogarme ante Dios como un niño que insulta a su padre con improperios nacidos del dolor irreflexivo, y reclamando unas explicaciones a las que sabía no tenía derecho. Pero enfadarme con Él no me dio paz alguna.
Sólo descansé cuando, hincado de hinojos ante el Sagrario, me atreví a pedir a Dios algo muy concreto. Desde entonces, cada 20 de diciembre celebramos el Cumplecielo de nuestro bebé con gran alegría y naturalidad (o más bien, sobrenaturalidad); y el resto de mis hijos saben que tienen un hermano que ya ha logrado lo que todos deseamos: llegar al Cielo.
Si el lector sabe de lo que hablo, tal vez le sirva esta oración:
Oración ante la muerte de un hijo antes de que nazca
Jesús, no sé qué ha ocurrido. No lo puedo entender.
No sé por qué hemos perdido al bebé que tanto esperábamos, ese al que su madre y yo tanto amábamos incluso antes de que naciera.
Tengo rota el alma y se me nubla la razón. También los ojos, arrasados en lágrimas.
Sé que no te molesta que me enfade contigo. Porque en el fondo soy consciente de que este hijo no era mío, no era mi derecho, ni mi propiedad, y que mis planes para él jamás habrían sido tan buenos como los tuyos.
Pero, déjame desahogarme contigo y perdóname si me excedo.
Reconozco que por tu generosidad, por tu creatividad amante, has decidido llamarlo a la vida y le has hecho existir, en lugar de no hacerlo. Y que le has ahorrado este trámite del mundo para abrirle las puertas de la Vida con mayúsculas.
Soy su padre, así que no puedo sino sentir una alegría en mitad del dolor por su pérdida: la de saber que él ya ha llegado a dónde su madre y yo queremos llegar, al lugar hasta al que queremos ayudar a que mis otros hijos lleguen: él ya ha llegado al cielo.
Sí: los padres tenemos hijos para que lleguen al cielo junto a ti, mi buen Jesús.
Y él ya ha llegado. Mi bebé ya ha llegado. Nuestro hijo ya ha llegado.
Cuida Tú ahora de su madre y de sus hermanos. Y enséñame a mí a hacerlo.
Solo te pido una cosa: permíteme llegar al cielo para estar algún día junto a él. Y ese día, ese que será eterno y que ya no estará sometido a los rigores del tiempo, déjame jugar él. Déjame, mi buen Jesús, jugar con mi hijo en el cielo, como lo habría hecho en la tierra.
Amén.
1 Comentario. Dejar nuevo
Anoche llegué a este artículo por casualidad. Soy una mamá que acaba de perder a su bebé antes nacer, hace apenas 24 días. Yo ya había salido de cuentas y su corazón dejó de latir.
Desde el mismo momento que sucedió me he agarrado a la fe. Mi marido también. Tenemos dos hijas más por las que seguir, pero eso no resta que nuestro dolor por la pérdida de Miguel, nuestro hijo, sea indescriptible.
Leerte me ha dado paz. No encuentro un sentido a la muerte de mi hijo, no creo que haya ningún por qué que lo justifique… pero sí que creo que ha venido a enseñarnos algo… eso es lo que quiero descubrir. Honrar su vida y su nombre. Le quiero tanto y le echo tanto de menos… es un dolor físico, un vacío real.
Gracias por estas palabras que describen tan bien como nos sentimos y por esta oración tan bonita.
Un abrazo inmenso de una mamá en duelo.