Retomo de mi serie de tres artículos “¡Revolución!” tres puntos que anoto de pasada al final del primero de ellos. Decía que nuestra casa común tiene tres vertientes o esferas implícitas ineludibles: la ecológica ambiental, la social temporal y la espiritual eterna. Vamos ahora a desarrollar el primero de ellos: “Nuestra casa es ecológica ambiental”.
De entrada, para no errar el camino, debemos partir de la verdad; eso es, desde el lugar adecuado y tomando la realidad como es, no como querríamos que fuera. Con el objetivo claro, que será el punto de llegada, ahí adonde queremos ir, sin manipulaciones interesadas. Y la realidad es que (nosotros) nos hemos cargado el planeta. ¿Cómo? Arrasando con todo lo que nos encontramos delante. ¿Por qué? Por nuestra soberbia. ¿Hay solución? Dicen los entendidos que sí, que aún llegaríamos a tiempo si nos aplicáramos a nuestra labor, revirtiendo y subsanando los procesos destructivos que hemos puesto a más del tres mil por cien. Por tanto, como en todo, la solución pasa por hacerla, por llevarla a la práctica. Entonces, ¿cuál es nuestro objetivo?, y ¿qué debemos hacer para caminar hacia él? Bajar del burro. Que implica reconocer que el burro es burro. Es simple y llano –de decir, no de hacer.
El problema añadido, pues, es que siempre nos cuesta bajar del burro. Porque bajar del burro significa, a bote pronto, reconocer que nos hemos, que nos estamos equivocando. Y ya sabemos lo que nos cuesta reconocer nuestros errores, y más en público, y más, si estás acostumbrado a ser tomado por eso que ahora llaman “experto”, aunque la evidencia demuestre que no lo eres, y a pesar de que los de siempre te hayan aupado y adulado por los chanchullos comunes que manejáis por detrás de vuestra barriga llena, a vuestra propia espalda y a la de todos nosotros. Hablaremos de los “expertos” en nuestro próximo artículo de esta serie. Ahora, centrémonos en que nuestra casa está enferma, como nos advierte insistentemente el Papa Francisco, ya desde antes de escribir una de las encíclicas más revolucionarias y proféticas que ha alumbrado un Papa.
Hablamos, ¿cómo no?, de la Laudato Si’ (Alabado seas), subtitulada: “Sobre el cuidado de la casa común”, por si no quedaba claro. Ahí, pues, tenemos un cuaderno de bitácora para seguir las estrellas en la noche oscura en la que nos hallamos. Es esta la hora de las tinieblas, pero pronto acabará, como concluye Jesucristo: “Cuando viereis suceder todo esto, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación” (Lc 21,28).
Ese texto bebe de las personalidades más sabias del planeta, pues el Papa no es, como evidente es, un ecólogo. Las evidencias, a veces, no se ven. Pero sí vemos todos, si somos transparentes, que la Laudato Si’ rebosa transparencia y sabiduría, ya desde la primera página: “Esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella”. Y hasta la última, cuando remarca, en oración a Dios, Padre de todos: “Tómanos a nosotros con tu poder y tu luz, / para proteger toda vida, / para preparar un futuro mejor, / para que venga tu Reino / de justicia, de paz, de amor y de hermosura”.
Como destaca la Laudato Si’, pues, haciéndose eco de los relatos bíblicos, la semilla de todo el proceso creacional vino de Dios omnipotente. De hecho -indica el prólogo del Evangelio de san Juan-, el mundo fue creado por la Palabra anunciada en la Biblia (Jn 1,1-4), el libro sagrado que es la originaria guía de ecología integral por antonomasia que tenemos. En ella está contenido todo lo que necesitamos saber para vivir. Observamos, al contrastarnos con ella, que esa ecología integral, la miremos por donde la miremos, revela que nuestra casa común está enferma porque no seguimos la guía. De ella dependemos, en última instancia, como vemos si abrimos nuestros ojos comodones y cobardes. Lo hemos ignorado u olvidado, en buena medida, porque nuestro salvaje reinado industrial-tecnológico favorece el laissez faire más absoluto y cruel, y hay quien –ciego de su propio egotismo- aun se jacta de ello, cuadruplicando su enfermedad y la de todos.
Sí, sí, que nuestra casa común está enferma, como lo estamos todos. Hemos enfermado de soberbia, a causa de nuestra ceguera. Nos hemos cargado el planeta. Y con él nos iremos nosotros al otro barrio, si no actuamos rápido y pronto. Eso es, ya. Porque no podemos obviar lo que, por evidente, apuntábamos al empezar: Nuestra casa es ecológica, porque es el ente natural interdependiente y vivo en el que gozamos del milagro de la vida.
Eso que apuntábamos es así, no porque seamos nosotros la fuente de la vida, sino porque recibimos esa vida de Dios: “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). Por ello, todo el género humano forma una unidad (Catecismo, n. 360), pues el Todopoderoso “creó, de un solo principio, todo el linaje humano” (Hch 17,26, Cfr. Tb 8,6), formando así juntos una familia como verdaderos hermanos (Catecismo, n. 361). ¡Somos un ser vivo integral! Un milagro que, por lo que vemos, necesita de otro milagro: La humildad. Y el primer fruto de la humildad está en reconocer que previo al fruto somos ya en la conciencia eterna de Dios sus hijos, desde siempre.
Así pues, Dios es nuestro Padre común, y llegado el momento (su momento) somos creados ni más ni menos que con vocación a la bienaventuranza divina (Catecismo, n. 1700). Cuando lo reconozcamos –¡con obras! -, viviremos eternamente. Juntos, felices, amándonos, en nuestra Patria celestial, destino de todo lo creado.
Lo hemos ignorado u olvidado, en buena medida, porque nuestro salvaje reinado industrial-tecnológico favorece el laissez faire más absoluto y cruel Share on X