El lunes santo de 2019, 15 de abril, Francia redescubrió sus raíces y vibró en una unidad infrecuente en torno a un templo: la Catedral de Notre Dame, Nuestra Señora de París. Se dio cuenta de que, en la Francia laica y republicana, la catedral era en uno de los grandes centros de la cristiandad medieval donde se reconocía en su historia, en sus raíces. Y al rebufo de los franceses, todos los demás.
De ella reclaman su simbolismo para la historia francesa, su valor histórico, su significado cultural. Pero su origen y su razón de ser de lo que ahora veían como formando parte de sus raíces, no fue ni la nación, ni el arte, ni la cultura, fue la Fe. La Fe en Jesucristo y la pertenencia a su Iglesia. Esta es la realidad. Una realidad viva e intensa.
Notre Dame es un bien del estado, como todas las iglesias francesas en razón de la ley laicista de 1905, un bien -digámoslo todo- maltratado por la falta de atención y recursos públicos, a pesa de su importancia obvia, y de constituir una notable fuente de ingresos públicos, con sus mas de 1,5 millones de visitantes al año. Toca afrontarlo: el Estado francés ha venido haciendo negocio con la Catedral.
A pesar de ello, la rapidez y magnitud de las aportaciones para reconstruirla, cerca de 1000 millones de euros en pocos días, necesariamente tenían que levantar críticas en la sociedad del agravio permanente. Hacia el origen de las donaciones más que a su destino, reclamando que podían dirigirse a mejorar las condiciones sociales, o la de los trabajadores de los grupos empresariales donantes.
No está nada claro que en este discurso se diga que lo que está mal es que el dinero se aplique a la reconstrucción del templo, o que más bien se esté diciendo que también debería aplicarse a aquellos fines sociales. En el primer supuesto, si el coste de la reconstrucción no lo cubre la iniciativa privada, sería el estado quien debería aportar los recursos necesarios, porque por algo “nacionalizó” los edificios hace más de un siglo, con lo cual vaya lo servido por lo bebido. Si se trata de que esta misma sensibilidad se aplique también a lo social, no tiene sentido acordarse de ella solo ahora, porque estas aportaciones y más se dirigen cada año al mundo de la cultura, de la creación artística, de los festivales y a eventos de este tipo, sin que surja la reclamación.
Si Notre Dame sienta un precedente social en este sentido, será un servicio más que el templo habrá prestado a Francia. Estaría bien que las fundaciones de las grandes fortunas y empresas siguieran el modelo de la Fundación La Caixa y su extraordinaria obra social. Puestos a otorgar prioridades, y sin desnudar al arte y su prestigio, estaría bien una mayor atención a quienes más lo necesitan.
Una segunda critica ha surgido con la gran reacción para reconstruir la Catedral de París, que también encierra una gran paradoja. La persona mas significativa que ha levantado esta bandera ha sido Adela Cortina, y detrás de ella ha seguido una parte de la progresía institucional, como por ejemplo, el que fue director del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona bajo la égida socialista, Josep Ramoneda. Una frase del Articulo de Cortina en El País, “Lo que Notre Dame nos dice de Europa”, constituye un excelente resumen de la tesis “La reacción de condolencia más que justificada contrasta con la indiferencia a la tragedia migratoria del Mediterráneo”. Es decir, mucho dolerse por el dramático incendio, y tanta falta de respuesta ante un flujo de personas que tantas muertes ocasiona. También en este caso podríamos aplicar la lógica contraponiendo aquel hecho a todo acto de solidaridad que se de puertas adentro de Europa, pero no es esto lo interesante. Lo que deseo subrayar es que la causa que motiva esta inhumana actitud europea, más ligada a la inoperancia política que a la dureza de corazón, es la misma que la de aquellos que olvidan el significado y el horizonte cristiano de Notre Dame. La inhumanidad de Europa ante la tragedia del Mediterráneo tiene la misma causa que el abandono de la moral cristiana. Es la misma razón que hace que en nuestra sociedad vaya desapareciendo la capacidad de perdonar, la presunción de inocencia y cada vez más se entienda la justicia solo como punición. La misma que ha convertido en dominante el “Yo” y su vicio de posesión, que siempre ha refrenado la cultura del Decálogo en su noveno y décimo mandamiento, y que sublima el cristianismo con el amor de donación. Todo esto tiende a desaparecer por la tarea incesante de este mismo progresismo que ahora se queja de la Europa que han construido. Ellos son los principales responsables. Los mismos que protestaban que la mal llamada Constitución europea contuviera la menor referencia a las raíces cristianas, se extrañan ahora que no se practique la solidaridad con el extranjero que es consustancial a aquella fe y cultura.
Las ideas tienen consecuencias porque entrañan actos, comportamientos. Lo que ahora vive Europa, fraccionamiento, polarización, insolidaridad, conflicto, riesgo de desintegración, no es nada mas que lo que Juan Pablo II ya advirtió. Es el coste de emprenderla a palos con la fe que la hizo nacer y destruir la cultura que la ha forjado.
Cortina y tantos otros deberían mirarse al espejo cuando censuran la insensibilidad europea. Es una mala hierba que brota cuando antes se ha esquilmado el jardín cristiano que la contenía.